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Smiley face

No es lo mismo diferencia que desigualdad, decíamos.

Así pues, partiendo ya no de lo que nos hace desiguales sino de lo que nos hace distintos, únicos, irrepetibles, ¿no sería interesante darle la vuelta al calcetín y plantear el asunto al revés, indagando más bien acerca de lo que tenemos en común? A todas luces son muchos más los rasgos que nos asemejan y emparentan, y mucho menos los que nos diferencian y separan. Desde un punto de vista molecular, cromosómico, evolutivo, somos muy poco diferentes.

¿En qué nos parecemos? Tenemos, para empezar, un mismo origen. La taxonomía científica al uso nos otorga el nombre de Homo sapiens sapiens. Esa es, podríamos decir, nuestra cédula de identidad, nuestra etiqueta, nuestra denominación como especie particular dentro del vasto conjunto de seres vivientes.

Considerando la evidencia recabada hasta la fecha se estima que todos –todos, sin excepción– compartimos una misma raíz africana. Ya sólo eso aporta cierta base suculenta para meditar acerca de qué tan racionales son los alegatos que insisten en la pretendida superioridad de unas ‘razas’ respecto de otras.

De espaldas a prejuicios y negacionismos de diversa índole (étnicos, religiosos, políticos, culturales) todo parece indicar que, hace algunos millones de años, nuestros antepasados homínidos made in Africa se vieron enfrentados a un devastador cambio climático; una helada probablemente, que los habría obligado a descender de la comodidad de su hábitat natural, los árboles, en busca de nuevos territorios y fuentes de alimentos.

El devenir evolutivo de aquellos primates en crisis alimentaria los llevó no a competir en fuerza con las temibles fieras que habitaban zonas aún por explorar, aún por domeñar, sino en superarlas en inteligencia. Fue así como una población estimada en dos mil Homo erectus fue adaptándose a las necesidades del ambiente hasta convertirse en Homo sapiens y, hace unos cien mil años aproximadamente, migrar del África y dispersarse por el resto del mundo hasta conquistarlo.

Inteligencia, adaptabilidad, propensión migratoria, afán de conquista… uno por uno aparecen esos rasgos que, nos guste o no, para bien o para mal (normalmente en ambos sentidos a la vez) nos asemejan, distinguiéndonos como especie.

Fuimos extendiéndonos a un ritmo de cuarenta kilómetros al año según investigaciones recientes. Para conseguirlo tuvimos que renunciar a la estabilidad, asumir el cambio como una constante y acostumbrarnos al nomadismo. Aprendimos a caminar sobre dos patas, lo cual, por un lado, provocó modificaciones en los huesos de la pelvis, y por otro lado nos permitió liberar las manos y reducir la demanda de energía en el cuerpo, dirigiéndola hacia el cerebro.

Con sus manos, los abuelos de los abuelos de nuestros abuelos desarrollaron todo tipo de herramientas para sobrevivir y modificar el entorno, y con su cerebro (cuya masa representa apenas un dos por ciento del cuerpo humano, pero emplea una quinta parte de la energía que produce) ha llegado a dominar el mundo.

Pero el cráneo, al ir aumentando de tamaño, dificultaba el proceso de parto, ya que el canal de nacimiento en la madre no era lo suficientemente amplio para permitir su paso. Así se aclara, al parecer, la causa de la prolongada e indefensa infancia de nuestra especie: nacemos, digámoslo así, demasiado pronto.

Los evolucionistas sostienen que ese antecedente explica por qué los seres humanos somos gregarios. Eso nos permite transmitir conocimientos, organizarnos en sociedad y coordinar acciones: un individuo no estaría en condiciones de vencer las amenazas circundantes ni sería capaz de protegerse a sí mismo y a sus hijos, pero dos o más individuos organizados podrían lograrlo sumando fuerzas. Es ahí, también, donde podría hallarse la raíz del desarrollo del lenguaje y del pensamiento simbólico, la capacidad de representar lo intangible: la palabra, la escritura, las matemáticas, el arte; es decir, prácticamente todo lo que nos caracteriza como humanos.

Total que, a lo largo de su devenir evolutivo, la humanidad ha dado asombrosas muestras de ingenio en procura de su bienestar. Es una pena que a estas alturas de la historia, justo cuando pareciéramos haberlo logrado prácticamente todo, la ambición y la codicia de una minoría plutocrática amenacen el precario equilibrio que nos sirve a todos –incluso a ellos– de base y de sustento.

Una pena, y un sombrío presagio.