11

Smiley face

¿Cómo se combate la desigualdad?

Una manera –fórmula de socialistas– es implementando políticas públicas tendientes a la redistribución de la riqueza: mayores salarios mínimos por ley, seguro de desempleo, pensiones, subsidios a los pobres, confiscación de tierras ociosas, reforma agraria, etcétera. En dos platos, quitarle al rico para dárselo al pobre. Por las buenas si se puede, por las malas de ser necesario.

No es difícil entender que algo así le resulte abominable a quienes consideran que lo que tienen es suyo y de nadie más. Formados en la empresarialidad y en el individualismo, y a menudo beneficiarios también de patrimonios y privilegios obtenidos por herencia, los adeptos del laissez-faire[1] reniegan enérgicamente de semejantes recetas, considerándolas ilegítimas y abusivas: un robo flagrante a la propiedad. Esto tiene su explicación, según el economista Fernando Carrera:

El concepto de equidad empezó a cobrar importancia con el auge de la modernidad capitalista a partir del siglo dieciocho. Es uno de los fundamentos que plantea la Ilustración, que tenía dos grandes preocupaciones: la libertad y la igualdad. La burguesía crecía en pujanza y en poder, pero la nobleza retenía su dominio en nombre de un mandato divino. Eso se rompió con la instauración de una nueva premisa: todos los seres humanos son iguales en derechos y en responsabilidades, y es así como, de la mano de la libertad y la igualdad, surge también el concepto de ciudadanía.

Con el triunfo de la Revolución Francesa el ideario de la igualdad se divide entre los burgueses, que abogan por la igualdad jurídica (la igualdad ante la ley), y los proletarios, que reclaman la igualdad socioeconómica. Surge entonces un conflicto entre unos y otros, ya que la burguesía lo que pretendía era igualarse en responsabilidades y derechos con la aristocracia, no igualar económica y socialmente a toda la población. Para el siglo diecinueve el concepto de igualdad se diferencia ya entre los socialistas, que lo entienden en su dimensión socioeconómica, y los liberales, que lo remiten únicamente a lo jurídico. Los liberales erradican el componente socioeconómico de la discusión y de la disputa política, mientras que los socialistas alegan que, sin una base socioeconómica, la dimensión jurídica se erosiona, toda vez que el poder económico implica también una desigualdad, y la ley, en última instancia, tiende a favorecer a quienes cuentan con más y mejores recursos para defenderse.

Así y todo, el ideario liberal nos ha heredado conquistas importantes, como la igualdad de género y la igualdad étnica, ceñidas a la dimensión jurídica y ajenas a toda discusión de igualdad de derechos socioeconómicos. En su etapa posmoderna el debate muestra un realce de las llamadas igualdades horizontales (culturales) en detrimento de las igualdades verticales (socioeconómicas). Las denuncias en contra de la desigualdad horizontal han venido cobrando cada vez más auge, lo cual da pie para señalar también que a partir del surgimiento del neoliberalismo la discusión sobre las desigualdades socioeconómicas prácticamente desapareció de la agenda política. Hoy, la mayoría de movimientos progresistas reivindican la igualdad en materia cultural (indigenismo, feminismo, diversidad de género, juventud, adultos mayores, niñez, etcétera), pero es innegable que la omisión de la agenda socioeconómica es una bomba de tiempo causante de cada vez más problemas.

Guatemala adopta el discurso de la igualdad como herencia de los valores de la Ilustración, y los plasma en los preceptos que inspiran la Independencia. Estas consignas, por supuesto, estipulan la igualdad de los criollos respecto de los españoles, la Corona y el clero; pero no contemplan la igualdad de los criollos respecto de los ladinos, ni la de los ladinos respecto de los indígenas.[i]

La otra manera de combatir la desigualdad no es sino una versión más o menos light de las fórmulas redistributivas antes mencionadas, y consiste en el pago de impuestos. Los libertarios alegan que igual se trata de un asalto a la propiedad y se oponen a ello con intransigencia, recomendando en cambio un sistema donde el mercado pueda crecer a sus anchas, sin límites ni controles ni auditorías: laissez-faire. Omiten mencionar que “el mercado, como todo, tiene dueños”,[2] de modo que soltarle por completo las riendas equivale a catapultar en el poder a quienes ya lo tienen casi todo.

