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Elementos del Border Patrol estadounidense apuntan a los manifestantes antes de disparar gases lacrimógenos en territorio mexicano

Gas estadounidense contra los que tratan de escalar el muro en Tijuana

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Gas estadounidense contra los que tratan de escalar el muro en Tijuana

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La caravana se encuentra con una certeza: cruzar la frontera de Estados Unidos no es tarea fácil. Decenas de personas tratan de llegar al otro lado. Se topan con el muro y los gases y proyectiles lanzados por agentes norteamericanos. Punto de inflexión para el éxodo centroamericano. Tras la jornada del caos todo puede ponerse complicado.

“Corrimos todos. Algunos cruzaron. No los agarraron. No los vimos salir. Luego llegaron y nos dispararon. A mi me alcanzó en la pierna. Nos pusimos a correr, regresamos, pero eran muchas las balas de salva y de gas que nos estaban tirando”. Liz Ramírez es guatemalteca, de Retalhuleu. Puso un pie en Estados Unidos. O en territorio considerado estadounidense. Logró pasar por un agujero que algunas personas abrieron en una de las vallas, cerca de la antigua estación de tren de Tijuana. Le obligaron a dar la vuelta a base de disparos de bala de goma y botes de humo. Muestra la herida, un rasguño, y un agujero en el pantalón. Huele a gas. A un kilómetro, decenas de personas están siendo gaseadas por la Border Patrol. Otra vez. Todo es caos alrededor de la frontera.

Liz Ramírez volverá a intentarlo, aunque no sabe cómo. Ahora, por el momento, duerme en el albergue, preparando el próximo intento. A eso ha venido, a cruzar a Estados Unidos y un disparo de bala de goma no le va a echar atrás.

Las leyes migratorias no permiten que la caravana cruce. No, al menos, del modo en el que ellos quieren. Esto también fue así al entrar en México, pero la militarización de esta frontera no tiene nada que ver con Chiapas.

Simone Dalmasso

La caravana de los desesperados choca con el muro que divide México y Estados Unidos y con la realidad: llegar hasta aquí en grupo fue un éxito, continuar como contingente es imposible. No hay salida colectiva viable. Se abre un escenario incierto. Algunos intentarán pedir asilo siguiendo las normas, conscientes de que es un proceso largo, difícil y con el riesgo de terminar deportados. Otros se quedarán en Tijuana, trabajando o esperando una oportunidad para cruzar irregularmente. Y muchos harán como ya hicieron sus padres, tíos, hermanos, primos: contratar a un coyote, endeudarse por muchísimo tiempo y tratar de dar el salto cuando la frontera se enfríe.

Esta es la crónica de la jornada en la que la caravana chocó con la valla, con Estados Unidos, con las leyes migratorias y con su propia capacidad de éxito. Han comprobado que no habrá compasión, que, al otro lado, en la tierra de la opulencia, no importa a cuántos familiares te han matado, si temes que la Mara Salvatrucha o el Barrio 18 te peguen un tiro o si solo comes uno de los tres tiempos. No habrá piedad para los hambrientos.

La historia de la caravana no ha terminado, pero es posible que los sucesos de este domingo hayan marcado un antes y un después para todos.

Simone Dalmasso

“Primero Dios”

9:12 de la mañana. El campamento se despereza. Toca marcha, pero primero, como siempre, filas para desayunar y asearse. Los desplazados y los pobres tienen que hacer fila para todo.

El jueves, en asamblea, tomaron la decisión de manifestarse. Escogieron el domingo para evitar molestias a los trabajadores tijuanenses que cruzan a Estados Unidos. San Ysidro, de 22 carriles, es la frontera más transitada del mundo. Que se cierre, aunque sea unos minutos, son pérdidas para Tijuana y el gran miedo de sus vecinos. Más argumentos para la campaña mediática que un pequeño sector xenófobo está desarrollando contra los migrantes.

Al momento de comenzar la marcha no había plan. Únicamente recordaban la experiencia del jueves, cuando una avanzadilla se concentró durante horas en el espacio entre la frontera terrestre de El Chaparral y la de San Ysidro. Pasaron casi un día frente a una barrera de policías que protegía un callejón sin salida, el acceso a un parqueo. Pero ellos no lo sabían. Creían que al otro lado de los uniformados había algún paso fronterizo. Hay momentos en los que la candidez de los hambrientos produce ternura y dolor al mismo tiempo.

