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¿Es buena idea tratar a las pandillas como terroristas?

Los pandilleros no son terroristas. Son, en todo caso, organizaciones criminales. Para esto ya tenemos legislación
Regresar al paradigma antimaras del 2003 o, peor aún, al modelo contrainsurgente de los años 80 sólo nos dejará más pérdidas humanas y materiales
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¿Es buena idea tratar a las pandillas como terroristas?

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Los integrantes de las pandillas o maras no son terroristas. ¿Pero es buena idea tratarlos como tales?

Declararlos así mediante una ley específica para intentar controlarlas con toda la fuerza coercitiva del Estado puede resultar contraproducente. La evidencia reciente en los países vecinos muestra que una de las consecuencias no deseadas podría ser una nueva espiral de violencia homicida.

En su discurso de toma de posesión, Alejandro Giammattei dijo:

No hay desarrollo sin paz, y no hay paz sin seguridad… Presentaré una iniciativa de ley que pretende declarar a las maras y pandillas como lo que son: grupos terroristas. Ha llegado el momento de que haya paz para nuestro pueblo, ha llegado el momento de que el Estado enfrente con firmeza a esta lacra que extorsiona, que asesina y que no nos deja a los guatemaltecos emprendedores desarrollarnos con toda nuestra energía. Ha llegado el momento que no se identifique más a Guatemala como un país violento. Esta ley nos permitirá la persecución, enjuiciamiento y condena como lo que son: grupos terroristas. Aprovecho instar a las hermanas naciones centroamericanas que tenemos este mismo problema a que hagamos lo mismo, unámonos para acabar con esta mal que tanto dolor, luto, pérdidas humanas y materiales nos ha causado. Enfrentémoslo con todo el peso y el rigor que la ley nos permita. ¡Es urgente atacar las causas estructurales que dan origen a esta plaga! La promoción de una verdadera inclusión social, el acceso a la educación, y la prevención del delito son las bases para frenar el crecimiento de estos grupos antisociales.

Debemos conocer en detalle la iniciativa de ley que el presidente enviará al Congreso de la República para su discusión, pero el contenido y el tono del discurso ya tienen suficiente información para preocuparnos seriamente. Veamos:

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¿Son grupos terroristas?

La agencia de las Naciones Unidas especializada en narcotráfico y otros delitos (ONUDD) explica que aún no existe una definición legal universalmente aceptada sobre terrorismo, pero que hay cierta convergencia en el derecho internacional hacia lo que ellos denominan una definición tradicional:

(i) la perpetración de un acto criminal (como asesinato, secuestro, toma de rehenes, incendio premeditado, etc.) o la amenaza de tal acto; (ii) la intención de difundir el miedo entre la población (lo que generalmente implicaría la creación de peligro público) o coaccionar directa o indirectamente a una autoridad nacional o internacional para tomar alguna acción, o abstenerse de tomarla; y (iii) cuando el acto involucra un elemento transnacional.

En el caso de las pandillas o maras, parece evidente que sólo cumplen con el primer requisito: la realización de hechos delictivos, como extorsión y sicariato. Se puede argumentar que, precisamente, el sicariato tiene como objetivo generar miedo entre la población (segundo requisito), pero este miedo es puramente instrumental en sentido económico (amenaza creíble para que paguen la extorsión) y no en sentido político, es decir, para que la autoridad nacional o internacional tome o deje de tomar alguna acción. Este último elemento me parece clave para distinguir a las organizaciones criminales de las específicamente terroristas. El tercer elemento es que los delitos tengan un contenido transnacional, como en los tradicionales métodos terroristas de secuestro de aviones o la toma de rehenes. En este sentido, aunque las pandillas o maras tengan presencia transnacional, los delitos de los cuales se les acusa no parecen serlo. Por lo tanto, sus métodos y objetivos, así como su alcance territorial se quedan cortos respecto a la definición tradicional de terrorismo.

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La ONUDD advierte que la falta de una definición legal internacionalmente aceptada «puede facilitar la politización y el mal uso del término terrorismo para frenar actividades no terroristas (o, a veces, incluso las no criminales). A su vez, esto puede dar lugar a que los Estados, por ejemplo, violen los derechos de sus propios ciudadanos u otros ciudadanos, como los derechos humanos, en el curso de sus esfuerzos contra el terrorismo.» De hecho, esto es uno de los grandes riesgos de la propuesta de la nueva administración del gobierno guatemalteco: la Policía ya está deteniendo jóvenes bajo el simple argumento de que tienen «la apariencia» de pandilleros.