Sigamos, entonces, bajo la línea argumentativa que considera el pago de impuestos como condición primera e indispensable sin la cual el Estado carece de fondos suficientes para invertir en políticas públicas que beneficien, sobre todo, a los más desfavorecidos. Hagamos de caso que ya lo entendimos, que no hay vuelta atrás; que en Guatemala la tributación ha pasado a ser, por fin, algo no opcional sino obligatorio en toda regla, y que existe un pacto social, un compromiso de nación débil y precario, pero serio, en el que los sectores más destacados reconocen por unanimidad, al unísono, que no hay de otra, que si lo que queremos es superar las asimetrías estructurales que detienen nuestro desarrollo lo que corresponde es, por un lado, tributar más y por otro lado vigilar disciplinadamente el gasto para impedir que siga siendo botín de oportunistas y corruptos. Digamos que los guatemaltecos dimos ese paso definitivo tras años de presenciar cómo muchos peces gordos de la política y de la economía caían de su Olimpo de impunidad y eran puestos tras las rejas por negarse a entrar en el aro de la ley. Pensemos en el estrés, en el insomnio, en la agónica incertidumbre que tuvimos que padecer durante este periodo tenso de nuestra historia reciente, en el que cada nuevo caso revelado, cada nueva orden de captura nos tenía con el alma en vilo, especulando quiénes serían los próximos, preguntándonos si entre esos próximos no iríamos también nosotros o alguno de los nuestros; algún jefe, algún cliente, algún colega, algún familiar, algún amigo o conocido. Supongamos que ya nos cayó el centavo y fuimos por fin capaces de admitir, así sea a regañadientes, que el pago de tributos no es una aberración propia de países socialistas sino una premisa indispensable sin la cual ningún Estado que se precie de democrático y de moderno puede funcionar adecuadamente. De manera, pues, que estamos decididos: vamos a pagar impuestos. Sin atajos ni triquiñuelas.

El solo hecho de plantearnos un escenario así nos revuelve las entrañas, ¿cierto? Es como estar frente a un cuadro incómodo, perturbador, al que para colmo no le hallamos ningún sentido; un mal chiste, un corto circuito, un capricho absurdo, el delirio futurista de un lunático.

Permítaseme ir más allá. Hay una idea que viene rondándome con insistencia en la cabeza: ¿Qué pasaría si implementáramos un sistema de tasas impositivas progresivas, de modo que quienes más ganan tuvieran que tributar un porcentaje proporcionalmente mayor en relación con sus ingresos? Ahí sí, sería el acabose. Habría una ola de inestabilidad a gran escala fomentada por las élites. Los medios masivos a su servicio se colmarían de voces de alarma, prefigurando la amenaza de “convertirnos en otra Venezuela”. El CACIF, es decir, la patronal, mostraría en conferencia de prensa los rostros cariacontecidos de su plana mayor, ofreciendo declaraciones llorando sangre, casi; tras lo cual publicaría campos pagados en clave tremendista y grandilocuente. Las redes sociales estallarían en premoniciones apocalípticas, alentadas desde miríadas de net centers. Los vehículos mostrarían ingeniosas calcomanías en rechazo a “la amenaza del populismo”. Correntadas ciudadanas saldrían a las calles vestidas de blanco. Los árboles en los arriates lucirían, todos ellos, su respectivo listón de plástico y su moña negra.

