CARAVANA DE MIGRANTES

LOS CENTROAMERICANOS QUE HUYEN


La gente sonreía, pedían fotos. Nadie bajaba la mirada; no escondían el rostro por temor a ser deportados. Contrario al tradicional movimiento migratorio del Triángulo Norte, ese que va en las sombras, de la mano de coyotes, en el lomo de La Bestia, sorteando autoridades, los integrantes de la caravana pidieron ride al lado de la carretera, saludaban desde la cima de camiones gentiles, colgaban del costado de tráilers, caminaban con sus banderas a la espalda, se animaban unos a otros a seguir, a brincar, a cruzar. Las y los migrantes centroamericanos de la caravana desfilaron triunfales en Esquipulas, acamparon en el Parque Central de Tecún Umán, bailaron jubilosos en Ciudad Hidalgo, habitaron cada rincón del estadio Jesús Martínez Palillo en Ciudad de México, tosieron en coro, como una gran orquesta afónica, en Querétaro; sobrevivieron Tijuana.

Definitivamente no era la forma habitual en la que los centroamericanos huyen. De repente, todos comenzaron a hacerse dos preguntas clave: ¿Por qué este exilio masivo? ¿Quién está detrás, qué intereses apoya? Por eso en Plaza Pública caminamos, pedimos ride, sudamos, nos mojamos junto a ellos. Para comprender era imprescindible unirse a la larga marcha de centroamericanos que huyen.

Todo empezó el viernes 12 de octubre del 2018, cuando cientos de hondureños, avispados por el aviso del exdiputado Bartolo Fuentes, quien dijo en televisión nacional que acompañaría a un grupo pequeño de migrantes hasta Estados Unidos para pedir asilo, empezaron a juntarse en San Pedro Sula.

Lo que al principio era una caminata de unos pocos cientos, pronto se convirtió en una multitud de miles. No solo venía el típico varón, joven, con mochila a la espalda. Venían madres con sus bebés tomando pecho. Venían ancianos, de pelo plateado y paso pausado. Familias enteras. Menores no acompañados. Recién deportados diciéndole a sus esposas, en inglés, que pronto llegarían a casa, que, I’ll be home soon. Madres, víctimas de violencia doméstica que, esa misma mañana, le prepararon el desayuno a su marido, lo vieron salir y, apresuradas, empacaron sus cosas, las de sus hijos e hijas, y salieron pa’l norte.

No fue la cantidad de migrantes lo fuera de lo normal -tan solo el año pasado la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos (CBP, en inglés) aprehendió a 141,698 migrantes provenientes de Guatemala, Honduras y El Salvador en la frontera sur, y según Acnur, cada año 400,000 centroamericanos transitan México para llegar a Estados Unidos- fue la forma en que lo hicieron, en masa, a plena luz del día, pidiendo ride al lado de la carretera, lo que llamó la atención.

Y tan pronto el grupo llegó a Guatemala, se notó su presencia, su idiosincrasia, su actitud y fortaleza. A pesar del tedio y el cansancio, a pesar del hambre, el frío, el calor, la caravana declaró que atravesaría la distancia continental de Mesoamérica. Pronto, Guatemala y El Salvador aportaron caminantes. Estados Unidos, pues, no invita a las y los migrantes a llegar, Centro América les obliga a salir. El presidente de Guatemala, Jimmy Morales, prometió que no los dejaría entrar al país, sin embargo, caminaron. Donald Trump les llamó una invasión y un onslaught of illegal aliens; amenazó también con quitarle toda ayuda financiera a Honduras si el presidente Juan Orlando Hernández no les detenía, sin embargo, caminaron.

Su caminata se hizo notar. La caravana fue sísmica. ¿Exitosa? Sí y no.

