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La Puya, una embestida

Esta vez, dos años más tarde, los comunitarios de La Puya, esperaban que, de nuevo, la estrategia funcionara. Los cantos, los coros, la alabanza, era ya el sonido ambiente ante la negación de retirada de la maquinaria y las fuerzas de seguridad… Nadie pensaba retirarse.
El Estado firmó un contrato con una empresa. El Estado, mediante la policía, asegura que eso se cumpla. Pero el Estado nunca preguntó a las comunidades y, sobre todo, durante 10 años no informó sobre la existencia de la licencia de exploración otorgada a Exmingua, el primer permiso que debe otorgar el Ministerio de Energía y Minas
Fotografías de James Rodríguez // http://www.mimundo-fotorreportajes.org/
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La Puya, una embestida

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Tras dos años de plantar oposición ante la mina, la resistencia de La Puya ha enfrentado su primera derrota. Las máquinas, con el apoyo de la PNC, han regresado para construir el proyecto minero El Tambor. Los comunitarios de San José del Golfo y San Pedro Ayampuc, a pesar de ello, deciden quedarse.

La madrugada del viernes 23 de mayo, aún oscuro, el ruido de las máquinas —los motores de una retroexcavadora y 10 camiones de volteo- despertaron a los vecinos del camino que une a San Pedro Ayampuc con el municipio de San José del Golfo. Las máquinas, como había sucedido en otras ocasiones a lo largo de dos años, no iban solas, a su lado, resguardando el avance lento y retumbante, se acompañaban de los pasos apresurados de cientos de policías y de los motores de varias docenas de radio patrullas. A esa hora, todo el contingente se dirigía a la entrada de la mina Progreso VII Derivado, una de las 12 partes del proyecto minero El Tambor. Pero también máquinas y policías avanzaban al encuentro de la resistencia comunitaria La Puya, instalada desde hace dos años y tres meses frente a la entrada de la mina Progreso VII Derivado.

“Hicimos lo que habíamos hecho otras veces”, explicaba Carlos Montenegro, uno de los comunitarios en resistencia, cerca de las 11 de la mañana: “Nos plantamos frente a las máquinas. Las mujeres y los niños rezaron. Detuvieron así a los camiones, la máquina, los mineros y la policía en la entrada de la resistencia”.

Montenegro y otros comunitarios a su alrededor, a pesar de las máquinas detenidas, a esa hora de la mañana se mostraban preocupados. “Hoy lucen diferentes, se ven decididos. Otra veces han salido huyendo”, indicaba uno de ellos, observando a la fila de policías que, con escudos y toletes, había bloqueado por completo el camino.

Yolanda Oquelí, una de las lideresas de la resistencia, también daba una explicación de cómo habían detenido el ingreso de la máquinas durante la madrugada. La resistencia, decía, ante la llegada de la policía, esperaba la presencia de un juez de paz para que verificara la condición pacífica de los comunitarios: “El encargado de la operación policiaca, Pedro Esteban García, de entrada amenazó con arrestarnos. Y no, no traía una orden de juez para desalojar a la resistencia. Lo único que cargaba era una orden administrativa de cuidar el ingreso de las máquinas”.

La historia de La Puya contra la empresa minera enfrentaba así un nuevo episodio de los muchos que ha tenido durante dos años. El primero, por ejemplo, el que inició todo, sucedió el 1 de marzo de 2012, cuando Estela Reyes, una pequeña mujer, se paró frente a una excavadora y la hizo retroceder. El 8 de mayo de ese mismo año, durante otra madrugada, un convoy de máquinas se detuvo en el camino una vez que decenas de mujeres se tendieron en el suelo, cantaron coros y rezaron para impedir que las excavadoras entraran a la mina. Meses más tarde, en diciembre, los antimotines fueron rechazados una vez más con cantos y rezos.

Esta vez, dos años más tarde, los comunitarios de La Puya, esperaban que, de nuevo, la estrategia funcionara. Los cantos, los coros, la alabanza, era ya el sonido ambiente ante la negación de retirada de la maquinaria y las fuerzas de seguridad… Nadie pensaba retirarse.