Imaginen cuánto tendrían que pagar las familias de abolengo, los poderosos finqueros, los grandes consorcios monopolistas para tributar de manera compensatoria el montón de dinero que se han embolsado tras décadas, y hasta siglos de privilegios otorgados por gobiernos que legislaron sucesivamente a su favor…

¿Qué tal un 95 por ciento de impuesto sobre la renta? Por descabellado que parezca, es lo que tenían que tributar en Gran Bretaña los Beatles a mediados de los sesenta. El hecho motivó incluso una canción, compuesta por George Harrison para el álbum Revolver, de 1966:

Let me tell you how it will be
there’s one for you, nineteen for me
’cause I’m the taxman, yeah, I’m the taxman.
Should five per cent appear to small?
be thankfull I don’t take it all
’cause I’m the taxman, yeah, I’m the taxman.

Y es que, si bien es cierto que a nadie le gusta pagar impuestos, en Guatemala la cultura anti-tributaria es casi un código inscrito en nuestro ADN. No en vano estamos entre los países de América Latina que menos tributan en relación con su producto interno bruto. No en vano somos, también, y por consiguiente, el país donde más se justifica la evasión de impuestos. Esa renuencia, tan arraigada entre los chapines, es posible rastrearla 484 años atrás[3] en el tiempo: Pedro de Alvarado, alias Tunatiuh, había vuelto de España en 1530 portando el título de Adelantado (o gobernador supremo), y su regreso motivó que Belehé Qat y Cahí Imox, reyes de la nación Kaqchikel, optaran por deponer las armas y rendirse a la autoridad de la Corona tras seis años de rebelión sostenida, más otros dos de paulatino repliegue. La paz, sin embargo, tenía su precio, y ese precio había que pagarlo en oro y servidumbre.

El Memorial de Sololá especifica que hasta 1527, mientras continuaban las hostilidades, “ninguno de los pueblos pagó el tributo”, pero poco después “aquí en Tzololá, el día 6 Tzíi [12 de enero de 1528], fue introducido el tributo… Hondas penas pasamos para liberarnos de la guerra”.[ii] Los términos de rendición de Alvarado decretaban que los miembros de la nobleza debían trabajar y pagar tributo en la misma medida que el ciudadano común, mandato que resultó no sólo degradante sino fatal en el caso de Belehé Qat, quien murió el 24 de septiembre de 1532 mientras se afanaba en lavar oro. Herido en su dignidad, a Cahí Imox “le vino el deseo de separarse porque se impuso a los Señores el tributo mismo que a todo el mundo”.[iii] Huyó entonces de la capital española de Santiago en Almolonga y, según algunos historiadores (entre ellos Daniel Contreras, Polo Sifontes y Barbara Borg), incitó un segundo alzamiento rebelde cuya entereza se sostuvo por lo menos dos años más, hasta su captura alrededor de 1535 y su ejecución en la horca en 1540.

Otro antecedente –crucial, aunque bastante posterior– lo hallamos en la rebelión indígena de Totonicapán liderada por Atanasio Tzul en 1820, surgida en un escenario de inestabilidad política tras la promulgación (en 1812), la derogación (en 1814) y el restablecimiento (en 1820) de la Constitución de Cádiz, cuya potestad estaba siendo desobedecida por los funcionarios del reino de España en Guatemala.

El descontento se agravó con la incertidumbre del pago de los tributos y la profunda desconfianza hacia los funcionarios españoles, que aumentó cuando los indígenas se enteraron [de] que en 1812 los tributos habían sido suprimidos, pero su recaudación había continuado.[iv]

En efecto, el pago de los Reales Tributos había sido suprimido por las Cortes generales y extraordinarias de Cádiz en 1811, las cuales decretaban también que los indios debían gozar de todos los derechos concedidos a las otras clases. Las mismas Cortes, al promulgar la Constitución de 1812, reconocían a todos los indígenas como ciudadanos españoles. Es importante recordar que por aquel entonces la monarquía española sufría un vacío de poder tras la invasión napoleónica en 1808, de modo que al volver el Rey a ocupar el trono en 1814, habiéndose anulado ya todo lo dispuesto por las beneméritas Cortes y ordenando por consiguiente que se siguieran cobrando los Tributos, los indios protestaron alegando que aquello no era más que un robo, un engaño de los dignatarios coloniales por ellos conocidos.

