Esta temática fue al final un sendero que permitió abordar los aspectos vinculados al folclor del crimen organizado, concretamente la narcocultura. Fue a través de estas columnas como posteriormente pude colaborar como consultor en el diseño de algunas series sobre el narcotráfico latinoamericano.
Al inicio, sí, la temática de mis columnas se ancló en el crimen organizado, los narcos, los carteles y la penetración del narcotráfico mexicano en Centroamérica. Para ese entonces yo colaboraba con varias agencias de seguridad civiles en Centroamérica. Pero el nombre original de mi columna, Exploraciones en Manresa, aludía a la intención de versar sobre temáticas más profundas, de provocar una reflexión que, al mejor estilo socrático, nos permitiera salir de la caverna (la cueva, el agujero oscuro). Tal como hizo san Ignacio al salir de la cueva de Manresa, o en la narrativa de toda caverna (Sócrates, Jesús, etcétera), la idea era arribar a un punto de mayor comprensión de nuestra realidad. Posteriormente, en razón de un regaño sacerdotal por utilizar el nombre Manresa para cuestiones profanas, mi columna tomó mis iniciales por nombre: DMA.
Fueron un poco más de nueve años en los cuales tuve la oportunidad de estar profundamente en el debate relacionado con la experiencia Cicig, luego con el fenómeno de la plazocracia y posteriormente con el debate sobre las transiciones a la democracia, así como sobre la importancia de las instituciones. En el anterior punto pude comprobar cómo en Guatemala los extremos ideológicos, en lugar de alejarse cual puntas de un mismo hilo recto, hacen un círculo y se vuelven a encontrar. Son, en esencia, antisistémicas y antiinstituciones. Por así decir, donde el chairo mira imperialismo, el facha argumenta intervención extranjera, y de ese círculo vicioso no sale nadie. El mejor ejemplo es la percepción sobre la misma Cicig que se tenía en ambos polos ideológicos, incapaces de hacer un análisis técnico relativo a los mecanismos de cooperación.
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También fui testigo en mis columnas de cómo una palabrita tan simple pero importante como democracia terminaba siendo descarnada cual vil instrumento burgués e inferior a la revolución. Y siempre me pregunté la razón por la cual una periódico universitario, en una universidad privada, y católica, parecía más una publicación de universidad estatal, atea, leninista-marxista. Debo confesar que los debates que tuve defendiendo las instituciones, los derechos individuales y el ethos democrático no fueron fáciles. Y recibir palo de ambos extremos ideológicos fue duro. En Guatemala, la derecha te tilda de rojo si argumentas que las expresiones populares —como la plaza— son parte de los derechos políticos básicos. Y la izquierda te tilda de conservador (o de izquierda pink) si argumentas que las instituciones pueden jugar un rol correctivo por encima de las pasiones de las masas o de la ignorancia colectiva sobre aspectos técnicos. Muchas veces, debo confesar, los debates no tuvieron sentido. No pocas veces parecían esquizofrenia al estar anclados en una bipolaridad incapaz de ver los tonos grises.
Pero precisamente eso es el ágora. La plaza pública.
¿Qué sentido tiene debatir con quienes piensan igual que tú?
¿Qué sentido tiene sentarte a la mesa del debate con quienes van a darte siempre la razón?
¿Qué sentido tiene debatir donde la agenda está definida?
¿Qué sentido tiene debatir si hay palabras sagradas y dogmas intocables (particularmente si estás en el ámbito universitario)?
Y eso, precisamente, fue lo valioso de todos estos años de colaborar con Plaza Pública.
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Por más polémicas que mis columnas fuesen, siempre hubo espacio para publicarlas sin censura y siempre hubo debate por crudo que pudiera ser. En un mundo donde la censura se hace regla (y lo dice alguien que también ha sido vetado académicamente por irreverente, profano, provocador, y por enseñar a cuestionarlo todo), agradezco profundamente que Plaza Pública haya tenido conmigo la vena liberal, propia del mundo universitario maduro: la tolerancia. Donde se puede escribir y debatir libremente, bajo patrones racionales, la censura no es necesaria. Las inquisiciones sobran. Un detalle que no debemos olvidar: hasta el mismo san Ignacio fue perseguido por la Inquisición, ya que su método de reflexión era poco ortodoxo. Ante la sospecha de que las nuevas ideas que él propagaba eran una desviación del dogma de fe (¡ah!, la fijación religiosa en los dogmas), la Inquisición lo pilló. Como le contaría el mismo Ignacio muchos años después al rey Juan III de Portugal: «En Alcalá de Henares, después de que mis superiores hicieron tres veces proceso contra mí, fui preso y puesto en cárcel por cuarenta y dos días. Y si vuestra alteza quisiera ser informado [sobre] por qué era tanta la indagación e inquisición sobre mí, sepa [que fue] porque, yo no teniendo letras, mayormente en España, se maravillaban de que yo hablase y conversase tan largo en cosas espirituales».
Qué interesante: desde el Edén, la capacidad de discernimiento libre ha sido perseguida por deidades y talibanes.
No hay cosa más preciada que la libertad para escribir, deliberar, reflexionar y hacer uso del diálogo sin temor a las represalias.
Y con eso quiero despedirme.
Espero que Plaza Pública no pierda nunca la maña de ser irreverente ante el poder arbitrario. Que sepa provocar socráticamente y producir escándalo donde sea necesario hacerlo. Hay estupideces que merecen ser expuestas (y ridiculizadas en el buen espíritu socrático). Espero que Plaza Pública pueda seguir siendo una cancha donde derechas, izquierdas, liberales, de centro, ateos, agnósticos y creyentes se encuentren para honrar a los dioses del ágora.
En un país donde las diferencias se resuelven a punta de pistola, donde los argumentos incómodos generan censura de medios o donde las universidades vetan en lugar de debatir, solo puedo esperar que Plaza Pública sea un ámbito que permita la proximidad del cara a cara, donde el encuentro con el otro sea un ejercicio de libertad asegurado.
El país lo necesita.
Gracias, Plaza Pública.
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