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La investigadora Pamela Ruiz presentó recientemente su tesis doctoral[1] sobre la evolución histórica de la pandilla Barrio 18 y de la Mara Salvatrucha (MS-13). La primera nació en Los Ángeles, California, en la década de 1960 y la segunda también se originó en la misma ciudad, pero veinte años más tarde. Actualmente, ambas organizaciones tienen presencia transnacional: en los Estados Unidos, Honduras, El Salvador y Guatemala. Comprender esta evolución es importante, pues ONUDD sostiene que en la región, las pandillas «normalmente no están clasificadas como grupos de delincuencia organizada porque su objetivo no es el beneficio económico. […] El delito del que se obtiene una ganancia material no es sino un medio para dominar el territorio.»[2]

Diálogos

Ruiz nos explica que, en sus inicios, las pandillas o maras sí se podían distinguir bastante bien de la definición correspondiente a las organizaciones criminales, pues el uso que hacían de la violencia era esporádico y oportunista, en contraste con el uso estratégico de parte de las segundas. También por el hecho de no especializarse en alguna actividad ilícita en particular, lo cual es siempre el caso del crimen organizado. No contaban con una estructura organizativa tan definida y especializada, mientras que los criminales organizados cuentan con complejas redes en las cuales se asumen papeles específicos. Asimismo los pandilleros podían participar en narcomenudeo, pero no en la producción y tráfico internacional de drogas ilícitas.

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Según Ruiz, esas características han evolucionado a lo largo del tiempo y ahora las pandillas o maras sí utilizan la violencia de manera estratégica para que sus demandas se cumplan (sicariato), se han especializado en ciertas actividades ilícitas (extorsiones), son organizaciones semiestructuradas y han desarrollado mejores capacidades para el microtráfico de drogas. Por lo tanto, se parecen cada vez más a las estructuras del crimen organizado, como las dedicadas al narcotráfico o a la trata de personas. Esto, sin embargo, no significa que les aplique la definición de organizaciones terroristas.

Por lo tanto, los pandilleros o mareros no son terroristas. Son, en todo caso, organizaciones criminales. Para esto ya tenemos legislación que ha resultado bastante efectiva, como la Ley contra la Delincuencia Organizada.

¿Somos un país violento?

A pesar de diez años consecutivos de importantes descensos en la tasa de homicidios, seguimos siendo una de las sociedades más violentas del planeta. Hemos reducido no sólo el número de muertes y de heridos por violencia, en más de la mitad respecto a los indicadores del año 2009, sino que también hay merma en delitos como los que atentan contra la propiedad y la libertad de las personas.

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Una de las explicaciones, la más aceptada entre los expertos, es el andamiaje legal que se empezó a construir desde 2006 con la ley ya mencionada y la creación del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF) y de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG).[3]

No obstante, uno de los delitos que muestra tendencia al alza es precisamente el de las extorsiones, y se sabe que muchas de estas se ejecutan desde las prisiones.

Se asume que una política de mano dura contra las pandillas o maras redundará en menores niveles de violencia. No obstante, el principal punto por discutir es si hay o no una vinculación directa entre la actividad criminal de las pandillas y la tasa de homicidios. Recordemos que durante los gobiernos de Colom y de Pérez se responsabilizó al narcotráfico de la mayoría de las muertes, pero los mismos registros de la Policía Nacional Civil (PNC) no permitían sustentar dicha afirmación. Las pandillas han sido el segundo principal sospecho, especialmente en áreas urbanas.

¿Qué nos dicen los datos?

Los registros de la PNC correspondientes a 2018 (los de 2019 aún no están del todo disponibles) nos dicen:

La PNC desconocía el perfil criminal del 91 % de las 3,881 víctimas del año. En el 6 % de los casos establecía un perfil correspondiente al de un pandillero o marero (197 hombres y 38 mujeres). Esto nos da una idea de su nivel de implicación en la violencia, aunque como víctimas, no como agresores.

De esas 235 víctimas de violencia homicida que la PNC perfiló como pandilleros o mareros, solamente pudieron identificar a 64 de ellas por su respectiva pertenencia: 45 del Barrio 18 (40 hombres y cinco mujeres), y 17 de la MS-13 (14 hombres y tres mujeres). Las dos víctimas restantes fueron identificadas como miembros de otras organizaciones (Banda Arrancadas y Rockeros de Panjoj).

