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Smiley face

En el kilómetro 148 de la ruta Interamericana (en realidad es un poco más allá, casi llegando al 150), a la altura de Santa Lucía Utatlán, Sololá, hay un desvío que conduce a Santa Clara La Laguna, municipio de habla k’iche’, y a Santa María Visitación, territorio kaqchikel, pueblos históricamente confrontados entre sí debido a intrigas cuyo origen se remonta a los tiempos de la conquista española. Luego empieza el descenso serpenteante y vertiginoso por un camino a ratos demasiado estrecho para ser de dos carriles, al que recubrieron con asfalto hace tan sólo diez años pero que ahora, por exceso de uso y nulo mantenimiento, se encuentra literalmente hecho polvo, cundido de baches, tramos de grava suelta e intervalos a medio pavimentar.

Abajo se vislumbran, apacibles, impertérritos, los pueblos asentados al oeste del lago de Atitlán: San Pablo La Laguna, San Marcos La Laguna, San Juan La Laguna, San Pedro la Laguna. Uno cree que va bajando la ladera empinada de una montaña pero no: son restos de volcanes reventados por una explosión de proporciones bombásticas, jupiterianas, ocurrida hace ochenta mil años aproximadamente. Una enorme caldera subterránea dormía por debajo de los macizos que despuntaban en esta zona en aquel entonces, hasta que el agua filtrada desde la superficie, al calentarse en contacto con la materia incandescente que yacía en el fondo, generó tanto vapor que la presión interna fue insostenible. Vestigios minerales del estallido resultante han sido encontrados en los sedimentos del fondo del lago Petén Itzá, e incluso en lugares tan remotos como Panamá. Unos doscientos kilómetros cuadrados de vegetación fueron súbitamente borrados del paisaje. La mayoría de los ecosistemas preexistentes murieron a raíz del cataclismo.

La gran caldera quedó, así, expuesta a la intemperie. Con el tiempo, el agua que bajaba de los ríos acabó por enfriarla del todo hasta convertirla en roca sólida. Es el origen, hace 35 mil años, del lago de Atitlán, paraíso natural en progresivo deterioro que en su momento el escritor británico Aldous Huxley tuvo la osadía de describir como el más bello del mundo. En los últimos puntos aún hirvientes de la caldera se formaron, más adelante, los tres volcanes que hoy conocemos: el San Pedro (hace 30 mil años), el Tolimán y el Atitlán (17 mil años), además del llamado Cerro de Oro, domo de lava surgido hace unos cinco mil años[i].

Descendemos, poco a poco, bordeando cerradísimas curvas, la pared casi vertical de roca fracturada que alguna vez fue entraña de volcán. “Todas las laderas de cañones y de la caldera son sumamente inestables y propicias a deslizamientos, lo cual implica que son zonas de alto riesgo para infraestructura y viviendas”, concluye un estudio para el ordenamiento territorial de los municipios de esta cuenca[ii]. Cada vez que paso por acá, el paisaje embriagador que se ofrece a la vista justo delante me deja estupefacto. Es de una belleza prístina, vulgar casi, como la de aquellas postales kitsch con los colores alterados a base de filtros y efectos de Photoshop… con una gran diferencia: esto que tengo ante mis ojos es, en cambio, inconcebiblemente real. Cercano. Palpable.

San Pedro La Laguna ha crecido bastante desde que viví ahí hace dieciocho años. Yo recuerdo matorrales de café, plantaciones de cebolla, mucho menos circulación de vehículos, poquísimos casos de delincuencia común, cero zumbido impertinente de tuc-tucs, una penetración evangélica apenas sugerida en el nombre de uno que otro colegio u hotel, y montones de perros en jaurías a veces temibles. Ahora quedan los cafetales que flanquean, polvorientos, el camino en pésimo estado; de los campos de cebolla no veo ni rastro; montones de buses y motos y tuc-tucs y picops van y vienen dando tumbos, sorteando baches; una calzada de cemento construida justo antes de ingresar al casco urbano, y que desvía por un lado a los que entran y por otro a los que van de salida; una cantidad escandalosa de templos evangélicos y paredes pintadas con frases bíblicas; un comercio local muchísimo más nutrido; hordas de mochileros que llegan a instalarse unos meses atraídos por los precios, la fiesta, el menudeo de drogas, las costumbres relajadas y el colorido de la naturaleza; cierto predominio de turistas y comerciantes hebreos; un apogeo invasivo de bares y comedores y puestos de artesanías y talleres de tatuado y ventas de artículos de primera necesidad; feas construcciones de block desnudo, gris, que se levantan por doquier dos, tres, cuatro pisos por encima del suelo; un sistema de tarifas reguladas para evitar abusos en el cobro de los pasajes para transportarse en lancha; ruinas de paredes y techos engullidos por el lago, cuyo nivel ha crecido varios metros; la misma sobrepoblación canina y mucho, muchísimo más bullicio en las calles.