La primera persona que entrevistamos en la caravana fue Bryan Sánchez de 18 años, un joven de Ocotepeque. Bryan estaba, entrada la tarde del 15 de octubre, tomándose selfies en la puerta de la Basílica de Esquipulas. Sonreía. Bryan había dejado Honduras porque no encontraba trabajo. Dos días después llegó a la Ciudad de Guatemala. El 18, empapado de agua de lluvia, un pickup lo dejó en Tecún Umán. Pasó los próximos tres días sobre el puente Rodolfo Robles, el que une Tecún con Ciudad Hidalgo, Guatemala con México, el que se estira sobre el río Suchiate. Cruzó Bryan, en balsa, como muchos. La mayoría, más bien. Bryan sentía que Chiapas no acababa. “Cruzamos toda Guatemala en menos”, dijo. En Ciudad de México se enfermó, como muchos. La mayoría, más bien. Viajó en carro, en camión, tráiler, subte, durmió en el suelo, sobre una manta, cruzó valles, carreteras y desiertos; el 15 de noviembre llegó a Tijuana. El 27 de noviembre iba a cruzar con un coyote, por Piedras Negras. Lo querían estafar. El 29 sacó sus papeles para trabajar en México. A principios de enero del 2019 finalmente cruzó, por su cuenta. Lo detuvieron. Lo procesaron. Lo encarcelaron. Estuvo, al fin, en Estados Unidos, por un mes y seis días. Veía la barriga de California desde una ventana. Lo deportaron. El 20 de febrero regresó a Ocotepeque. Ya está viendo cómo volver.

En esto se convirtió la realidad de la caravana migrante. Así fue la épica que inició en San Pedro Sula a principios de octubre, cruzó Guatemala, caminó sobre México, sobrevivió gripes, fríos y calenturas, y a mediados de noviembre se parqueó a cien metros de Estados Unidos. Tragó insultos, lacrimógenas, devastación. Se dispersó.

A unos, como a Bryan, los regresaron. A Bayron lo mandaron de vuelta a Livingston, Izabal. A Esteban Rosales lo devolvieron a Choloma, Cortés, al norte de Honduras. Otros se regresaron por su cuenta. Noemí Ventura de 28 años llegó hasta Tecún Umán, esperó un día para luego abordar un bus que la llevara de vuelta a San Pedro Sula, “a volver a vender baleaditas”, dijo. O María del Carmen Mejía también de 28 años, quien, junto a sus dos hijas llegó hasta Tijuana, estuvo ahí 10 días, y el 26 de noviembre tomó un bus y luego un avión hacia Copán. Y los que siguen en Tijuana, como David Mendoza de 18 años, que aprovechó las visas humanitarias y permisos de trabajo y se quedó trabajando en una fábrica de televisores. O quienes sí cruzaron, como Cynthia Vaquedano, que está en Portland. O Lourdes Amaya que está junto a su esposo e hija en Carolina del Norte. O Stanley, Evilyn, Alexander, Elsa…

Estos son apenas un manojo de los miles de rostros que formaron la caravana migrante. Rostros morenos que salieron de Honduras, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, México… huyendo de la pobreza, el hambre, la desigualdad, la discriminación, la represión, la violencia. Siempre la violencia. Siempre la pobreza. En el 2018 El Salvador registró 51 homicidios por cada 100,000 habitantes. En el 2015, las y los hondureños pagaron al menos 200 millones de dólares en extorsión al crimen organizado. En el 2013, tres millones de personas en Guatemala vivían en pobreza extrema. En el 2018 las capitales de estos tres países estaban entre las 50 ciudades más violentas del mundo (San Salvador, en el puesto 17, San Pedro Sula, en el puesto 26 y Ciudad de Guatemala, en el puesto 24). Estados Unidos no invita a llegar, Centro América obliga a salir.

Pero no son las razones de este movimiento las que resaltan, pues son las mismas. Fue la forma en que lo hicieron: salieron de las sombras, pidieron atención, confiaron en la visibilidad, rechazaron la clandestinidad.

Aquí un recuento de este viaje. De esta huida.

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