Esta creencia acabó de exaltar los ánimos, de suyo propensos a cualquier manifestación de inconformidad. Con la acusación de ladrones hecha por los indios a sus autoridades comenzaron todas sus revueltas desde entonces. Nada los convencía de lo contrario. Comisiones iban a Guatemala para discutir con los miembros de la Audiencia sobre tan espinoso asunto. Se les aseguraba [que] era mentira la suspensión de los tributos, que debían pagarlos, pero ellos seguían murmurando y amotinándose en cada oportunidad.[v]

José Manuel de Lara de Arrese, Alcalde Mayor de Totonicapán, fue desconocido por el pueblo y en su lugar fue instaurado un gobierno indígena. Atanasio Tzul fue proclamado Rey y Lucas Aguilar, Presidente. La adhesión al movimiento fue inmediata: cinco pueblos cercanos (San Francisco El Alto, San Andrés Xecul, Santa María Chiquimula, Momostenango y San Cristóbal Totonicapán) reconocieron a Aguilar como su dirigente. “La ceremonia se realizó el mismo día en que estaba prevista la jura a la Constitución de Cádiz. El gobierno indígena de Totonicapán duró veinte días y Atanasio Tzul fue el principal referente. Los milicianos ladinos de Los Altos terminaron con el levantamiento”[vi].

Téngase en cuenta que ya otras insurrecciones vinculadas con la renuencia al pago de gravámenes habían precedido a la que encabezaron Tzul y Aguilar. En 1802, los principales de Santa María Chiquimula se negaron a que el pueblo fuera empadronado debido a una epidemia de viruela, sospechando que el censo podría ser utilizado para aumentar el tributo. Patzicía y Momostenango se levantaron en 1811, Quezaltenango lo hizo en 1815, Soloma en 1819 y Sacapulas en 1820. Todas estas revueltas, surgidas en un contexto general de descontento y oposición al régimen colonial, fueron el preámbulo que condujo al rompimiento definitivo con España.

En efecto, los anhelos emancipadores eran expresados no sólo por los indígenas sino también por los criollos, siendo éstos quienes supieron instrumentalizar a su favor el caldo de animadversión exacerbado en el ambiente, fundando un año más tarde, en 1821, su propia nación, su propia patria, en apego exclusivo a sus propios intereses y de espaldas a los del resto de guatemaltecos, mediante un Acta de Independencia en cuya redacción se enfatiza, desde el principio, la urgencia de hacerla publicar cuanto antes “para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.

Queda claro entonces que la emancipación guatemalteca fue, en su pulso final y definitivo, un logro de los criollos para los criollos, originado por las ambiciones comerciales y el fastidio de tener que seguir pagando impuestos en tiempos marcados por la bancarrota económica.[4]

Valga la digresión para enfatizar hasta qué punto tenemos arraigado el rechazo al pago de tributos. A nivel latinoamericano Guatemala encabeza las tasas de evasión del impuesto sobre la renta (en razón de los ingresos) y del valor agregado (en razón del consumo). Sólo en el año 2006 la evasión del ISR fue del 63.7 por ciento, mientras que la del IVA se calculó en 37.5 por ciento[vii]. En total, el Estado guatemalteco dejó de percibir 1.7 mil millones de dólares aproximadamente, esto es, cerca del 46.3 por ciento de la recaudación total observada ése año[viii]. Nuestro país es, de hecho, un caso extremo e insólito donde el índice de evasión de las personas es superior al de las empresas.

De vuelta otra vez a la pregunta del principio: ¿cómo se supone que vamos a combatir la desigualdad si nos negamos a pagar impuestos? La alternativa sería permanecer en las mismas, como hasta ahora; lo cual equivale a decir: cayendo en picada, desgarrando aún más el ya de por sí maltrecho tejido social, fermentando las condiciones para un estallido dantesco.

