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Smiley face

He tenido que leer varios libros como parte de mi preparación para tratar de entender mejor los fundamentos canónicos que describen, desde la teoría, el problema de la desigualdad. Las dudas siguen acosándome, aunque siempre es una tentación ceder a los conceptos, explicaciones y certezas esgrimidas por toda esa gente que –se supone– sabe más que uno.

Una de mis asignaturas pendientes ha sido comprender a cabalidad de qué manera, por qué motivos y hasta qué punto el diseño del orden económico mundial, lejos de contribuir a nivelar la brecha entre los países desarrollados y los que no lo son, más bien provocó lo contrario: acentuar ese contraste.

Descargué un documento: Implicaciones para América Latina del sistema monetario y financiero internacional[i]. Como no soy economista, estaba encantado con lo que leía: una exquisitez de desarrollo interpretativo. Sentí que hallaba una clave valiosa al reparar en cómo el sistema Bretton Woods[1] se vino abajo el 15 de agosto de 1971, cuando el Gobierno de los Estados Unidos suspendió oficialmente la convertibilidad de su moneda en oro y, de facto, impuso el dólar como patrón base para las transacciones internacionales. Desde entonces, el país de las barras y las estrellas puede darse el lujo de vivir por encima de sus medios, consumiendo más de lo que produce, gracias a lo que se conoce como ‘señoreaje del dólar’. De hecho –explica el economista mexicano Francisco Báez, director editorial del diario Crónica–, el déficit comercial de Estados Unidos es parte medular de la estructura rectora de las finanzas globales: dado el papel central del dólar en la economía mundial, los mercados financieros estadounidenses captan enormes cantidades de ahorro del exterior. No es fortuito, pues, que el capital privado se haya vuelto cada vez más importante a partir de los años setenta.

Aprendí también que las condiciones de ajuste estructural ligadas a los préstamos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, paradigma del neoliberalismo ortodoxo de los años ochenta, dieron lugar a la llamada década perdida en América Latina.[2] Me percaté asimismo de que tales políticas desembocaron, a finales de los años noventa, en una segunda ola de crisis para el continente latinoamericano: México en 1995, Brasil en 1999, Argentina en 2001. Tuve claro que, con todo ello, si bien la banca transnacional ha perdido credibilidad (máxime tras el papel que desempeñó en la crisis asiática de 1997), su poder e influencia siguen siendo decisivos, ya que “con el sistema actual […] los bancos centrales no pueden resistir a las presiones de los especuladores privados”[ii].

Tal como funciona actualmente el sistema, o la falta del mismo, lo más probable es que los tipos de cambio de las principales monedas tengan fluctuaciones bastante marcadas y reiteradas. La mayoría de los países latinoamericanos, así como otros países menos desarrollados, fijan la paridad de sus monedas con relación a una u otra de las principales monedas o a un conjunto de ellas. Tienen que hacerlo porque la mayoría de ellos carece de mercados financieros o monetarios suficientemente desarrollados como para proceder de otra manera, ya que el Banco Central es la única entidad capaz de absorber el exceso de oferta o demanda de moneda nacional a corto plazo. Sin embargo, fijar la paridad con relación a otra moneda significa que el valor externo de la moneda nacional sigue el de la moneda con relación a la cual se fija su paridad, y las fluctuaciones de esta moneda se ajustan a las necesidades del país que la emite y no a las del país que la sigue. Por lo tanto, la flotación entraña un costo para los países menos desarrollados que se expresa en influencias desestabilizadoras de sus economías[iii].

Mis dificultades con ese compendio de ensayos ilustres, desplegados a lo largo de 416 espesas páginas, se deben a que –repito– no soy economista. Mucha de la terminología me suena a sánscrito o, peor aún, sencillamente la secuencia teórica se me hace imposible de seguir. Leo, releo, repaso lo leído y siento que el cerebro se me derrite como bola de helado a la luz del sol del trópico… lo cual, dicho sea de paso, me lleva a caer en cuenta de la pésima educación que recibí, y de cómo esa rémora no la padezco solamente yo sino que es común a la mayoría de guatemaltecos, desde los de más abajo hasta los de más arriba. ¡Cuánta desventaja provoca en nosotros esa brecha respecto de otros países que se toman más en serio el cultivo intelectual de su ciudadanía!

