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imagen capitulo 4

Ojo: no es lo mismo desigualdad que diferencia. La diferencia (o diversidad, si nos remitimos al ámbito de la cultura) es algo digno de celebrar; la desigualdad, en cambio, es algo que merece problematizarse.

Dicen los que dicen que saben que las diferencias existen, ya sea porque vienen dadas de manera natural en razón de procesos biológico-genéticos, o porque se eligen con base en gustos o estilos particulares.

No ocurre lo mismo con la desigualdad: la desigualdad no es congénita, aunque pueda ser hereditaria.1 La desigualdad no es elegida. La desigualdad es un efecto que vemos evidenciarse más y más, conforme se exacerba el contraste entre quienes tienen demasiado y quienes tienen demasiado poco.

Algunos estudiosos, economistas casi todos ellos, suelen relacionar la desigualdad con la pobreza. Al respecto cabría oponer que, si bien ambos fenómenos suelen ir de la mano, no se observa entre ellos principio alguno de causalidad; esto es: aunque de manera indirecta se entrelacen, ni la desigualdad es consecuencia directa de la pobreza, ni la pobreza es consecuencia únicamente de la desigualdad. Y es que la desigualdad no se relaciona sólo con el tamaño de la billetera: Estados Unidos es una federación nominalmente próspera que acusa, no obstante, niveles de desigualdad cada vez más agudos y una esperanza de vida (78 años) por debajo de la de Cuba (79 años), cuyo régimen socialista autoritario ha fallado en obtener para sí niveles aceptables de soberanía económica, energética y alimentaria, si bien por otra parte consiguió erradicar (que no sólo reducir, o mitigar) de su población la pobreza extrema desde hace décadas.

Nicaragua cuenta con índices de pobreza muy severos pero un tejido social bastante bien cohesionado, gracias al cual las cifras de violencia y desigualdad se encuentran notablemente por debajo en comparación con las que muestran sus vecinos en El Salvador, Honduras y Guatemala. Alguien que no sea judío en la Palestina actual se verá sometido todo el tiempo, al margen de su condición económica, a controles humillantes, severas restricciones para viajar y al riesgo de sufrir encarcelamiento y bombardeos arbitrarios. ¿Y qué decir del enorme segmento de mujeres cuyas vidas transcurren subordinadas a lo que decida la cultura patriarcal dominante? A principios de este siglo más de la mitad de las campesinas del sur de Asia eran desposadas antes de cumplir 18 años. En muchos países africanos, es el marido en exclusiva quien toma las decisiones sobre la salud de la esposa: el 73 por ciento de las mujeres entrevistadas en Nigeria afirmaron encontrarse en esa situación; en Bangladesh fue el 48 por ciento; en Egipto, el 41 por ciento.i Por último cito el caso, frívolo si se quiere, de los actores y actrices que por el solo hecho de ganar un Oscar viven un promedio de tres años más que los candidatos que no lo consiguen.ii

Pareciera, eso sí, que la desigualdad es atribuible a la tensión creciente entre dos extremos, el de la opulencia y el de la miseria. Vale decir, entonces, que la desigualdad es consecuencia de la distancia progresiva entre los pocos que acumulan cada vez más y los muchos que acumulan cada vez menos… o que no acumulan en absoluto. Vale decir, también, que si la desigualdad se considera un problema, este problema lo es sólo en la medida en que la brecha entre pobreza y riqueza tiende, por inercia del sistema que la ocasiona,2 a hacerse más ancha y más honda, en un proceso cuyos niveles de asimetría, abismales como nunca antes, son ya francamente patológicos. Patológicos, sí. Léase: propios de una sociedad enferma.

Y vale decir, por último, que la desigualdad la sufrimos todos, aunque –claro– menos los de arriba que los de en medio, y ciertamente menos los de en medio que los de abajo.

La padecemos todos porque, en última instancia, y por mucho que algunos insistan en no querer verlo, compartimos un mismo mundo: un mundo del que las élites encuentran cada vez más difícil blindarse, un mundo al que los desahuciados encuentran cada vez más difícil acceder, y un mundo al que las capas medias encuentran cada vez más difícil sentir que pertenecen.

En su obra capital La era de la información, publicada en la década de los noventa, el profesor Manuel Castells observaba cómo el ascenso de lo que él denomina el informacionalismo3 va unido al aumento de la desigualdad y la exclusión a nivel global. Para una adecuada comprensión de cómo este fenómeno incide en el desenvolvimiento del mundo contemporáneo, Castells proponía establecer un cruce complementario entre varios procesos de diferenciación social.