Y es que, mientras sigan ignorándose las asignaturas pendientes en materia de inversión para el desarrollo, la economía guatemalteca permanecerá estancada en una fase pre-capitalista cuyo eje de poder, basado en la tenencia de la tierra, impide que el interés de las mayorías excluidas trascienda la dimensión meramente agraria.

“Aquí nunca ha habido una propuesta de democratizar el acceso al capital, o al crédito, o a la tecnología. Eso no entra en debate”, observa Fernando Carrera. A la lucha por el acceso a la propiedad de la tierra ha venido a sumársele, a partir de los años setenta, la discusión sobre el derecho a la igualdad de los pueblos indígenas. Pero, en general, “la discusión y la problematización en torno a la desigualdad en Guatemala ha sido pobre, tímida y poco profunda; en parte por el subdesarrollo educativo tanto de liberales como de socialistas, y en parte también porque el poderoso sector conservador, que controla los medios de comunicación masiva, se ha empecinado en bloquear sistemáticamente ese debate”.

En Guatemala, prosigue Carrera, “el acceso al crédito no ha estado definido por una banca de desarrollo, como ocurre en otros países que sí se toman en serio la prosperidad de toda la población”. La banca de desarrollo –explica– es la que le apuesta a la gente con poco capital y requerimientos de largo plazo. Los préstamos otorgados se conciben como un flujo leve pero constante, no como una inversión única: a muchos les sirve más un cheque mensual de dos mil quetzales durante veinte años que una sola transferencia inicial de medio millón.

Lo más parecido a eso que tenemos en Guatemala se llama Banrural, establecido inicialmente con participación del Estado. “El problema”, prosigue Carrera, “es que la banca en Guatemala es inexplicable sin un flujo de lavado. Encima, las tasas de interés están por debajo de la inflación para los ahorrantes y por encima de la inflación para los prestatarios, y entonces resulta que los bancos terminan siendo subsidiados por sus clientes”. En contraste, los beneficios de contar con una banca de desarrollo propiamente articulada (es decir, un esfuerzo serio de democratización del crédito), podemos verlos en países como Costa Rica con el surgimiento de las empresas de turismo: el Estado toma un sector entero de la economía y le habilita todo un mercado de capital específico, empezando por el acceso a los créditos pero sin quedarse sólo ahí, porque entienden que el impulso comprende asimismo proporcionar conocimiento, tecnología, administración, acceso a mercados técnicos, etcétera, para que el sector en su conjunto se desarrolle.

Concluye Carrera: “La lógica de la banca de desarrollo en el capitalismo es crear nuevos propietarios, porque toda economía capitalista desarrollada depende de una amplia base de pequeños y medianos empresarios, que dependen a su vez de una banca de desarrollo. Costa Rica nacionalizó la banca durante cincuenta años, y con ese monopolio el Estado tenía el poder de decidir hacia dónde iba el dinero. Además, el monopolio estatal de los seguros viene desde 1885 y apenas se rompió hace cinco años. Costa Rica mantuvo ese control del Estado no porque quería volverse socialista sino para crear, a la larga, las condiciones para un capitalismo frondoso; es decir, con una clase media amplia: un proyecto modernizador, expansivo e incluyente, esencialmente capitalista”.

Por desgracia, a eso las ignorantes y atrasadas élites guatemaltecas le llaman socialismo, y ponen el grito en el cielo porque amenaza la preservación de su dominio. Así las cosas, es importante tener claro que la agenda a favor de la igualdad no va a avanzar mientras no se establezcan las alianzas políticas que las empujen. Hace falta, pues, articular esfuerzos y emprenderlos en el terreno de la política para romper ese instinto anti-igualdad tan poderosamente insuflado desde arriba por la oligarquía.

Y a propósito de oligarquía, sirva a modo de remate esta frase lapidaria: “Estigmas como la corrupción, la impunidad, el engaño y los subterfugios, así como la explotación despiadada, la intimidación por terror y el rechazo descarado de la ley, sellos distintivos de Guatemala hasta el día de hoy, tienen en Pedro de Alvarado un fértil progenitor”[ix].