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De estas 64 víctimas identificadas como supuestos integrantes de la pandilla o la mara, las hipótesis sobre el móvil establecidas por la Policía en la escena del crimen fueron las siguientes: 50 % debido a rivalidad entre pandillas, en 25 % sólo dice «mareros» (no se explicita si fueron víctimas de otros pandilleros o fueron víctimas de terceros), 14 % por venganza personal, 3 % por extorsionista (posiblemente a manos de terceros), 3 % en enfrentamiento con agentes de la Policía, y para el restante 5 % simplemente se desconocía.

Como victimarios es aún más escasa la información disponible debido al alto nivel de impunidad en el país. En 2018 fueron detenidas 246 personas sospechosas de homicidios y 424 sospechosas de extorsión o chantaje. La base de datos que anualmente publica y oficializa el Instituto Nacional de Estadística (INE), a partir de los registros de la Policía, únicamente nos permite conocer el sexo y la edad del detenido, no así su «perfil criminal» o pertenencia a determinado grupo del crimen organizado.

Por lo tanto, no hay suficiente evidencia en las estadísticas policiales para afirmar que son las pandillas o maras las principales causantes de la violencia homicida en el país. Siempre se puede voltear la vista hacia las prisiones y determinar el porcentaje de privados de libertad que pertenecen a una pandilla, y la sorpresa es que, al menos en el caso salvadoreño, muchos de ellos entran en la pandilla una vez en prisión.

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«Las políticas de mano dura que se han desarrollado para combatir el fenómeno de las pandillas, en particular ante las maras en Centroamérica, han potenciado el escalamiento de la violencia desde y hacia los jóvenes, a partir de respuestas reduccionistas a la problemática de la violencia pandilleril (Bruneau et al. 2011). La encuesta de internos en El Salvador muestra que un 37% de los internos pertenecía a una pandilla en el momento en el que fue detenido. Del 63 % restante, un 10 % se integró a las pandillas en la cárcel», dice un estudio del PNUD[4].

En Guatemala el porcentaje de pandilleros en prisión no es tan elevado. Al 14 de enero de 2020, el Sistema Penitenciario reportaba 25,429 personas privadas de libertad (13,550 sentenciadas y 11,879 en prisión preventiva). Se estima que hay unas 820 del Barrio 18 y similar cantidad de la MS-13. Por lo tanto, son unos mil seiscientos pandilleros o mareros, lo cual no sobrepasa ni el 10 % de la población carcelaria.

Esto podría deberse a que en la mayoría de las estimaciones sobre la cantidad total de integrantes de las pandillas en Guatemala, las cifras son menores que las correspondientes a Honduras y El Salvador; y a que en Guatemala no se han dado con la misma intensidad las políticas antimaras durante los tres gobiernos recientes.[5] 

¿Tienen efectos positivos en el nivel de violencia las políticas de mano dura contra ellos?

En Honduras se aprobó una Ley Antimaras en 2003, cuando la tendencia en la tasa de homicidios ya venía a la baja, por lo que en 2004 aún se observó dicho descenso, pero en 2005 se revirtió esa tendencia y empezó a subir. La violencia estuvo en continuo ascenso: del mínimo registrado en 2004, de 31 homicidios por cada 100 mil habitantes, se llegó a 86 por 100 mil en 2012. Es decir, un incremento mayor del 100 % (1.8 veces, casi se triplicó la violencia, ver Gráfico 1).

No se puede atribuir automáticamente el aumento a la legislación «antimaras» pero, ciertamente, no contribuyó a mantener la tendencia a la baja.

 

 

En el caso de El Salvador, también en 2003 se aplicaron políticas de mano dura y al año siguiente de «súper mano dura». Ese año se registró una tasa de 40 por 100 mil, pero a partir de estas medidas la violencia aumentó: llegó hasta 64 por 100 mil en 2006.

Fue hasta que se dio la tregua entre pandillas, a partir de negociaciones secretas del Estado con sus líderes en prisión, que la violencia disminuyó un 44 %: de 75 a 43 por 100 mil entre 2011-2013. Luego, cuando se rompió la tregua y se dieron enfrentamientos directos entre agentes de la Policía y miembros de las maras, incluidas posibles ejecuciones extrajudiciales, es cuando la tasa de homicidios alcanzó los tres dígitos en 2015.