Las garras del alcoholismo y el abuso de otras drogas duras ha hecho mella ya no sólo en los extranjeros que acaban quedándose a vivir acá, sino también en la juventud local, que no duda en ofrecerse de enlace para la compraventa de narcóticos como una manera fácil de costear sus adicciones. Otros jóvenes, en cambio, igualmente hartos de la constreñida tradición heredada por sus padres y abuelos, ensayan formas menos drásticas para escapar de un futuro que los ata a la tierra y los condena a la pobreza. Es el caso de los tuctuqueros, una manera potencialmente redituable y socialmente permitida de apartarse del rebaño. Conozco a decenas de ellos, patojos en su mayoría, ninguna mujer, repartidos en San Marcos, San Juan, San Pedro, Santiago, San Lucas, San Antonio, Santa Catarina y Panajachel. La historia es casi siempre la misma y se parece mucho, por ejemplo, a la de Evaristo:

Perteneciente a una familia de campesinos kaqchikeles analfabetas, llegado a la pubertad Evaristo se rebeló contra la piocha y el azadón. Algo, sin duda, tuvieron que ver las nociones básicas (leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, dividir) que aprendió en la escuela junto con otros seis hermanos suyos, liberados también, cada uno a su manera, del cultivo de la tierra como medio único de subsistencia. Evaristo no fue el primero de la familia en desertar, pero sí el que la ha tenido más clara desde el principio. Adelantándosele, varios parientes cercanos decidieron ir a probar suerte a Estados Unidos. Dos de ellos perdieron la vida en el camino.

Haciendo acopio de algo de dinero que cayó en sus manos vía remesas, sumado ello al préstamo que obtuvo de cierto cacique local con quien trabajó hace años, realizando oficios domésticos, por fin Evaristo juntó lo necesario para enganchar un tuc-tuc. El resto espera irlo pagando de a poquitos con lo que gane llevando y trayendo pasajeros. ¡Hay que verlo sintiéndose ungido y orondo al timón de su nave, adornada con calcomanías y luces de colores! Quién sabe cuánto tardará en salir, si es que puede, de deudas. Quién sabe si logrará pasar de zope a gavilán: la posmodernidad es cautivadora, la idea de ser taxista es atractiva y cada vez hay más competencia.

No son pocos los sampedranos que, al ver amenazadas sus raíces, sus costumbres, su cultura, y preocupados por la decadencia estética y la contaminación ambiental de su comunidad, han querido afrontar el problema y hallarle soluciones. Mauricio Méndez Puac, alcalde municipal desde hace diez meses, es uno de ellos. A media mañana nos citamos con él en su despacho. Vamos muy a tiempo, ingresando al centro del casco urbano, donde la apretazón nos estanca y terminamos dilatándonos un poco. Llamamos para excusarnos. El alcalde nos espera ya, y gira instrucciones para que podamos aparcar el picop a un costado del ayuntamiento. Se lo agradecemos infinitamente, sabidos del montón de equipo que hemos de subir por las gradas.

Laura Corrales

Mauricio es el signatario y principal promotor del Acuerdo 111-2016 para la erradicación de la bolsa plástica, el duropor y la pajilla. “Las cámaras empresariales nos critican”, admite; “pero más del sesenta por ciento de la comunidad nos apoya”. Sabe que San Pedro depende en buena medida del turismo, y entiende la importancia de la sustentabilidad ambiental para garantizar el flujo de visitantes. Es consciente, además, de que una certificación verde se traduce en más y mejores oportunidades para comercializar el café que se cultiva en las faldas del volcán.

Al asumir el cargo –nos cuenta– le tocó inaugurar la planta de tratamiento, que tenía una proyección de veinte años de vida útil. Seis meses después se dieron cuenta de que su capacidad estaba a punto de llegar a la mitad. ¿El tipo de basura más abundante? Bolsa plástica, duropor y pajilla. “La cultura de separación de desechos venía impulsándose desde administraciones anteriores, pero no en serio”, explica. “Por costumbre no se hacía, por necesidad tampoco; entonces probamos por imposición. La prensa nos comprometió al denominarnos municipio ecológico. No lo somos, pero esa es nuestra meta. Yo soy ave de paso y me voy en tres años, pero la idea es que la próxima corporación municipal tome la estafeta y consigan volver a usar los materiales que utilizaban nuestros abuelos: la hoja de maxán, la portaviandas, la servilleta, el morral. La diferencia es que el plástico tarda 150 años en degradarse, mientras que la hoja de maxán es reciclable, orgánica”.