Durmieron en la calle y regresaron al albergue.

Ahora, el grupo ha decidido que va a marchar. Pero hay gente que carga con sus mochilas, con sleeping y todo. Esa gente cree que hoy va a dormir en Estados Unidos y no hay nadie que pueda hacerle cambiar de opinión.

Simone Dalmasso

Antes de las diez de la mañana se inicia la caminata. Son unos 500. La mayoría, por lo tanto, ha optado por quedarse en el albergue y evitar lo que pueda ocurrir en la frontera.

Muchas de las pancartas llevan mensajes religiosos, algunos con versículo y todo. “Dios hizo el mundo sin fronteras. Exo2. Dios es bueno”. “Si Dios con nosotros, quién contra nosotros”. “Jesús dijo yo soy el camino y la verdad y la vida y nadie viene al padre sino por mí”. Si alguien pregunta a los caminantes qué harán cuando Estados Unidos cierre a cal y canto, todos mencionan al santísimo. “Primero Dios, Donald Trump nos permitirá cruzar”. La épica del camino los lleva a considerarse una especie de Moisés en nueva travesía por el desierto. La fe mueve montañas, pero no abre puertas. Estamos a un par de horas de comprobarlo.

Hormigas por el canal

10:29. La Policía Federal mexicana interpone un retén de antimotines al paso de los migrantes, al inicio del puente que conecta con el paso de El Chaparral. A la izquierda, el canal de Tijuana. Al otro lado, el muro, la barrera, la valla. Ese monstruo de metal que divide a ricos y pobres.

Durante una hora, el grupo se mantiene ante los policías, obediente. Cantan el himno hondureño (lo intentan con el mexicano, pero nadie se lo sabe), dan vivas a Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, agradecen el apoyo mexicano y se impacientan. Quieren cruzar y los uniformados se lo impiden. “Queremos pasar de forma pacífica”, dice un tipo con megáfono. “Pasar de forma pacífica” es un modo de decir que su voluntad es cruzar de todos modos, que por favor se aparten, que no quieren confrontación pero que tampoco se van a dar por vencidos porque un destacamento de uniformados les corte el paso.

Aquí se produce uno de esos momentos épicos, de inteligencia colectiva, de la imparable rebeldía de este enorme ejercicio de desobediencia civil que es la caravana. Como en Aguascalientes, entre Honduras y Guatemala, cuando se instaló un retén policial y los caminantes se tiraron a los cafetales. Como en el puente Rodolfo Robles, entre Guatemala y México, cuando los agentes mexicanos cerraron el paso y la marcha se convirtió en el abordaje del río Suchiate.

Simone Dalmasso

Encuentran un punto ciego. Un lateral menos vigilado. Rompen el cordón.

Los policías protegían el puente. Los migrantes caminaron bajo el puente.

Hasta ahora, siempre han encontrado un punto ciego por el que cruzar.

Desde lo alto se les observa. Son un reguero de hormigas corriendo hacia el puesto fronterizo. Se concentran en el medio, en un pequeño puentecito dentro del canal, y luego se expanden, corriendo, siempre corriendo. La frontera de Estados Unidos está a unos pasos y han logrado sortear la enésima barrera policial. No saben que lo verdaderamente difícil, el muro infranqueable, está todavía delante. Por eso, corren felices, esperanzados, entusiastas. Estamos ante uno de esos momentos en los que el éxodo de los hambrientos parece el desfile de los héroes más derrotados del mundo.

El grupo cruza bajo el paso peatonal de El Chaparral. Ya están casi. Un tipo, de la mano con su pareja, da saltos de alegría. Ya estamos, muy cerca. Hay mujeres que cargan con sus hijos, jóvenes con la mochila al hombro, tipos entrados en años, adolescentes imberbes. Corremos hacia la frontera como alma que lleva el diablo, como si nos fuera la vida en ello. Es un hecho. Nos va la vida en ello.

Ahí llega la primera frustración. Los antimotines mexicanos, que minutos antes habían sido desbordados, se recomponen. Y forman una barrera y expulsan a la avanzadilla, la que estaba cerca de alcanzar Estados Unidos.

El grupo da la vuelta.

Y sigue corriendo.

