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Miembros de la primera caravana migrante hacen su arribo a la ciudad de Guadalajara, en el estado de Jalisco. Francisco Guasco/EFE

Caravana Migrante: Frío y tos en medio de la nada en Querétaro

“Si esperamos…”, arranca alguien con el megáfono. “¡¡¡Nooooooo!!! ¡¡¡Nos vamos!!!” es la respuesta mayoritaria.
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Caravana Migrante: Frío y tos en medio de la nada en Querétaro

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Cientos de migrantes centroamericanos pasaron la noche del sábado 10 de noviembre al raso en el exterior del estadio Corregidora, en Querétaro. Están enfermos. Todo el mundo tose. Entre ellos se encuentra Juan Pec, maya qeqchí de Alta Verapaz, sufriendo frío por sus hijas. La larga marcha se vuelve a fragmentar. Es un acordeón extendido. La avanzadilla ya está en Guadalajara. La inmensidad de Ciudad de México quedó atrás.

Juan Pec es guatemalteco, maya qeqchí para más señas, y tiene frío. También 37 años y dos hijas, que son el motivo para pasar frío esta noche y las noches que sea necesario hasta llegar a Estados Unidos. Se llaman Marjorie Mileidy, que cumplirá 6 años el 28 de noviembre, y Rita Leticia, que apenas tiene tres meses. Por ellas, el frío que haga falta. Y la lluvia. Y el cansancio. Y el hambre. Y la deshidratación. Y la enfermedad. Todas las plagas que esta larga marcha es capaz de soportar. Son las 14.50 horas del sábado 10 de diciembre, y Juan Pec, que tiene gesto de tipo optimista, está sentado en el exterior del estadio Corregidora, en Querétaro. Ahí juegan los Gallos Blancos Albiazules y, desde el exterior, la cancha tiene ese verde reluciente del césped de los estadios de fútbol. Lo vemos desde fuera, tras una valla custodiada por tres policías. No es como en Ciudad de México. Aquí, las gradas están vetadas, las vemos vacías e inmensas. Al otro lado, en todo el perímetro exterior, en los accesos por los que cada domingo los aficionados entran a ver el partido, volvemos a encontrar un campamento de refugiados. Lo repetimos: campo de refugiados itinerante. Colchones y mantas por el suelo para quienes no tienen otra cosa sobre la que acostarse, plásticos a modo de toldo, ropa y mochilas, y tiendas de campaña para los suertudos que consiguieron alguna y gente desparramada por el suelo, comiendo, descansando, jugando a los naipes, sobreviviendo.

Juan Pec tiene frío y no es el único. No ha caído la tarde y ya hay gente tiritando. Imaginemos cómo se va a poner el ambiente cuando sea noche cerrada.

El estadio Corregidora está en medio de la nada, en la zona industrial de Querétaro. El terreno es ligeramente elevado y no hay ningún edificio, ningún muro, absolutamente nada que lo proteja. Hay algunas fábricas que están construyéndose y hoteles de extrarradio, pero poca cosa para lo que se puede encontrar en una de las ciudades más prósperas de México. El viento pega directamente sobre los cuerpos que se tapan con mantas. Tiene motivos Juan Pec en protegerse del frío, porque hace frío y el termómetro baja; cero grados.

Juan, que es un tipo optimista, dice que no hay problema, que se cubrirá como pueda, que tiene energías para “seguir con todo”. A su alrededor, todo el mundo tose. Si alguien se pregunta cuál es la banda sonora de este éxodo centroamericano, encontrará una rápida respuesta: la tos. Si escuchas atentamente, ahí está: todo el mundo, absolutamente todo el mundo tose, carraspea, escupe, desflema; los niños tosen. Una chica, riéndose, celebra que no tiene tos, que únicamente moquea. Los pulmones están doloridos. Pasar del calor al frío, y del frío al calor, y dormir a la intemperie y pasar horas subidos en un camión ha castigado los cuerpos de estos seres humanos con voluntad indestructible.

Están enfermos, cada día más enfermos.