Tz’utujiil de nacimiento, y arquitecto de formación, Mauricio lleva doce de sus 43 años involucrado en la política. Fue presidente de la Asociación de Estudiantes de Arquitectura de la Universidad de San Carlos, en la capital, donde estudió tras graduarse en el Colegio de Infantes. “Ahí conocí la discriminación y sentí el deseo de volver a San Pedro y hacer algo por mi pueblo”, recuerda. Perfectamente bilingüe, domina el español al dedillo y exhibe una capacidad de oratoria envidiable. Habla del esfuerzo de sus padres para sacarlo adelante a él y a sus tres hermanos mayores. Se le iluminan los ojos al hablar de Tzununiá, “el colibrí del lago”, que es como los nativos sampedranos denominan a su terruño de origen, donde Mauricio pasó la infancia y se crió “como un niño cualquiera” hasta terminar el sexto grado de primaria.

Laura Corrales

Considera que Guatemala es un país muy rico en todo sentido: “Otra cosa es que nos estén empobreciendo”, acota con maña. Entonces trae a colación aquel eslogan que nos describe como el país de la eterna primavera y se lamenta, con ribetes de lirismo: “Hoy, esa eterna primavera se nos está perdiendo en el horizonte. Estamos perdiendo un potencial que nos puede enriquecer mucho emocional, sentimental, espiritual y económicamente”. Si nuestra nación se encuentra estancada –subraya–, eso se debe al paternalismo, esperando que todo lo resuelva el Estado. “Nos falta voluntad para activar la riqueza que tenemos. Somos un diamante en bruto. Pienso que el cambio estructural debe darse por contagio, metamorfosis, sin depender de nadie más que de nosotros”, agrega, y yo compruebo con asombro cuánto ha calado la publicidad de refrescos de cola que transmiten ese mismo mensaje, las mismas palabras casi, en la voz del exitoso cantautor Ricardo Arjona: “El cambio está en uno mismo”.

Le pregunto qué regiones del mundo le gustaría visitar y conocer. “Tengo pasaporte pero no me interesa ninguna visa porque mi país lo tiene todo”, responde, como si aún estuviera en campaña. “Mi aspiración es darle la segunda vuelta a Guatemala con mi hijo de nueve años, mi esposa y el resto de mi familia. Ese es mi sueño. La riqueza está acá. Lo demás es añadidura, no me quita el sueño conocer otro país”.

No son pocas las iniciativas que surgen en pro de la conservación de este otrora “lago más bello del mundo”, pero al momento de querer implementarlas surgen tres problemas principalmente: desconocimiento, falta de consenso y opacidad en los medios que pretenden emplearse para alcanzar los objetivos. Recuerdo haber entrevistado hace años a Sergio Lavarreda, dos veces alcalde de Panajachel y ex ministro de Ambiente y Recursos Naturales. “Lo primero debería ser unificar la política ambiental para no duplicar esfuerzos ni dilapidar recursos”, me dijo esa vez, franco y sin rodeos. “Cuando fui ministro, me volé las consultorías porque cobran una barbaridad. Las oenegés no me quieren, tampoco las agencias de cooperación. USAID dona una parte, pero presta otra, y condiciona su apoyo a cambio de contratación de técnicos caros y compra de vehículos gringos”.

Abundan las buenas intenciones para “salvar” el lago. Todas ellas creen contar con la mejor de las ideas, con la solución definitiva. El ansia de protagonismo condena de antemano cualquier posibilidad de cooperación. Y la ignorancia, que es temeraria y es atrevida, ha sido causa de experimentos desastrosos. Iván Azurdia, ex director de la Autoridad para el Manejo Sustentable de la Cuenca del Lago de Atitlán y su Entorno (AMSCLAE), me contó de la vez que se le acercó un acaudalado chaletero,[1] amigo suyo, ofreciéndose como voluntario para esparcir, desde su helicóptero, toneladas de cloro para “blanquear” las aguas. Algo no muy distinto de lo que, con absoluto descaro, nuestra ex vicepresidenta Roxana Baldetti intentó justificar como remedio para descontaminar el lago de Amatitlán, ¿recuerdan?

Pero el fondo del problema va más allá de medidas superficiales y acciones precipitadas. En resumen: la cuenca de Atitlán alberga a más de cien mil personas. Cuatro de cada cinco de ellas sobreviven con menos de dos dólares diarios. No hace falta ser demasiado listo para entender que cualquier solución integral para el ecosistema pasa necesariamente por procurar el desarrollo de toda la región.

Por la tarde enfilamos rumbo a Panajachel, principal destino turístico del lago y refugio de muchos capitalinos que, como María Isabel Arévalo, encontraron ahí un sitio más saludable, armonioso y barato donde vivir. A la mañana siguiente, muy tempranito, acudimos a la terraza donde imparte clases de yoga. Dejamos el carro en la esquina del parque, contiguo a la iglesia católica y desde ahí, a pie, nos adentramos en un laberinto de callejuelas de adoquín minadas de plastas de caca de perro.