Simone Dalmasso

Llegamos al parqueo, al lugar en el que cuatro días antes habían permanecido durmiendo. Ahora no hay tanta policía. “Son muy pocos, avancemos”, grita alguien. Dicho y hecho. Cerca de cien personas desbordan a los agentes. Avanzan hacia ningún lado. “¡Esto es México!”, grita un antimotines. Tiene razón. Llegamos a un lugar en el que hay una gran verja y, detrás, todavía territorio mexicano. Era un callejón a ninguna parte y el grupo ha tenido que desbordar a los policías para comprobarlo.

Todo está desparramado. Ya no hay marcha sino un intento desesperado de encontrar un punto ciego en el muro.

El pequeño grupo avanza y luego se ve obligado a retroceder. Estamos en el acceso al parqueo, entre los cruces de El Chaparral y San Ysidro. Tierra de nadie que no lleva a ningún lado. Algo ocurre. Policías y migrantes se enfrentan, cuerpo a cuerpo. Unos, golpeando con sus escudos. Otros, tratando de escapar. Todo es confuso. Cuando la bola de gente se dispersa, nos encontramos con una familia deshecha. No han sido golpeados, pero están aterrorizados. El marido mira con miedo a los policías. La esposa llora, abrazada a una de sus hijas, que también llora. La otra hija, que tendrá dos o tres años, también llora. A su lado, varios hombres y mujeres con casco, chaleco y armas. Ellos no lloran.

Entre los golpeados está Eduardo Antonio Ávila Escoto, de 40 años, de Tegucigalpa. Cuenta que él mismo fue policía. “El enfrentamiento se dio porque me empezaron a golpear a mí. Me agarraron a patadas, y yo le decía al policía que no me pegara más, pero el siguió hasta que me tiró al suelo”, dice horas después, expulsado por otros policías de las inmediaciones del muro.

Un policía hondureño que huye de su país golpeado por policías mexicanos y gaseado por policías estadounidenses.

Simone Dalmasso

La zona fronteriza ubicada junto a San Ysidro es un lugar caótico. Pasan unos minutos del mediodía. Hay gente junto a la valla. Otros, subidos a unos trenes antiguos. Pasan varios helicópteros, vuelan muy bajo. Al otro lado de la verja, policías y militares estadounidenses. Han lanzado gas contra territorio mexicano y volverán a hacerlo. Aferrados a la verja, un grupo de centroamericanos repite sus argumentos, inagotables ante la adversidad: “no somos delincuentes. Queremos trabajar. Por favor, abran el paso”. La política fronteriza no entiende de sentimientos ni de nobles razones. Está la valla que separa a ricos de pobres y las leyes que refuerzan esa separación. Ante uniformados, barrera y helicópteros, no hay lugar que simbolice mejor cómo esa gran potencia que es Estados Unidos se blinda, temerosa, de este ejército de los derrotados, de hombres, mujeres y niños que suplican un trabajo.

En varias ocasiones caen gases lacrimógenos. Algunos migrantes, pocos, responden con piedras. Son una minoría y se llevan la reprimenda de sus compañeros.

A pesar de la fe y la voluntad del intento no lograrán cruzar. Quizás alguno. Según una periodista de Buzzfeed, unos 30. Ya hay 30 migrantes más en Estados Unidos que podrán solicitar asilo. El resto seguirá intentándolo.  

Finalmente, la policía mexicana evacúa la zona.

Warning, this is a federal restricted area—, decía una voz robótica desde las bocinas del paso de San Ysidro, y luego en español. —La entrada o movimiento no autorizado más allá de este punto resultará en un arresto, procesamiento y posible aplicación de fuerza.

El cruce fronterizo era la imagen de la desproporción.

Simone Dalmasso

A esa misma hora estaba prevista una marcha en California de apoyo a los migrantes. No fue muy concurrida. Agentes de Customs and Border Protection (CBP) cerraron el paso hacia Estados Unidos  y exigieron a las personas que manifestaban en Larsen Field que se retiraran. “For your own safety, you should go”, decían. La escena era como la de un tiroteo: calles vacías, sirenas, luces parpadeantes, silencio. A cierto punto, antes del mediodía, hasta cuatro helicópteros rodeaban el área. Dos de CBP y, por primera vez, dos militares.

Armas de guerra para los que huyen de una guerra no declarada. 