Pero basta de quejas. Buscando compensar mis limitaciones acudí en busca de ayuda. “Olvidate de Bretton Woods”, me aconsejó Fernando Carrera. “El arreglo no es monetario, sino fiscal: impuestos y gravámenes. Los que ganan más tienen que financiar a los que no están ganando tanto”. Punto.

La transformación, sostiene Carrera, se logra a través de una política fiscal que incluye dos instrumentos: cobrar impuestos e invertir ese dinero en políticas públicas. “No hay otra manera, dentro del capitalismo, de generar igualdad y estabilidad social si no es con educación gratuita, acceso universal a la salud, transporte subsidiado, vivienda digna, acceso a agua, electricidad, conectividad; bienes públicos que aseguran oportunidades para todos. Bretton Woods no tuvo nada que ver con eso. El milagro de la igualdad en el capitalismo tuvo que ver con un fenómeno fiscal, esencialmente”.

Di con un documental[iv] a prueba de cabezas de chorlito como la mía, cuyo protagonista, Robert Reich, ministro de trabajo durante el primer periodo de gobierno de Bill Clinton, explica las cosas con una sencillez pedagógica admirable. La clave para entender el problema de la desigualdad –señala– es que, desde finales de los años setenta, mientras la economía siguió creciendo pujante, los salarios se estancaron.

Algo pasó a finales de los setenta: la producción fabril empezó a desplazarse de los centros hacia las periferias, eran los inicios de una revolución tecnológica liderada por el auge de la computadora personal, hubo un movimiento para desregular los mercados financieros y los sindicatos estaban declinando en relación proporcional al declive de la clase media en el ingreso nacional. En resumen: globalización y tecnología[v].

Hubo un notable debilitamiento de los sindicatos en esa época, reprimidos –según Reich– tras el brote de un gran número de empresas en otras partes del mundo cuyos trabajadores, al no contar con organizaciones de base, aceptaban mayores cargas laborales sin exigir a cambio mejores prestaciones y salarios. Los propietarios, con la ayuda de los gobiernos, se limitaron entonces a desplazar la presión hacia abajo. La industria globalizada produjo más, aumentó la rentabilidad de sus operaciones, obtuvo más utilidades, se volvió –en suma– más eficiente y competitiva… a expensas de la clase obrera, en cuyos hombros recayó el peso de los ajustes.[3]

Este fenómeno es crucial para entender por qué a partir de ahí la desigualdad dentro de los países, y sobre todo la polarización, vienen agudizándose cada vez más: las pobrerías desempleadas aumentan en número y en niveles de miseria, el trabajador raso tiene que fajarse el doble y endeudarse el triple para seguir a flote, la clase media calificada ya no sabe qué es vivir bien… mientras los súper ricos arrasan para sí con lo que hay. Todo lo contrario de lo que, hablando en el idioma del liberalismo clásico, necesita el mundo: hasta hace veinte o treinta años (antes del auge del capitalismo financiero-especulativo, seguido del capitalismo en su fase informacional), una economía estable se lograba con una clase media sólida, lo cual es incompatible con el modelo neoliberal, que concentra la bonanza en los archimillonarios. No había manera de sostener la economía a largo plazo sin una clase media fuerte, dinámica y (esta es la palabra clave) creciente.[4] Así pues, el problema con la concentración de la riqueza en los súper ricos es que el consumo, del que depende la economía capitalista para funcionar, está decreciendo: la mayoría de dinero acumulado no es dinero que produce bienes de consumo, sino excedentes guardados que sólo acumulan intereses, generando más dinero sin hacerlo circular en el mercado.

Nick Hanauer, por ejemplo, es heredero de una de las mayores fábricas de almohadas y edredones del mundo, pero decidió además, por su lado, fundar una compañía de inversión de capitales que le retribuye entre diez y treinta millones de dólares anuales.

Alguien como yo, que gana mil veces más que un típico estadounidense, no compra mil almohadas al año. ¡Hasta los más ricos duermen con una o dos almohadas solamente! Tengo el más lujoso de los Audi, pero sigue siendo un sólo Audi. Con mi familia podemos salir a comer fuera de casa un cierto número de veces al año, podemos cortarnos el pelo una cantidad limitada de veces al año; a mí me basta con comprar tres pares de jeans al año, no necesito tener 300 pares[vi].