La resistencia incómoda

Desde que La Puya se consolidó como resistencia comunitaria ante un proyecto minero, su forma de oposición ha sido emulada en otras partes de Guatemala. Es un campamento organizado por distintas comunidades, con turnos de 24 horas, y que se establecen ya sea frente a un proyecto minero, o un proyecto hidroeléctrico. No dejar que entren las máquinas, tampoco los empleados, es parte de la consigna. Defender la tierra, el agua, la vida, son los argumentos. En Santa Cruz Barillas, Huehuetenango, la resistencia se llama Nuevo Amanecer. En Chuarrancho, en Guatemala, la resistencia está en proceso de consolidación. En San Rafael Las Flores, entre los departamentos de Santa Rosa y Jalapa, se quiso implementar algo similar. El jefe de seguridad de la mina San Rafael, Alberto Rotondo, sabía que no podía permitir que sucediera: “No podemos permitir que se establezca la gente de la resistencia; otra Puya, no”, sentenció.

La Puya ha resultado ser algo incómodo para gobierno y empresarios, una piedra en el zapato desde su fundación. “Es un sentido político de resistencia. Por eso el gobierno ha tenido que establecer mesas de diálogo con las comunidades”, resaltaba Antonio Reyes, líder de la resistencia.

La llegada de las máquinas y la policía esta mañana, dicen los comunitarios, ocurrió a tan sólo dos días después del último intento de diálogo, el 21 de mayo de 2014. La intención fue la de reunirse con el gobierno y las empresas Exploraciones Mineras de Guatemala (Exmingua) y Kappes, Cassiday&Associates (KCA). “La reunión fue inviable, no dejaron entrar a los medios de comunicación independientes, no querían que se difundieran los argumentos de la empresa. Decidimos retirarnos a causa de ello”, señalaba Oquelí.

“El diálogo se agotó por todas las vías”, explicaba Dennis Colindres Guevara, representante de Exmingua y coordinador del ingreso de la maquinaria esta madrugada. “Durante dos años se ha intentado llegar a un consenso, pero las posturas son demasiado radicales. La empresa cuenta con licencia de explotación desde 2011. Existe un contrato entre el Estado de Guatemala y nuestra empresa. Y en 2012, se dio una resolución de la Corte de Constitucionalidad que le dice al Ministerio de Gobernación: ‘usted tiene que hacer expedita la vía para la libre locomoción’. En ese marco de ideas estamos haciendo cumplir nuestro derecho”, recalcó.

—¿Hace dos días el diálogo se rompió? —se cuestionó a Colindres.

—Hubo un berrinche. Debido a sus posturas radicales (de los comunitarios). Hay falta de voluntad de diálogo. Queremos que se cumplan nuestros derechos contractuales con el Estado de Guatemala— contestó para dar argumentos sobre por qué ahora, por qué hoy, por qué las máquinas y la policía.

El Estado firmó un contrato con una empresa. El Estado, mediante la policía, asegura que eso se cumpla. Pero el Estado nunca preguntó a las comunidades y, sobre todo, durante 10 años no informó sobre la existencia de la licencia de exploración otorgada a Exmingua, el primer permiso que debe otorgar el Ministerio de Energía y Minas. La empresa, aseguran en la resistencia, tampoco lo hizo y dejó respuestas poco claras en el Estudio de Impacto Ambiental, como el agua a utilizar o el tratamiento que se dará a los minerales. El Estado lo aprobó. 

Libre locomoción Vs. Derecho de Protesta

La juez de paz se llama Ana Guevara. Viene apresurada desde el juzgado de Paz de San José del Golfo. Viene a verificar, tras la petición de una exhibición personal por parte de las comunidades, que la oposición, la resistencia, no haya sido golpeada, ni desalojada, ni amenazada. También verifica que el derecho de todos sea cumplido. Bajo el sol de mediodía Guevara es una especie de árbitro; más bien un maestro de escuela ante una riña inevitable. Se le ve incómoda.

—El libre derecho de locomoción— insiste Colindres.

—El derecho de protesta— argumentan los comunitarios.

—Hay que respetar el derecho de todos— dice Guevara.

—Queremos que sea posible un acuerdo— intenta Mario Minera, representante de la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH).

La conversación es un intento de que no ocurra un enfrentamiento. Oquelí, representante de las comunidades, explica que el proceso de diálogo todavía no está agotado. “La empresa no puede dejar de lado ese proceso. No puede decidir sin haber llegado a un acuerdo con nosotros y con el Gobierno”.