Alberto Pradilla

La larga marcha de hondureños, guatemaltecos, salvadoreños y nicaragüenses ha dejado atrás la Ciudad de México, su parteaguas. Como era de esperar, casi la totalidad de sus integrantes siguieron hacia Estados Unidos, sin escuchar las invitaciones a pedir refugio en la capital. Ya que estamos en camino, mejor tocar frontera, piensan. Ya habrá tiempo de pensárselo mejor cuando estemos en Tijuana, se escucha. Seguir adelante es la única consigna.

La tendencia a la fragmentación es un hecho. Hay gente durmiendo en Guadalajara, estado de Jalisco, a más de 550 kilómetros de Ciudad de México; en Celaya, estado de Guanajuato, a más de 260 kilómetros; en Querétaro, a 220 kilómetros, y en Entronque Palmillas, a unos 170 kilómetros. Este era, en principio, el punto de destino de la caravana que abandonó a las 5 de la mañana el estadio Jesús Martínez “Palillo” de Ciudad de México, pero, ni modo, el ansia no entiende de asambleas y la romería se ha convertido en un gran acordeón que se extiende a lo largo de tres estados mexicanos. Ley del más fuerte. Los débiles más débiles y los fuertes, más vulnerables. Nada que no se sepa.

“Regresa a Guatemala. Tu hija te va a echar de menos”

“Esto lo hago por mi familia, por mis hijas. Somos cuatro y para alcanzar el mes necesitaríamos 6,500 quetzales. Cobro la mitad”, dice Pec, que nació en Raxruhá, en Alta Verapaz, pero se mudó a la capital cuando tenía 18 años. Presume de que habla, lee y escribe en idioma qeqchí. “Veintitres idiomas hay en Guatemala”, afirma, ante un hondureño somnoliento que mira con curiosidad en uno de los vagones del metro de Ciudad de México. Aún en medio de la penosa caminata tiene tiempo para acordarse de lo que ocurre en el departamento que le vio nacer. “Hoy me siento muy triste”, dice. “Por mi paisano, Bernardo Caal. Le han condenado injustamente a siete años de cárcel”, explica. Caal es un activista qeqchí que denunció las irregularidades cometidas por la hidroeléctrica Oxec, instalada en Alta Verapaz, y que el viernes fue condenado a siete años y cuatro meses de prisión por varios delitos que él niega haber cometido.

Existe un nexo entre el modelo de desarrollo de Guatemala, la miseria y la migración masiva hacia Estados Unidos. Son causa y consecuencia.

Regresamos con Pec, que se encuentra a 1,492 (funesta fecha para América Latina) kilómetros de su aldea natal. Eso, en línea recta, por el camino que marca Google Maps. Pero a este hombre le ha costado mucho más. Como a todos. Solo hoy ha tomado un metro, dos autobuses y un camión. También ha caminado, aunque lo menos posible. Imposible de contar cuántos transportes ha abordado desde el sábado 27 de octubre, cuando se unió a la caravana en Tapanatepec, Chiapas. Según relata, tenía pensado alcanzar al grupo antes, pero trabajaba en la EMT, en Guatemala, y se demoró para lograr un permiso de dos meses sin sueldo. Si tiene éxito, podrá renunciar a su empleo. Si logra cruzar al otro lado, el puesto quedará vacante.

La historia de la familia de Pec es la de una Guatemala con las maletas hechas. La Guatemala que tiene un ojo puesto en Estados Unidos. La Guatemala en la que las relaciones personales se mantienen por teléfono y por remesa. Su esposa, Rita Leticia Lara Huz, también emigró. Lo hizo hace cinco años, pagando coyote, cuando su hija Marjorie Mileidy tenía 9 meses.

Alberto Pradilla

Algo muy serio ocurre para que una madre se marche a miles de kilómetros antes del primer cumpleaños de su hija.