El problema, por lo tanto, es que los súper ricos gastan demasiado poco en relación con lo mucho que devengan. No generan una actividad económica suficiente. Alguien que gana diez millones de dólares al año no se gasta todo ese dinero, sino que lo ahorra, y esos ahorros van a cualquier parte del mundo obteniendo los más altos rendimientos, los mayores retornos en mercados especulativos que no aportan ningún tipo de beneficio social.

Cuando alguien, queriendo evitar la etiqueta de rico, se autodenomina un ‘generador de empleo’, no está describiendo el modo como funciona la economía. No somos los súper ricos los que generamos empleos, sino nuestros clientes. El centro del universo económico son ellos, la clase media, no nosotros. En cada lugar que uno mire en el planeta y halle prosperidad, encontrará inversiones a gran escala en las clases media y baja porque, en definitiva, son ellos los auténticos generadores de trabajo. Amazon emplea a 60 mil personas[5] y genera entre 60 y 70 mil millones de dólares anuales en ventas; pero si la tienda de papá y mamá generara 60 o 70 mil millones de dólares al año, no tendrían 60 mil empleados: serían 600 mil, u 800 mil, o un millón de empleados, porque esos modelos de negocio son mucho menos eficientes[vii].

Paradójicamente, es esa ineficiencia relativa la que permite que la economía en su totalidad permanezca saludable:

Ni la globalización ni la tecnología han reducido la cantidad de empleos,[6] pero sí han reducido los salarios, y al mismo tiempo el costo de la vida ha aumentado: la vivienda es más cara, la asistencia médica es más cara, la educación es más cara. A la gente le preocuparía menos la desigualdad y la acumulación de la riqueza si todos tuvieran la oportunidad de triunfar, pero ocurre que al crecer la desigualdad en los ingresos, el índice de ascenso social se reduce en relación a como crecía antes. Al aumentar y fortalecerse la clase media crece la productividad (porque la clase media está compuesta esencialmente por gente trabajadora), aumentan los salarios, aumenta el consumo, con lo cual las empresas crecen y contratan a más empleados, con lo cual aumenta la recaudación impositiva, con lo cual [se supone] el Gobierno invierte más en la sociedad, con lo cual la clase trabajadora recibe mejor educación. Esa es la manera en la que la prosperidad genera más prosperidad. Pero hoy, con la concentración que hay, eso no ocurre[viii].

Pienso ahora en los libertarios y su argumento en oposición al pago de impuestos “porque es un robo”, y al respecto se me ocurre insinuarles que el problema en todo caso no es renunciar a ese dinero si a cambio obtienen otros beneficios, otros satisfactores. De hecho, para que la economía funcione el dinero debe gastarse, debe circular. De modo, pues, que el Gobierno no nos roba cuando nos cobra impuestos; nos roba cuando no invierte esos impuestos en hacer crecer la economía, es decir, en no hacer crecer y fortalecer a la clase media… algo que –insisto– en países como Guatemala empieza por sacar a la gente de la pobreza.

Cuando la clase media no participa de las ganancias de la economía es porque los salarios se estancan en relación con el crecimiento de la inflación, con lo cual la clase trabajadora consume menos, con lo cual las empresas reducen su tamaño en cantidad de empleados y en utilidades, con lo cual disminuye la recaudación fiscal, con lo cual el Gobierno recorta su inversión pública, con lo cual la gente recibe educación más escasa y de menor calidad, con lo cual aumenta el desempleo[ix].

Uno de los efectos más nocivos de la concentración de tanta riqueza en manos de una exclusiva plutocracia es que todo ese dinero habilita la capacidad de controlar la política, lo cual amenaza seriamente el siempre frágil equilibrio democrático. Es lo que ha venido ocurriendo de manera creciente desde finales de los años setenta: los gobiernos responden cada vez más al cabildeo de las grandes multinacionales y cada vez menos a las demandas de la ciudadanía a la que dicen representar. En el año 2010 Wikileaks reveló, por ejemplo, que para cuidar sus intereses la petrolera Shell tenía hombres colocados en todos los ministerios del gobierno de Nigeria. Su libertad de acción les permite hacer negocios en Estados fallidos, alterar los precios del mercado y destruir el medio ambiente, señala Juan Pérez Ventura en el sitio web El orden mundial en el siglo XXI. “Son los nuevos colonizadores en África, y siguen peleando por repartirse el tesoro”.

