Y quizá para el caso guatemalteco no tarde en aparecer una producción igual que aborde lo sucedido durante el gobierno del Partido Patriota, pues, en efecto, luego del pasado jueves, las experiencias latinoamericanas de corrupción se nutren de otro caso épico de estudio.
No hace mucho, en un anterior artículo titulado Tsunami, le apunté —al igual que muchos otros articulistas— a la situación que se vivió el pasado jueves en Guatemala: el desnudamiento de un tsunami de complicidades mafiosas a todo nivel en el contexto de la administración del Partido Patriota. Durante la presentación de la investigación, la siguiente frase expresada por el comisionado Velásquez pareció transformarse en una revelación celestial: «La estructura criminal asume el poder».
Con esta frase se hacía referencia a la toma del poder por parte del binomio Pérez-Baldetti. Y puede sonar increíblemente obvio, incluso original, conceptualizar una estructura política como una estructura criminal. Sí, esto es algo muy popular. Pero conceptualizar una estructura criminal como una estructura económica es una cuestión todavía más interesante. La genialidad de la anterior conceptualización apunta a que, a diferencia de una estructura criminal (de cualquier tipo: pandillas, clicas, carteles o asociaciones del tipo clan), donde las lealtades y las asociaciones son a veces complejas de probar, en una estructura económica resulta mucho más fácil trazar la arqueología de las lealtades. Lo que se persigue no es un delito físico, sino una ganancia económica, que siempre deja rastro. Lo anterior fue precisamente lo que el profesor de Derecho en la Universidad de Notre Dame G. Robert Blakey fue capaz de conceptualizar y desarrollar. La herramienta resultó fundamental en el desbaratamiento de las estructuras de la mafia ítalo-estadounidense, que hasta llegada la década de 1980 se encontraban prácticamente intactas. Este fantástico instrumento se conoce como el Acta RICO (Organizaciones Corruptas e Influenciadas por Mafiosos, por sus siglas en inglés).
Su creador, Blakey, pudo darse cuenta de la importancia de introducir cualquier forma de delito dentro de una sola categoría que permitiera aglutinar homicidios, corrupción, robo agravado, etc. La noción de racket equivale a una oferta falsa para resolver un problema que no existe o el ofrecimiento de un servicio por el que nunca se pagará o que, en primera instancia, jamás fue necesario. ¿Le suena conocido lo anterior? Esto actos ilícitos, a veces muy banales, al institucionalizarse producen un patrón que envuelve a todos los miembros de la organización criminal o empresarial.
A la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos le tomó varios años entender este mecanismo, y su creador debió pasar mucho tiempo haciendo lobby para lograr su aceptación. La agencia estaba centrada en perseguir los grandes actos delictivos tradicionales, situación compleja porque las organizaciones criminales usan intermediarios. Sin embargo, al comenzar a perseguir las inversiones económicas, el FBI fue capaz de trazar lealtades y asociaciones siguiendo el dinero que salía de las calles hasta los mismos jefes de la Cosa Nostra estadounidense. Por lo tanto, cualquier negocio callejero que produjera ganancias, sin importar el monto, daba pie al paso de dinero de mano en mano por toda la cadena delictiva, y eso permitía mapear la organización, así como definir responsabilidades por estar en contacto con el dinero.
Es increíblemente interesante que la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) esté utilizando dos mecanismos muy propios de la estrategia estadounidense contra el crimen organizado. La primera, la estrategia de detención de objetivos de alto nivel utilizada por la DEA contra los carteles mexicanos. La segunda, una suerte de semiestrategia basada en el seguimiento del dinero materializado en entornos de negocios o ganancias ilícitas (RICO). Quedan muy claros la conducción y el estilo que esta comisión tiene.
Pero no dejemos de lado lo más importante: esta suerte de proceso y su particular enfoque hacen que, entonces, cualquier persona que haya podido estar en contacto con la estructura mafiosa del PP haya podido recibir —algunos sabiéndolo y otros no— dinero de procedencia ilícita o prestar su servicio profesional a una estructura política que funcionaba como mafia. Porque, con el dinero que originalmente provenía de financistas, constructores y canales de TV, el binomio del PP pudo hacer muchas otras cosas (incluyendo desarrollo de estrategias políticas, consultoría política y análisis político). Posteriormente, en el poder, esos favores se devuelven en al menos 240 contratos que tocan todos los estratos de una sociedad que también se puede definir como sociedad mafiosa, pues, en términos generales, el Estado y la sociedad están de acuerdo en reducir los costos de transacción —regulación necesaria— para el operar político. Queda así revelada una corrupción en la cual todos los sectores sociales (bancos, medios de comunicación, empresarios —viejos y nuevos—, bufetes, analistas políticos, exmilitares y la clase política tradicional) se montan en el juego de corporativizar el Estado. Y ojo, que no estamos hablando de actores paralelos, sino de actores en la legalidad. Y lo más triste: en medio de todo había una sociedad civil que se tragó el discurso de mano dura y de empresarialidad sin notar el monstruo que se producía.
Si lo que detestamos de la experiencia patriota es precisamente la mejor representación de un gobierno empresarial en el que todo dinero, sin reparar en su procedencia, era bienvenido y en el que buena parte de los recursos del Estado se destinaba a pagar discotecas y comprar yates y diversos lujos, creo que va siendo hora de cambiar las reglas del juego que precisamente permiten lo anterior.
Es, además, el momento de discutir la tan necesaria reforma fiscal.
Porque, a ver, si no queremos que las élites se adueñen de los partidos, hay que estar dispuestos a financiar estos por cuatro años por vía de la misma ciudadanía. Y si queremos que la lucha contra la corrupción continúe, no debemos olvidar que todos los casos de alto impacto generados por la Cicig tienen un costo económico, ya que el proceso de investigación, seguimiento, escuchas telefónicas y revisión de documentos no sucede de gratis. Ese costo económico eventualmente tendrá que trasladarse a la ciudadanía para que la ruta sentada por la Cicig pueda continuar a mediano o largo plazo. Es ahora la coyuntura para discutir, sobre todo aprovechando que las élites económicas tradicionales —opuestas a estos puntos— deben sentirse avergonzadas y preocupadas del accionar de algunos de sus miembros. Preocupadas porque ¿cuántos de ellos no aportaron al PP y luego recibieron beneficios?
Ahora es cuando la ciudadanía debe acuerpar la propuesta de reformas.
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