El pacto al que llegó la pareja era el siguiente: la mujer trabajaría “en el norte” durante tres años. Luego, regresaría. Dos años y ocho meses aguantó Rita Leticia Lara en Brooklyn, Nueva York. Echaba de menos a su hija. Ahora, con la segunda todavía colgada de su pecho, es el marido el que emprende el viaje. Es difícil mantener una relación así. La gente cambia. La distancia marca. La mujer que marchó no es la misma. El hombre que se quedó es distinto. En este caso, la familia permanece unida, hasta el punto de que ella misma, su esposa, le acompañó desde San Pedro Ayampuc, en Guatemala, hasta Tapanatepec, para ponerle en ruta. Ahí lo dejó, solo con su humilde mochila: una mudada extra, tres bóxeres, tres pares de calcetines, una sábana y los enseres de aseo personal.

¿Qué meterías en tu mochila si viajas y no tienes previsto regresar en nueve años?

“Regresa a Guatemala”, fue lo último que le dijo la esposa.

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Su hija, que vivió sus tres primeros años atendida únicamente por su padre, le va a echar de menos.

Juan Pec tiene frío, pero piensa en Marjorie Mileidy y en Rita Leticia y se convierte en un tipo que podría pasear por el polo norte sin camiseta ni zapatos. Por suerte, esta es una heroicidad a la que no tiene que enfrentarse. Le basta con acurrucarse bajo su cobija, que para eso la carga todo el día a la espalda, y esperar que salga el sol para ponerse en marcha.

Tiene un plan, pero no lo contaremos por ahora. Con una travesía terriblemente peligrosa por delante, uno escribe lo razonable, no lo que le confían.

El sueño recurrente de los autobuses

Para llegar hasta el estadio de Querétaro, Juan Pec tuvo que tomar muchas decisiones. La más trascendental con relación al viaje, fue la víspera, cuando la caravana volvió a romperse. El jueves 8, un grupo de unas 200 personas se plantó ante la sede del Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas en México para exigir autobuses que les transporten de modo seguro hasta Tijuana, convertido, al menos por ahora, en destino final para el éxodo. Al frente, Milton Benítez, periodista hondureño y muy activo en las últimas jornadas. Hubo caminata, con una pequeña representación de este éxodo de los hambrientos avanzando por Polanco, una de las zonas más exclusivas de Ciudad de México. Tremendo contraste. Hubo reunión, pero no se llegó a nada claro. A pesar de ello, el grupo llegó a la asamblea coreando un “sí se pudo” que daba para muchas interpretaciones. ¿Qué es lo que se había podido? ¿Autobuses? ¿Otro tipo de transporte? ¿Garantías de seguridad? Según lo relatado en el encuentro del estadio Martínez Palillo, en dos horas iban a recibir una respuesta. Si había buses, adelante con todo. En caso contrario, marcharían como siempre lo habían hecho, a pie y pidiendo aventón.

Es el eterno debate, la esperanza recurrente. En la caravana de marzo pasado, la primera de este tipo, esto es cierto, las negociaciones permitieron que autoridades locales prestasen transporte a los marchistas con relativa frecuencia. Pero eran menos, muchos menos, menos de mil. Era un acto mucho más humilde, no este torrente que ha estirado casi hasta romper las costuras de la política migratoria de la frontera sur de Estados Unidos. Además, siempre es más fácil que un estado o una capital preste unos autobuses escolares que pensar en un monstruo como Naciones Unidas gestionando una agencia de transporte para miles de personas que están desobedeciendo las leyes mexicanas a plena luz del día.

Alberto Pradilla

Lo que plantea Benítez es razonable: el camino que queda hasta Tijuana es tremendamente peligroso, ahí operan carteles del narcotráfico, traficantes de personas, grupos dedicados a la explotación sexual. Qué menos que proteger a los seres más vulnerables que transitan una ruta que en el pasado se tragó a cientos de compatriotas. Los deseos y la realidad no siempre son compatibles y la realidad, la cruda realidad, es que la posibilidad de que Naciones Unidas pusiese autobuses para este éxodo centroamericano nunca fue una opción factible.

A pesar de ello, el jueves por la noche, en la asamblea, se hablaba de autobuses. A la vez, era imprescindible decir que marcharían. Porque hay gente que llevaba cuatro días en las colchonetas del estadio Martínez Palillo, porque el ansia aprieta, porque unos, los que quieren pisar el acelerador, preguntan a los que optan por aguardar si no se han cansado de ser unos “mantenidos”. Qué complicado es gestionar a cientos de personas con tantos traumas y tanta necesidad y tanta energía y tanta angustia.