Tampoco es que haga falta ir tan lejos para constatarlo: se sabe que, sólo en el año 2014, las principales empresas de la industria farmacéutica invirtieron 40 millones de euros en acciones de lobby, quince veces más que lo destinado por las organizaciones civiles en defensa de la sanidad pública o de la mejora al acceso a los medicamentos. Un estudio hecho público por el Observatorio Corporativo Europeo reveló que las farmacéuticas presionan para impulsar el Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP), intentando prolongar el lapso de concesión de patentes, combatir los medicamentos genéricos y reducir aún más la transparencia sobre los ensayos clínicos en los nuevos fármacos. “Las grandes farmacéuticas están utilizando el TTIP como una oportunidad para cimentar mayores períodos de monopolio, precios de medicamentos más altos y nuevas medicinas con limitado valor terapéutico”, concluye el documento.

Y en el contexto nacional tenemos la sistemática labor de incidencia del sector privado organizado en las altas esferas del gobierno, con resultados que van desde colar a gente afín a sus ideas en el gabinete, el congreso, las cortes de justicia y la junta monetaria, hasta el bloqueo reiterado a cualquier intento serio de reforma fiscal. El mismo Banco Interamericano de Desarrollo y la Universidad de Harvard establecieron tajantemente en 2006 que no había, en toda América Latina, otro país cuya cúpula empresarial influyera en la formulación de políticas públicas tanto como en Guatemala.

Bien. Debo reconocerle al documental protagonizado por Reich el haberme ayudado a despejar varias dudas importantes. No obstante, quedaban algunas zonas borrosas. Por ejemplo: ¿cómo funciona la denominada ‘cooperación para el desarrollo’?

Esto fue lo que hallé en una pequeña cápsula en video:

Las naciones más prósperas buscan compensar la creciente desigualdad ofreciendo ayuda a las más pobres: cerca de 130 mil millones de dólares por año. Lo que no se dice es que, al mismo tiempo, las grandes corporaciones extraen de las naciones pobres alrededor de 900 mil millones de dólares (es decir, casi siete veces más de lo que éstas reciben), basados en la especulación y la manipulación de los precios del comercio internacional. Además, las naciones pobres pagan 600 mil millones de dólares anuales por préstamos. Y encima, están los recursos que las naciones del tercer mundo pierden por normas internacionales impuestas por las naciones ricas, que les permiten tener acceso a recursos. Los economistas de la universidad de Massachusetts calcularon que esto les cuesta a los países pobres otros 500 mil millones de dólares. Si se pone junto resulta que, todos los años, fluyen dos billones [léase: dos millones de millones] de dólares desde los países pobres hacia los países ricos. Las naciones ricas aman decir que están ayudando a los países pobres a desarrollarse, pero ¿quién está realmente ayudando a quién? Eso hace pensar que hay cosas profundamente equivocadas en las reglas de la economía global[x].

El planteamiento anterior nos regresa a la denuncia esgrimida por los economistas que, en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado, formularon la teoría de la dependencia. No todos piensan igual, por supuesto. Ya lo previene el adagio: Ponga usted a dos economistas en una discusión y verá cómo de ahí salen tres opiniones distintas.

Fernando Carrera intenta poner las cosas al día y en su sitio: “El capitalismo puede funcionar sin necesidad de la dependencia”, asegura. “China, Vietnam, Costa Rica, Uruguay son ejemplos de economías que en los últimos cincuenta años desdicen esa teoría”.

La teoría de la dependencia postula que el capitalismo sólo puede funcionar si la economía de un lado gana y del otro pierde, de modo que pertenecer al grupo de los países exitosos equivale a explotar a los países que no lo son, en una clara estructura centro-periferia donde la periferia es explotada por el centro: el centro existe porque hay periferia, y la periferia existe porque hay centro. Pero está demostrado que el capitalismo puede ser incluyente a nivel global. De hecho, una de las razones por las que surgen las metas del milenio propuestas por la ONU es porque eso es posible en el capitalismo: hoy, el capitalismo genera tales niveles de producción que ya en Davos[7] se debate la posibilidad de garantizar el ingreso mínimo para todos, algo que ni siquiera tiene que ver con el salario ni con el trabajo, sino de asegurar que todos dispongan del ingreso básico necesario para vivir dignamente. Esas discusiones son posibles por la cantidad exorbitante de riqueza que genera el capitalismo. Hace cincuenta años, para erradicar la pobreza en el mundo era necesario quitarle a alguien. Hoy, en cambio, el volumen de la riqueza global se ha disparado a niveles que permiten lo que muy acertadamente ha señalado Jeffrey Sachs cuando dice que esta es la primera generación en la que ya no tendría por qué haber pobres[xi].