Laura Corrales

Aparte de las prácticas orientales, que la ayudan a conservarse en forma y le reportan algún dinero, María Isabel es díyei, maestra de arte y pertenece al colectivo Artitlán, desde donde contribuye a generar conciencia ecológica a través del arte para la conservación del lago. Tiene 35 años y dos hijos hombres, uno de cinco y otro de nueve. La inclinación por la bohemia –explica– la siente desde que era pequeña, aunque no le fue fácil “tirarse al agua”, primero por haber estudiado en un colegio de monjas, muy conservador, pero también por la difícil situación económica de sus padres. Los caminos empezaron a abrírsele cuando se le presentó la oportunidad de viajar a los Estados Unidos: ahí tuvo su primer contacto con el yoga. Dos años más tarde volvió con una perspectiva diferente de la vida y de sus prioridades.

“Mi mamá se fue a vivir a Pana y yo la vine a visitar”, recuerda. Ese mismo día le ofrecieron trabajo y decidió quedarse. “Para mí ha sido vital dedicarme al arte. Es parte de mi sanidad, mi forma de decirle al mundo cómo lo veo. Con el yoga fue más profundo porque siento que fue mi espíritu el que me fue guiando, dándome fuerzas para salir de una depresión fuerte que tuve. La música la llevo en la sangre, me viene de familia y ha sido la forma como me gano la vida”.

—¿Qué significa la música para vos? –le pregunto.

—Es vibración que nos conecta con otros y nos transmite emociones.

—¿Y el yoga?

—El yoga es sanación, constancia. El yoga te muestra que esta realidad es una ilusión y que el cuerpo es temporal. El tomarse demasiado en serio este plano físico es el origen de todos nuestros problemas.

Se ve a sí misma –dice– como una rebelde que de alguna manera ha creado su propia realidad. “Trato de estar alejada de las noticias, de los periódicos y de la televisión. Yo no vivo esa realidad, y me gustaría que mis hijos tuvieran, también, otra percepción del mundo, no la que el sistema les impone; lo cual es difícil porque todos compartimos esta matrix, esta ilusión. Nosotros la hemos creado. Hay que jugar las reglas, pero yo prefiero hacerlo en Pana, donde la gente es más abierta y menos materialista”.

¿Y cómo percibís la realidad del país?, me intereso en saber. Responde: “Hay demasiada riqueza natural y eso es lo más valioso que tenemos. Socialmente hay mucha riqueza también, pero en manos de pocas personas, y lamentablemente esas personas no quieren compartirlo. Siento que, estructuralmente, la sociedad está desbalanceada: mucha pobreza a propósito, porque no debería haber hambre en este país siendo tan fértil y teniendo tanta sabiduría ancestral. A mí me ha tocado experimentar hambre y no tener casa, y también he experimentado la riqueza en mi familia, que no duró mucho. Me he dado cuenta de que hay gente que es feliz viviendo con poco y hay gente que tiene millones y no saben ni donde están parados”.

Se hace tarde. Debemos cargar el equipo en el picop (Si querés, Gato…) y seguir nuestro camino, esta vez rumbo a San Lucas Tolimán. Mañana nos entrevistaremos con Ángel, un indígena travestido de mujer cuya brutal historia de vida tuve que hilvanar a partir de retazos obtenidos aquí y allá.

Conforme avanzamos, me pongo a pensar una vez más en esa idea recurrente que viene acompañándome desde el inicio del viaje; en cómo la velocidad a la que vamos afecta nuestra percepción del entorno, en cómo la velocidad a la que vivimos incide en nuestra relación con las cosas; en cómo los caminos, debido a la velocidad precisamente, aproximan entre sí al punto de partida con el punto de llegada, a la vez que nos hacen pasar de largo obviando la infinidad de particularidades marginales que acontecen hacia los lados.

La carretera –me digo– es como un zíper que se abre a nuestro paso.

Laura Corrales

 

 

[1] Chaletero: propietario de alguno de los chalets que dan a la playa del lago.
[i] Con información del vulcanólogo Christopher G. Newhall, del Earth Observatory de Singapur y del geólogo David A. Hodell, de la Universidad de Cambridge; así como de Juan Carlos Godoy Herrera, del Centro de Estudios Conservacionistas de la USAC.
[ii] Juan C. Skinner: Bases para el ordenamiento territorial de los municipios de la cuenca del lago de Atitlán: una visión de manejo sustentable del lago (2010), p. 75. Universidad Rafael Landívar, sede Quetzaltenango.