Así, por un lado mencionaba dos ámbitos, el de las relaciones de distribución y de consumo y el de la apropiación diferencial de la riqueza generada por el esfuerzo colectivo. Entre los efectos de estos dos fenómenos se cuentan:

  • la desigualdad, es decir “la apropiación desigual, en términos relativos, de la riqueza (renta y activos) por parte de individuos y grupos sociales diferentes”;

  • la polarización, entendida como el “proceso específico de desigualdad que aparece cuando el vértice y la base de la escala de distribución de la renta o la riqueza crecen más deprisa que el centro, de manera que éste disminuye y se agudizan las diferencias sociales entre los dos segmentos extremos de la población”;

  • la pobreza, léase, la norma institucionalmente definida referente al nivel de recursos por debajo del cual no es posible alcanzar el nivel de vida considerado el mínimo aceptable en una sociedad y en una época determinadas; y

  • la miseria, término que Castells emplea en sustitución de lo que los estadísticos sociales denominan pobreza extrema, o lo que algunos expertos conceptúan como privación, introduciendo una gama más amplia de desventajas sociales y económicas.

Por otro lado ubicaba el análisis de las relaciones de producción, entre cuyas consecuencias menciona las siguientes:

  • la individualización del trabajo, entendida como el proceso por el cual la contribución laboral a la producción se define de forma específica para cada trabajador y para cada una de sus aportaciones, mediante acuerdos individuales y sin que exista reglamento o contrato alguno de por medio. La individualización del trabajo, advierte Castells, “es la práctica dominante en la economía urbana informal que se ha convertido en la forma predominante de empleo en la mayoría de los países en vías de desarrollo, así como en ciertos mercados laborales de economías avanzadas”;

  • la sobreexplotación de los trabajadores, en referencia a los acuerdos laborales que permiten al capital retener sistemáticamente la distribución de pagos o recursos, o imponer a ciertos tipos de trabajadores condiciones más duras de lo que es la norma o regulación en un mercado laboral determinado en un tiempo y espacio precisos. La sobreexplotación hace referencia a la discriminación (tolerada o sancionada por las entidades reguladoras) de inmigrantes, minorías, mujeres, jóvenes, niños u otras categorías de trabajadores. “Una tendencia particularmente significativa en este contexto”, señala Castells, “es el resurgimiento del trabajo infantil remunerado en todo el mundo, en condiciones extremas de explotación, indefensión y abuso, invirtiendo la pauta histórica de protección social de los niños que existía bajo el último capitalismo industrial, así como en el estatismo industrial y en las sociedades agrícolas tradicionales”;

  • la exclusión social, es decir, el proceso por el cual a ciertos individuos y grupos se les impide sistemáticamente el acceso a posiciones que les permitirían una subsistencia autónoma dentro de los niveles sociales determinados por las instituciones y valores en un contexto dado. Tal posición suele asociarse (en circunstancias normales, en el contexto del capitalismo informacional) con la posibilidad de acceder a un trabajo remunerado relativamente regular al menos para un miembro de una unidad familiar estable. De hecho, la exclusión social “descalifica a una persona como trabajador en el contexto del capitalismo”. Castells subraya que, al no ser una condición, sino un proceso, la exclusión social está sujeta a que sus fronteras cambien: quién es excluido e incluido puede variar con el tiempo, dependiendo de la educación, las características demográficas, los prejuicios sociales, las prácticas empresariales y las políticas públicas. Puede ser “que el analfabetismo funcional,4 la condición de ilegal,5 la imposibilidad de pagar el alquiler, lo que induce a la carencia de techo, o la pura mala suerte con un jefe o un policía, desaten una cadena de acontecimientos que lleven a una persona (y a su familia, con mucha frecuencia) a arrastrarse a la deriva hacia las regiones exteriores de la sociedad, habitadas por los despojos de la humanidad fracasada”. Además, el proceso de exclusión social afecta a personas tanto como a territorios: países, regiones, ciudades y barrios enteros quedan excluidos, abarcando en esta exclusión a la mayoría o a toda su población, de tal suerte que “las áreas que no son valiosas desde la perspectiva del capitalismo informacional, y que no tienen un interés político significativo para los poderes existentes, son esquivadas por los flujos de riqueza e información, y acaban siendo privadas de la infraestructura tecnológica básica que nos permite comunicarnos, innovar, producir, consumir e incluso vivir en el mundo de hoy”. Este proceso induce una geografía extremadamente desigual de exclusión e inclusión social y territorial, que incapacita a grandes segmentos de la población, mientras “vincula transterritorialmente, mediante la tecnología de la información, a todos y a todo lo que pueda ser de valor en las redes globales que acumulan riqueza, información y poder”; y, por último,

  • la integración perversa, en alusión a la tendencia del capitalismo informacional hacia el surgimiento de una economía criminal global y su creciente interdependencia con la economía formal y las instituciones políticas. “Ciertos segmentos de la población socialmente excluida, junto con individuos que eligen modos más rentables aunque peligrosos de ganarse la vida, constituyen un submundo del hampa cada vez más poblado, que se está convirtiendo en un rasgo esencial de la dinámica social en la mayor parte del planeta”, explica Castells.

La crisis del Estado-nación y de las instituciones de la sociedad civil construidas a su alrededor durante la era industrial, concluía Castells, socava la capacidad institucional para corregir el desequilibrio social derivado de la lógica del mercado sin restricciones. “En el límite, como en algunos estados africanos o latinoamericanos, el Estado, vacío de su representatividad, se convierte en predador de su propio pueblo. Las nuevas tecnologías de la información conducen este torbellino global de acumulación de riqueza y difusión de pobreza”.