¿Asegurar que todos dispongan del ingreso básico necesario para vivir dignamente? Alto ahí. En primer lugar, aclaremos que se trata de una posibilidad que apenas empieza a discutirse en las altas esferas, por mucho que la idea no sea nada nueva: cuesta creer que haya sido Milton Friedman, recalcitrante tótem de la llamada Escuela de Chicago y uno de los sumos sacerdotes de la corriente neoliberal, quien abogó en 1962 para que el Estado garantizara ingresos de base mediante un “impuesto negativo sobre la renta”. Lo hizo también, cinco años más tarde, el activista Martin Luther King al asegurar que la pobreza podía abolirse de manera directa implementando una política de ingreso base garantizado. Richard Nixon fracasó poco después en su intento de poner en marcha una versión de la idea planteada por Friedman, y George McGovern, su rival en las elecciones presidenciales de 1972, sugirió también la aplicación de un ingreso base anual asegurado en calidad de política pública.

Y en segundo lugar, aun si la iniciativa lograra convocar el entusiasmo de la plutocracia reunida en Davos, habría que despejar una escabrosa cuestión: ¿qué tan digna puede ser la existencia para un ser humano si su incorporación al sistema depende del excedente de quienes, teniendo tanto, no alcanzan a derrocharlo todo, y optan entonces por transferírselo a las pobrerías desahuciadas? ¿Cómo lidiar con el previsible golpe en la autoestima de aquellos que, de pronto, por decreto, pasarían a vivir de regalado en compensación por el hecho de negárseles las oportunidades para labrarse un destino propio y autónomo? ¿Qué clase de ‘solución’ es la que, en vez de dedicarse a resolver los problemas estructurales del sistema (atacando sus causas), se limita a ofrecer remedios de parche (mitigando sus efectos)?

“¡Es la vuelta al comunismo!”, ladró alguien desde el seno mismo del Foro Económico Mundial. Carrera repone, socarrón: “¿Desde cuándo el uno por ciento más rico se pronuncia a favor del comunismo?”. Y vuelve a la carga: “Lo que quiero enfatizar con esto es que, hoy, la viabilidad y la sustentabilidad del capitalismo a nivel global no depende de la estructura económica centro-periferia que, aclaro, sí representó la realidad hasta los años noventa; pero en el siglo veintiuno eso ya no es así, como resultado de cómo evolucionó la economía a nivel mundial, con niveles de productividad altísimos”. Pensemos –dice– en cómo las computadoras transformaron el mundo en términos de incremento de la productividad, e imaginemos lo que se nos viene con el desarrollo de la inteligencia artificial:

Se calcula que entre un 45 y un 50 por ciento de los empleos de clase media van a desaparecer en los próximos cuarenta años, al ser sustituidos por aplicaciones tecnológicas derivadas del desarrollo de la inteligencia artificial. Por eso es que aparece la idea de universalizar el ingreso básico: porque la automatización industrial genera desempleo en la clase obrera, y la inteligencia artificial se traducirá en desempleo para la clase media, generadora de trabajo intelectual. Si le seguimos la pista al Foro Económico Mundial, que es donde se observan las tendencias, cualquier finquero pseudocapitalista diría que cada vez se está volviendo más comunista, porque se pronuncia a favor de la sustentabilidad ecológica y la conservación de la biodiversidad, lejos de abogar por la industrialización masiva de los sectores que el oligarca chapín pretende explotar[xiii].

No sé. Algo no cierra en mi ecuación. En esta esquina, Reich me habla de una paradoja: promover modelos de negocio menos eficientes como táctica para generar más empleos y, con ello, asegurar un capitalismo más ancho, más robusto, más dinámico, mejor oxigenado; y en esta otra, algunos mandamases de Davos sugieren (sin encontrar aún mucho eco entre sus pares) una política de protección social para resolver las asimetrías que ocasiona el sistema del que siguen beneficiándose a manos llenas.