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Son las 20:00 horas del jueves, 8 de noviembre y el público de la asamblea, mayoritariamente masculino, en un ambiente de mucha testosterona, está ansioso. “Si esperamos…”, arranca alguien con el megáfono. “¡¡¡Nooooooo!!! ¡¡¡Nos vamos!!!” es la respuesta mayoritaria. No hay otra salida. Hay que anunciar que se inicia la marcha. Próxima estación: Querétaro. Hora de la partida: cinco de la mañana.

Algo ocurrió antes de medianoche, porque el grupo cambió de idea.

A las cuatro de la mañana del viernes 9 de noviembre, el estadio Martínez Palillo dormía profundamente. Solo había madrugado la prensa, ajena a los intestinos de una caravana con reglas propias, que se mueve por impulsos, con liderazgos cambiantes y que toma decisiones rápidamente impugnables.

A las cinco, apenas un grupo de impacientes deambula entre las carpas. Gritan, silban, intentan convencer a los dormidos de que hay que ponerse en marcha. Es en vano. Este grupo compuesto por cientos, miles de individuos, es a su vez un ser vivo que toma decisiones colectivas. Y la de aquel momento, inamovible, era que no iban a salir todavía.

Alberto Pradilla

“La mayoría se va a quedar, esperando a que den respuesta al problema. Pero no nos van a dar buses. Es todo paja”. Wiston Betancourt, de Choluteca, Honduras, exiliado a causa de las inundaciones en su tierra, se marcha enfadado. Carga su exigua mochila y viene abrigado hasta casi taparse los ojos. No aguanta más. Avanza, mirada al frente, manos en los bolsillos. No cree absolutamente nada de lo que le digan y considera que esperar un día es perderlo. Así que se lanza, junto a unas decenas de personas. En la cancha, donde casi todos duermen, se prende una discusión. Unos se quejan de que se incumplió el acuerdo para partir y el resto, somnoliento, rebate que son libres de marcharse, pero que se callen y dejen dormir a los exhaustos.

Betancourt camina molesto. Se siente traicionado. En el vagón del suburbano, rumbo a la parada de Cuatro Caminos, el grupo se da ánimos. Dicen que quedarse es una tontería, que lo de los autobuses es “pura paja”.

Al abandonar el metro se encuentran con la inmensidad de México.

Ya no son esa gran masa que colapsaba calles de Chiapas y Oaxaca. Ahora son pequeñitos, casi imperceptibles. Son un grupo de 500 personas en una de las ciudades más grandes del mundo, en plena hora punta. Es como si los grandes edificios los empequeñeciesen. La hilera de caminantes centroamericanos es reconocible por sus mochilas, pero termina engullida por las miles de personas que, en ese mismo momento, se dirigen al trabajo. Las bocinas de los autos. La gente enfadada un viernes por la mañana. Y en medio, los migrantes, refugiados, caminantes. México se los traga con sus grandes avenidas y ellos siguen caminando, más pequeños, igualmente decididos.

Para entonces ya hay, otra vez, dos caravanas.

Alberto Pradilla

La primera, la avanzadilla, terminará durmiendo en el estadio Corregidora de Querétaro. Una decisión que será clave para que los siguientes escojan el mismo lugar.

La segunda, la que se quedó en Ciudad de México, se relame sus heridas y vuelve a tener claro que la ilusión de un transporte seguro hasta Tijuana sigue siendo eso, una ilusión. ¿Por qué Tijuana? Porque, descartado subirse a La Bestia, los migrantes consideran que se trata del camino más seguro. Es el más largo, pero de entre todas las malas opciones que aparecen en el norte de México, creen que se trata del trayecto que les brinda mayor protección.

