Para los primeros años del siglo XXI, un partido político representaba lo peor de las organizaciones políticas nacionales, una mezcla entre cinismo interesado y un discurso democrático débil, si se contrastaba con la realidad de las dinámicas coherentes con la participación dentro de un vehículo como tal. Al terminar la carrera me di cuenta de que pocas veces hacíamos referencia a los partidos políticos en Guatemala. Nunca me hablaron del Frente Unido de la Revolución o del Frente Democrático Nueva Guatemala. No conocí, hasta terminada la carrera, jóvenes que estuvieran interesados en involucrarse en la arena partidaria, en la batalla por conquistar democráticamente el Estado. Como muchas otras formas de organización legítima, también el derecho a ser partido político fue hábilmente arrebatado y perversamente monopolizado.
Dicho esto, en cualquier sociedad democrática los partidos políticos son el canal de representación de sectores y demandas, de diferentes formas de entender lo público y el papel del Estado en una sociedad. Es una, entre muchas otras vías, de participar en la política. Son necesarios para la salud democrática de un país y, sobre todo, de una sociedad que lucha por sobrevivir sin el apoyo del Estado. Si no se tienen verdaderos partidos políticos, difícilmente se podrá construir una realidad diferente en el corto plazo.
Es cierto que tenemos muchas críticas: la política no se limita a los partidos políticos, estos pierden el horizonte de transformación rápidamente, las elecciones se convierten en el fin último de su quehacer, no tienen proyecto político, no hay coherencia ideológica, arriesgarse a entrar al sistema es convertirse a un pragmatismo que termina por difuminar principios políticos innegociables... Un sinfín de verdades incómodas. La más importante es, sin lugar a dudas, la que brota de aquellas voces que aseguran con razón que los partidos políticos se preocupan demasiado por el partido en sí, y no por la organización.
Un nuevo partido político debe preocuparse imperativamente por ser reflejo de la organización, y no al revés. De nuevo el dilema: ¿cómo organizar un partido que construya un proyecto político colectivo? ¿Se puede hacer desde la ciudad, desde una capital ladina? ¿No deberíamos preocuparnos por escuchar a quienes se han mantenido en las luchas históricas, a quien está resistiendo hoy en los territorios? ¿Desde dónde se escriben las propuestas de un nuevo Estado?
La crisis nos brindó un nuevo aire para la organización en la ciudad de Guatemala, uno que se debe aprender de quien no ha parado de resistir. Parte de ello es dejar de asociar partido político con palabras malolientes. Aun así nos enfrentamos a riesgos. Debemos aprender a ser partido político, no a imagen y semejanza de los actuales y no solo de referentes europeos. Una nueva fórmula es necesaria: desde liderazgos que surjan del servicio político comprometido hasta los esfuerzos comunitarios por reivindicar las formas propias de organización. Es igualmente necesaria una lectura crítica de los partidos obviados durante la guerra. Debemos agotar etapas previas que damos por sentadas, aprender a escuchar y a aprender. Debemos asumir, asimismo, que un partido sin organización es un cascarón que luchará siempre contra su propia opción de fragilidad.
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