Entre las personas que son obligadas a abandonar la frontera se encuentra José Hernández, de San Pedro Sula, en Honduras. Es joven, apenas llegará a la veintena. Lleva una venda en la mano. Relata que estaba de los primeros, que logró pisar territorio americano, pero que le obligaron a darse la vuelta. “Regresen para México. Les voy a disparar”, dice que le amenazó el agente. “Hablaba en español. Nos disparó. A una persona le dio en una pierna”, afirma, mientras es empujado por policías mexicanos.

Son las 13:00 horas y parece que el intento colectivo ha fracasado.

Todavía volveremos a respirar el gas lanzado por Estados Unidos.

El último ataque

“Soy mexicano. Ustedes están invadiendo nuestro espacio aéreo, están lanzando bombas de humo en nuestro territorio. Ellos no están violentos. Por favor, déjennos convencerlos de que se retiren. Pero eso que están haciendo está muy mal. No deben hacerlo”. Sergio Camal es activista de Ángeles Sin Fronteras, un grupo de apoyo a los migrantes. Avanza hacia los miembros de la Border Patrol que le apuntan con sus armas. A su espalda, un grupo de centroamericanos. Todos hombres. Todos jóvenes. Todos enfadados.

Simone Dalmasso

Son las 13:43 y los uniformados han gaseado una y otra vez el canal que atraviesa Tijuana. Tiran sus proyectiles directamente a territorio mexicano. Pregunto a varios policías pero me dicen que es el aire, que hay margen, que no pueden hacer nada. Así que agentes estadounidenses tienen derecho a disparar armas no letales contra territorio mexicano.

Camal ha logrado tranquilizar los ánimos. Ya ninguno de los jóvenes lleva piedras en sus manos. Cubren su rostro, pero por el gas. Huele mucho a gas. Es posible que alguno de estos jóvenes estuviese, hace un año, huyendo de los proyectiles de la policía hondureña. El 26 de noviembre se cumple un año de la reelección de Juan Orlando Hernández y las protestas contra lo que buena parte de la sociedad hondureña consideró un fraude.

Ahora, sin embargo, estamos en el canal, y ya no hay intentos que valgan. La mayoría de personas se ha retirado y enfila el camino de regreso al albergue. Derrotados, gaseados, algunos golpeados y, sobre todo, decepcionados.

Otros, sin embargo, siguen ahí. Se ha corrido el rumor, otra vez los rumores, de que una niña ha muerto en la embestida policial. Así que hay un pequeño sector que se quiere cobrar venganza. Son 15, 20 jóvenes. No llegarán a lanzar una piedra. De repente, a las 13:44, los agentes de la Border Patrol comienzan a disparar balas de goma, bombas aturdidoras y gases lacrimógenos. Son 15 segundos de disparos. Frente a ellos había, al menos, una decena de periodistas. Todos corremos y, una vez que aspiras esos gases, es casi imposible respirar. El gas te ciega y tienes ganas de vomitar, mientras peleas contigo mismo por una miserable bocanada. Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano, resulta herido. Un proyectil le alcanza en la cabeza y él sangra, aunque se mantiene consciente.

Mientras esto ocurría, un grupo de mexicanos manifiesta contra los migrantes. Son pocos, muy pocos, según reconoce Deyanira Meléndez, una de las organizadoras, que se encuentra junto a un grupo de centroamericanos explicándoles por qué deben abandonar Tijuana. Sin embargo, son los suficientes para lanzar un ataque contra un grupo de migrantes. El Ayuntamiento de Tijuana asegura que la Policía Municipal arresta por una riña a 36 migrantes, todos ellos hondureños. También a otros 16 mexicanos.

Simone Dalmasso

Brian Oquelín Nuñez, de 26 años y de Tegucigalpa, es uno de los arrestados. Llama, asustado, desde el interior de la celda. Dice que los policías les dijeron que iban a protegerles, a escoltarles. Que ellos les creyeron. Asegura, promete, jura que no atacó a nadie. Está previsto que se abra un proceso judicial. La acción de acercarse a la valla y los intentos de cruzar a la vista de todos pueden tener sus consecuencias.

Esta es una lección importante: tal parece que México quiere migrantes clandestinos, que crucen con coyote, a escondidas, como cruzan los mismos mexicanos.

El éxodo centroamericano no termina por los gases o el muro. No hay gases ni muro que ponga fin a la voluntad de estos seres humanos que, cuando saltan una barrera policial, parecen indestructibles. Está por ver cómo evoluciona la dinámica de la caravana.

Simone Dalmasso

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