Nadie quiere a pobres y enfermos en el centro de una ciudad

William Mauricio Derler, de 19 años, de Honduras, que lleva un chaleco verde con las letras PSF (Pueblo Sin Fronteras), se queja de las condiciones en el exterior de la cancha del estadio la Corregidora. Dice que hay gente que llega y tiene que establecerse en los alrededores, todavía más expuestos. Que han hablado con un policía y que este les dijo que no eran bienvenidos en Querétaro.

Como en todos los lugares por los que ha pasado la caravana hay reparto de comida, y los baños del estadio están habilitados con agua caliente. Pero sigue sin ser un lugar con condiciones mínimas para esta gente cada vez más cansada y, repetimos, cada vez más enferma.

Nidia Cruz, de la secretaría de Comunicación Social del Gobierno de Querétaro, dice que se habían implementado dos lugares: San Juan del Río, un auditorio, y el Macroliberamiento de Palmillas, el lugar en el que en un primer momento se había pensado como destino final. Tiene lógica, porque desde aquí se agarra la vía más rápida hacia Guadalajara. Pero eso no lo sabían los 600 enfadados que se adelantaron la víspera. Llegaron, sin lugar a dónde ir. No les gustó el auditorio. Así que se marcharon a la Alameda, en el centro de Querétaro, el centro rico, histórico y turístico de la ciudad.

Cuando no se sabe qué hacer, se tira de experiencia. Y la experiencia, desde que entramos a México, es que el parque central es el punto de reunión.

“De buenas a primeras decidieron llegar acá y se implementó el estadio”, dice Cruz. Reconoce que es “un lugar frío” y que “por eso no se había considerado originalmente”.

La Alameda está en el corazón de una próspera ciudad mexicana y nadie quiere pobres y enfermos en el corazón de una próspera ciudad, sea esta mexicana o de cualquier otro lugar. Los pobres y enfermos tienen acomodo en el extrarradio. Por ejemplo, donde se encuentra el estadio Corregidora.

Francisco Guasco/EFE

Cruz explica que se implementaron camionetas y camiones, transporte escolar, para trasladarles al campo de fútbol, de propiedad estatal.

Ahí llegó Juan Pec al mediodía, después de agarrar un metro, dos autobuses y un camión. Por la tarde, descansa junto a otro grupo de guatemaltecos. Entre ellos hay una chica joven. Se acerca un hombre. Dice que ofrece trabajo vendiendo café, que necesita cuatro o cinco mujeres. Que ofrece 1,200 pesos semanales (458 quetzales, lo que implica 1,832 quetzales al mes, algo más de la mitad del salario mínimo en Guatemala). La gente se queda mirando, pensativa. No se fían. “En Guatemala, cafetería es un prostíbulo”, dice preocupada la madre de la chica joven. Según cuenta, alguien le dijo que este es un lugar en el que operan los Zetas, el cartel mexicano, y había recibido la recomendación de no vestir de modo que pudiese ser interpretado como provocativo. Ajeno a la conversación, el hombre, presunto empresario, ofrece su teléfono, pero nadie lo toma. Desde Ciudad de México se escuchan historias sobre tipos que llegan y ofrecen trabajos de dudosa legalidad. El éxodo centroamericano es un animal herido, que desconfía de los extraños.

Si de verdad este hombre estaba ofreciendo un empleo seguro, quizás proclamarlo a voces entre las improvisadas tiendas de campaña no era la mejor manera de generar confianza. Quizás el Gobierno mexicano podría apoyar. Quizás, entre las oenegés y los repartos de comida y los integrantes de diversas instituciones que se presentan en los lugares de descanso del ejército de famélicos, podría instalarse un stand con aquellos empresarios que ofrezcan empleo. Con seguridad. Con garantías. Con la certeza de que no te vas a subir a un carro y alguien te va a secuestrar, explotarte sexualmente o convertirte en esclavo.

Cae la noche y hace frío en el estadio Corregidoras. Los megáfonos anuncian que el próximo destino es Irapuato, a 100 kilómetros.

Cae la noche y hace frío en el exterior del estadio. ¿Lo escuchan? Es la tos de cientos de personas exhaustas, con los pulmones castigados. Todos toditos parecen enfermos.

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