En Guatemala también se instaló en 2003 la difundida idea de confrontar directamente a las pandillas criminalizando su mera existencia. Se implementó el Plan Escoba (nótese la connotación: que en efecto se convertiría en «limpieza social»).

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Está documentado judicialmente que durante la administración de Berger hubo ejecuciones extrajudiciales de pandilleros, lo cual generó una espiral de violencia durante el período del ministro Vielmann (de julio 2004 a marzo 2007). Del 2003 al 2006, la tasa pasó de 35 a 45 por 100 mil, un incremento del 29 %.

Así, la evidencia apunta a mayor violencia cuando el Estado intenta reprimir de manera directa el fenómeno de las pandillas. De hecho, la coordinación regional de los tres países del norte de Centroamérica en esa misma línea sólo agravó el problema.

Por otro lado, sabemos que las extorsiones y muchas órdenes de sicariato provienen de las mismas cárceles, por lo que aumentar el número de privados de libertad puede tener el efecto contrario al deseado mientras no se tenga un adecuado control de las prisiones. Esto requiere cambios legales, nueva infraestructura, mejor tecnología e inteligencia, y la erradicación de la corrupción en el Sistema Penitenciario.

¿Dónde está la solución?

Lo dijo el mismo presidente en su discurso: «La promoción de una verdadera inclusión social, el acceso a la educación, y la prevención del delito son las bases para frenar el crecimiento» de las pandillas.

Lo que necesitan sus integrantes es una oportunidad para integrarse a la sociedad. Esto no se logrará imponiéndoles la etiqueta de «terroristas», sino creando fuentes de empleo y políticas públicas para disminuir la desigualdad socioeconómica del país.

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Concuerdo con Nelly Reséndiz[6] cuando dice: «En torno a las pandillas se refuerza un arquetipo del delincuente y esa perspectiva obstaculiza su comprensión. El pandillero es simbolizado en el constructo social como un hombre moreno que proviene de algún barrio pobre o que está en prisión, se le imagina con tatuajes, aunque no siempre los tenga, y se le piensa rifando el barrio (marcando territorio).»

Reforzar esos estereotipos calificándolos de «lacra», «plaga» o «antisociales», como lo hizo el presidente en su discurso de toma de posesión, no contribuye a entender el problema, ni mucho menos a solucionarlo.

La política pública debe estar basada en la evidencia disponible. No debe ser orientada por el clamor popular que busca un chivo expiatorio, ni por arrebatos mesiánicos que pretenden cambiar de un día para otro unas trayectorias históricas que, efectivamente, han dejado una estela de dolor y luto. Regresar al paradigma antimaras del 2003 o, peor aún, al modelo contrainsurgente de los años 80 sólo nos dejará más pérdidas humanas y materiales.

 

Este análisis es una colaboración entre Plaza Pública y el Observatorio de Violencia Homicida en el Triángulo Norte, de  .

[1] The Evolution of Mara Salvatrucha 13 and Barrio 18: Violence, Extortion, and Drug Trafficking in the Northern Triangle of Central America. Escuchar entrevista en este Podcast (2019)
[2] ONUDD (2012). Delincuencia Organizada Transnacional en Centroamérica y el Caribe: Una Evaluación de las Amenazas.
[3] Mendoza, C. (2019). «Guatemala: violencia en tiempos de paz y democracia,» en B. Arévalo (comp.), La Construcción de la Paz en Guatemala. La reconciliación, seguridad y violencia en una democracia precaria, pp. 93-113. FLACSO-Guatemala.
[4] PNUD (2013). Informe Regional de Desarrollo Humano, 2013-2014. Seguridad Ciudadana con rostro humano: diagnóstico y propuestas para América Latina. El documento que ellos citan es: Bruneau, T., L. Dammert y E. Skinner (eds.) (2011), Maras: Gang Violence and Security in Central America, University of Texas Press.
[5] Respecto a la cantidad de pandilleros/mareros en Centroamérica ver la discusión de Renséndiz, N. (2018). Violento, luego existo. Pandillas y maras en Guatemala. UNAM, pp. 51-52.
[6] Renséndiz, N. (2018). Violento, luego existo. Pandillas y maras en Guatemala. UNAM, p. 199.
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