Demasiado reduccionista tal vez, aun así el enunciado revela esa maldición que conforma y constituye nuestro ethos: la quintaesencia de la chapinidad, observable no sólo en la rancia aristocracia heredera de Alvarado y sus secuaces, sino extensible por contagio al resto de una población formateada ya tras siglos de chapotear inmersa en el potaje de la cultura hegemónica.

Menudo pedigrí el que llevamos a cuestas.

 

 

[1] Expresión de origen francés traducible como dejar hacer, en referencia a la doctrina económica que postula la desregulación absoluta de los mercados, sin interferencia alguna de parte del Estado.
[2] Esta expresión la tomo prestada (sin su permiso) del escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya.
[3] Estos 484 años atrás en el tiempo nos llevan a 1533, fecha en la que, de acuerdo al Memorial de Sololá, a Cahí Imox, rey de la nación Kaqchikel, “le vino el deseo de separarse porque se impuso a los Señores el tributo mismo que a todo el mundo”. Por lo demás, no se conoce evidencia que permita demostrar que haya habido oposición al pago de gravámenes en tiempos precolombinos, aunque tampoco resulta descabellado suponerlo: es bien sabido que la relación guerra-conquista-tributo era parte fundamental del sistema económico maya.
[4] Se sabe que cuando José de Bustamante y Guerra llegó a ocupar la gobernación de Guatemala (1812- 1817), encontró una situación fiscal próxima a lo insostenible, con una deuda cercana a los seis millones de pesos e ingresos estimados en millón y medio.
[i] Fernando Carrera: entrevista personal, enero 2017. Carrera es economista de formación y fue director del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (ICEFI).
[ii] Memorial de Sololá: Anales de los Cakchiqueles. Editado y traducido por Adrián Recinos (1950). Fondo de Cultura Económica, México; p. 132.
[iii] Op. cit., p. 134. Una traducción del mismo texto, a cargo de Simón C. Otzoy (Comisión Interuniversitaria de Conmemoración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América; Guatemala, 1999) dice, en cambio, que Cahí Imox se fue “para reconocer la ciudad [y] separarse porque vio rebajada su jerarquía hasta casi compararse a los demás señores”; y una tercera versión, de Judith M. Maxwell y Robert M. Hill II (University of Texas Press; Austin, 2006), lo expresa de un modo diferente: “En este año que el señor Kaji’ Imox, Ajpop Zotz’il, pagó tributo”, indican, “el señor Kaji’ Imox vivió en otra ciudad. Del propio corazón del señor vino el deseo de pagar tributos. Entonces todos los señores pagaron el tributo por igual, y el señor lo trajo” (traducción del inglés a cargo de W. George Lowell, Christopher H. Lutz y Wendy Kramer, para su libro Atemorizar la tierra: Pedro de Alvarado y la Conquista de Guatemala, 1520-1541. F&G Editores; Guatemala, 2016). No queda claro, pues, qué fue lo que ocurrió en realidad, puesto que la primera versión varía respecto de la segunda y se contradice con la tercera.
[iv] Enrique Gordillo, en su introducción al ensayo de Daniel Contreras Una rebelión indígena en el partido de Totonicapán en 1820: El indio y la independencia (1951/2016). Editorial Universitaria, USAC, Guatemala; p. 8.
[v] Contreras; op. cit., p. 46.
[vi] Gordillo; op. cit., p. 10.
[vii] Juan Carlos Gómez Sabaini: Evasión tributaria y equidad en América Latina (2010), citado por D. Fernández y E. Naveda en su informe Mecanismos para la obstaculización de las reformas tributarias en Guatemala, 1985-2010 (2011).
[viii] Jonathan Menkos: Evasión del ISR en El Salvador y Guatemala (2010), citado por Fernández y Naveda (op. cit., 2011).
[ix] W. George Lowell, Christopher H. Lutz y Wendy Kramer: Atemorizar la tierra. Pedro de Alvarado y la Conquista de Guatemala, 1520-1541. F&G Editores, Guatemala (2016); pp. 18-19.