¿A quién de los dos hacerle caso? Ponga usted a dos economistas y verá cómo de ahí salen tres hipótesis distintas. E invitemos a un tercero, así sea por el gusto de avivar la controversia: Jonathan Menkos, director ejecutivo del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, hace referencia a un ejercicio de investigación en el que participó, y que permite observar que con una renta básica universal de 175 quetzales mensuales por persona Guatemala podría eliminar la pobreza extrema.

Entre 2019 y 2030, esta medida podría aumentar el crecimiento potencial de la economía hasta en un cincuenta por ciento y generar nuevos empleos que, para 2030, sumarían cerca de 4.7 millones (33 por ciento de la población en edad de trabajar en ese año), repartidos en todo el territorio nacional y en los sectores agrícola, industrial y comercial. Con una mirada fiscal moderna y una reforma profunda en este ámbito, el país podría contar con recursos para financiar la renta básica universal y otros programas públicos destinados a educación, salud y alimentación, desarrollo rural y transformación productiva, acceso a crédito, vivienda y servicios públicos, seguridad y justicia.

“Sí es posible un mundo sin miseria”, concluye Menkos, “pero se requiere una política económica, fiscal y social para el beneficio de todos, con nuevas responsabilidades entre lo público y lo privado”.

En cualquier caso, a lo largo de los casi 200 años transcurridos entre principios del siglo XIX y finales del XX la estadística[xiv].

arroja índices más o menos constantes de desigualdad dentro de las naciones, a la vez que muestra una disparidad al alza entre las naciones.

Por lo demás, mejor tiro la toalla, cierro los libros, apago la tele, me olvido de recetas teóricas y sigo con lo mío, que es contarles del viaje que me llevó de arriba abajo por toda Guatemala.

 

[1] “El sistema concebido en Bretton Woods se aplicaba a la economía internacional e intentaba lograr el equilibrio externo en el plano nacional gracias a la disciplina monetaria y fiscal implícita que se asocia con el mantenimiento de tipos de cambio fijos”. op. cit., p. 389.
[2] Entre 1980 y 1990, los ingresos medios por habitante disminuyeron un 0.3 por ciento al año en la región, y el crecimiento medio cayó en picada, pasando de 6.6 por ciento entre 1970-75 a 0.5 por ciento entre 1980-82.
[3] La transnacionalización industrial corporativa es señalada también, en su afán de productividad, de ocasionar daños en el ambiente y descuidar la calidad de los artículos fabricados.
[4] En países como Guatemala no basta con proteger a la escasa clase media que ya existe. Es necesario, también, implementar políticas que permitan sacar de la pobreza a las mayorías marginadas, para que la clase media no sólo sea más pujante, sino más amplia.
[5] El resto del trabajo se hace con robots y con software: protocolos automatizados y computadoras.
[6] Algunos párrafos más adelante veremos cómo, al parecer, la automatización de la industria y los adelantos tecnológicos en el campo de la inteligencia artificial provocarán una drástica reducción en la demanda de mano de obra humana.
[7] El Foro Económico Mundial (World Economic Forum, WEF), también llamado Foro de Davos, es una fundación sin fines de lucro con sede en Ginebra, que celebra su asamblea anual en el Monte de Davos, Suiza. Se reúnen ahí “los principales líderes empresariales, los líderes políticos internacionales y periodistas e intelectuales selectos para analizar los problemas más apremiantes que afronta el mundo; entre ellos, la salud y el medio ambiente desde 1991”. (Fuente: Wikipedia).
[i] América Latina: sistema monetario internacional y financiamiento externo (1986). Proyecto conjunto del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Comisión Económica para América latina y el caribe (CEPAL).
[ii] Op. cit., p. 180.
[iii] Op. cit., p. 182.
[iv] Desigualdad para todos (2013), del realizador Jacob Kornbluth.
[v] Reich: op. cit.
[vi] Hanauer: op. cit.
[vii] Hanauer: op. cit.
[viii] Reich: op. cit.
[ix] Ibídem.
[x] Tomado del sitio web UPSOCL.com.
[xi] Carrera: entrevista personal, enero 2017.
[xii] Ibídem.
[xiii] Per Molander:The anatomy of inequality: its social and economic origins –and solutions(Melville House, 2016, p. 50).