Ser adicto a las drogas, padecer alguna enfermedad mental, poseer récord delictivo, estar (o haber estado) en la cárcel o carecer de documentos legales de residencia son condiciones, todas ellas, que aumentan la probabilidad de caer en lo que Castells denomina agujeros negros del capitalismo informacional y tienen un denominador común: la pobreza, de la que se originan o a la que conducen.

Estos agujeros negros –observaba Castells– suelen comunicarse entre sí, pero carecen de comunicación social y cultural con el universo de la sociedad mayoritaria. No obstante, están conectados económicamente con algunos mercados específicos, como el narcotráfico y la prostitución, y relacionados burocráticamente con el Estado –con los organismos establecidos para su contención, como la policía y la asistencia social.

Hoy, lo que solía denominarse el Segundo Mundo, es decir, el universo estatista, “se ha desintegrado, incapaz de dominar las fuerzas de la era de la información”, remataba Castells. Al mismo tiempo, el Tercer Mundo (integrado por países pequeños y dependientes que hacen las veces de satélites de alguno de los dos grandes bloques en pugna) ha desaparecido como entidad pertinente, “vaciado de su significado geopolítico y extraordinariamente diversificado en su desarrollo económico y social”. Pero el Primer Mundo, al que pertenecen los países que integran la Organización del Tratado del Atlántico Norte, “no se ha convertido en el universo abarcador de la mitología neoliberal, porque ha surgido un nuevo mundo, el Cuarto Mundo, compuesto por múltiples agujeros negros de exclusión social a lo largo de todo el planeta”.

El Cuarto Mundo comprende grandes áreas del globo, como buena parte del África subsahariana y las zonas rurales empobrecidas de América Latina y Asia. Pero también está presente en cada país y en cada ciudad, en esta nueva geografía de exclusión social. Está formado por los guetos estadounidenses, los enclaves españoles de desempleo juvenil masivo, las banlieues francesas que almacenan a los norteafricanos, los barrios de yoseba japoneses, y los poblados de chabolas de las megaciudades asiáticas, y está habitado por millones de personas sin techo, encarceladas, prostituidas, criminalizadas, brutalizadas, estigmatizadas, enfermas y analfabetas. Son la mayoría en algunas zonas, la minoría en otras, y una exigua minoría en unos pocos contextos privilegiados. Pero, en todas partes, su número aumenta y son más visibles, a medida que el criterio selectivo del capitalismo informacional y la quiebra política del Estado de bienestar intensifican la exclusión social. En el contexto histórico actual, el ascenso del Cuarto Mundo es inseparable del ascenso del capitalismo informacional global.iii

Somos testigos vivos, presenciales, de una era en la que el rol de la tecnología cibernética es ya indispensable para la organización social y cultural: en la sociedad global de hoy, las redes son la estructura dominante.

¿Qué pasa, entonces, con quienes no tienen acceso a ella (a la red, a la conectividad tecnológica), que en nuestro país son aún oprobiosa mayoría? A menos que haya un cambio en las leyes que gobiernan el universo del capitalismo informacional, su destino es permanecer como poblaciones sistémicamente irrelevantes, desconectadas de la red, confinadas en territorios cuya ubicación espacial se sitúa deliberadamente al margen de los flujos de la información, la productividad y la riqueza.

 

1 No es congénita pero sí es hereditaria, toda vez que quienes la padecen se la endosan irremediablemente a sus descendientes.
2 El sistema que ocasiona esta brecha es, según veremos más adelante, el capitalismo; sobre todo el capitalismo en su fase actual (en inglés, late capitalism), cuyos inicios coinciden con el fin de la segunda guerra mundial.
3 Modelo de desarrollo en el que la principal fuente de la productividad recae no ya en la industrialización mecánica, fabril, sino en la capacidad cualitativa para optimizar la combinación y el uso de los factores de producción basándose en el conocimiento y la información.
4 El analfabetismo funcional desencadena mecanismos de desempleo, pobreza y, en definitiva, exclusión social, en una sociedad que se basa cada vez más en una capacidad mínima de decodificar el lenguaje. Esta incapacidad funcional, recalca Castells, “está mucho más extendida en las sociedades avanzadas de lo que suele reconocerse”.
5 La corrección política al uso insiste en que ningún ser humano es ilegal. En estricto rigor cabría hablar no de ilegales, sino más bien de migrantes indocumentados.
i Según UNICEF: The state of the world’s children 2007, p. 18. Citado por G. Therborn en The Killing Fields of Inequeallity (2013).
ii Redelmeier, D. y Singh, S.: Survival in Academy-Award winning actors and actresses (2001). Tomado del Annals of Internal Medicine No. 134, pp 955-62, y citado por G. Therborn en The Killing Fields of Inequallity (2013).
iii M. Castells: La era de la información. Economía, sociedad y cultura, Volumen III: Fin de Milenio (1999). Siglo XXI editores, México; p. 198.