Colindres, repite, propiedad privada / derecho de locomoción / mis máquinas / mi derecho / La Constitución. La juez, luego de veinte minutos, decide: “respetar el derecho de todos. Nadie evade el derecho de protesta. Y nadie puede limitar la libertad de locomoción”. En sus palabras apenas hay argumentos jurídicos, explicaciones. Su sentencia, según entiende, resulta salomónica. Ordena a la policía custodiar la entrada de las máquinas a mina Progreso VII Derivado. Ordena trasladarlas directamente al interior de  la resistencia: La Puya es la entrada a la mina. Hay movimiento. Los cascos se colocan sobre la cabeza. Se forman columnas largas de agentes de la policía. Se golpean los bastones sobre los escudos en señal de ánimo, de nervios, de susto.

La gente reza. Los motores bufan.

La gente canta. El humo sale de las máquinas.

La PDH observa, derrotada.

La primera acción es de la resistencia que retrocede, que se repliega en dirección del campamento frente a la entrada de la mina. Ancianos, mujeres, quedan adelante. Los hombres se acomodan en el último frente. Esperan, cantan, permanecen sentados, otros rezan. Los camiones, la maquinaría avanza. Al lado de las máquinas, cientos de policías las custodian. Caminan y quitan todo lo que estorbe a su paso. La juez Guevara se retira con prisa. “Es complicado, es complicado”, balbucea, se tropieza. El enfrentamiento es inevitable. Lo sabe. Huye, se esfuma. 

Tres embestidas

Hay una tensión que dura más de 300 metros antes del primer golpe. Otra de 30 minutos antes del primer arresto (una mujer). Y una más, que no se agota durante toda la tarde, que inicia con el primer lanzamiento de una bomba lacrimógena. Explota. Arden los ojos, la garganta, el esófago, todo es gas, es gris, es humo, huele a pimienta, se vuelve difícil respirar. Las  máquinas avanzan.

La gente se dispersa. La policía gana terreno. Una lluvia de piedras, palos, los hace retroceder. La resistencia se reorganiza. Sólo hombres esta vez. Esperan una segunda oleada, una nueva embestida de parte de la policía. “¡Qué viva La Puya!”, gritan. “No a la minería”, exclaman. Un policía, desde lejos, se pregunta fastidiado por qué diablos aprueban las licencias de extracción. Otro tira una piedra, grande. Otro insulta y regresa a enfrentar a la resistencia. Y vuelven a caer las bombas, el humo, desde un lado. Los leños, las rocas desde el otro. Las máquinas, entre tanto, no han dejado de avanzar.

Un policía ha caído herido. Una anciana tiene la cabeza abierta. Los dos han comenzado a sangrar. Sus compañeros, cada cual desde su lado del enfrentamiento, los consigue llevar a resguardo. Otra bomba cae. Más humo. Más policías. Más bombas. Menos gente en la resistencia. La retroexcavadora se mueve, el conductor sabe que ha llegado a su posición, a tan sólo unos metros de la entrada de la mina.

Los motores rugen. La gente ha dejado de rezar.

La máquina entra en la mina. La gente ha dejado de cantar.

Gran parte del campamento de resistencia ha quedado inhabilitado. En tanto la retroexcavadora se hace paso en el interior de la mina, la gente sólo observa, frustrada, imposibilitada. Hay comunitarios en la cima de algunas colinas, otros sobre el camino. La policía, como en el inicio, custodia el avance de las máquinas.

Más de 15 civiles fueron heridos y llevados a centros de emergencia. 11 agentes de la PNC fueron lesionados durante el enfrentamiento. Fue el saldo total que dieron a conocer los Bomberos Voluntarios y los Municipales.

“El contingente se quedará durante una semana en el lugar”, explica un agente de la policía.

En la resistencia, con los comunitarios lejos de su campamento, los agentes han ocupado  las instalaciones de La Puya. Una señora, Carolina Hernández, llora, dice que a esa hora, todo tranquilo, a las 5 de la tarde sus lágrimas son de verdad, no las falsas de las bombas. Vilma Carrera, pequeña y pragmática, ha regresado a limpiar el desorden, barre, sacude. Dice: “Queda recomponerse. Estar aquí”. La Puya ha perdido campo, parte de su techo, un 20 por ciento del campamento, pero mientras limpia, ella lo recupera, centímetro a centímetro, con la escoba, reordenando, levantando a los agentes de la PNC, sacándolos de allí para que la dejen, sí, levantar la resistencia y poner agua para el café de la tarde.

 

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