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Después de Postville, un volcán

Tratar de sobrevivir mediante un volcán y la vista del amanecer desde la cima, el turismo, subir y bajar y esperar que queden fuerzas para no sentir cansancio y regresar cada vez que sea necesario
“Nosotros ya no queremos migrar. Es un camino lleno de violencia, de secuestros. Y para nosotros: sueños rotos”, dice Florencio.
El volcán de Fuego en plena actividad. Uno de los atractivos del ascenso al Acatenango.
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Después de Postville, un volcán

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Los deportados guatemaltecos de Postville, la redada más grande de migrantes indocumentados en Estados Unidos, se han organizado para no volver a migrar. En la aldea San José Calderas, San Andrés Itzapa, Chimaltenango, el volcán de Acatenango es un enorme faro que les ha dado la oportunidad de convertirlos en guías de turismo. Su trabajo es volverse invisibles ante el paisaje y buscar así, otra vez, una forma de sobrevivir.

El camino, desde el inicio, es una ladera angosta, empinada, resbaladiza y difícil. En ciertos tramos es una escalera de enredaderas, en otros, tiene alambres de púas y bifurcaciones extrañas que parecen no ir a ninguna parte. Es noviembre de 2016. En estos momentos se trata de una caminata en subida. Seis horas. Un volcán.

A cada tanto, entre cientos de turistas que buscan llegar a la cima del Acatenango, en San Andrés Iztapa, Chimaltenango, varias sombras suben, bajan, corren, hacen pausas, se adelantan, retroceden, dan instrucciones y, por lo regular, a pesar de todo, ellos, guías de montaña, conocedores del camino hacia la cumbre del volcán, no son memorables. No importan en medio del paisaje. No interesan cuando lo relevante es llegar a lo más alto en un solo día, tomar una foto del amanecer –esa trivialidad (Facebook, Instagram)– y descender con el orgullo de decir lo pequeño que se puede sentir uno en este planeta desde la cima de una montaña.

Quién te lleva hasta la cumbre nunca es importante. La simulación radica en creer que lo has logrado en solitario.

Y así son pocos los turistas que reparan en la vida de esos guías organizados que suben y bajan cada dos o tres días el Acatenango. Muy pocos son los que preguntan de dónde vienen, o por qué sus chalecos tienen bordado de un lado: “Consejo Nacional de Atención al Migrante de Guatemala (Conamigua)” y “Asociación Promejoramiento de Deportados (Aprode)“, del otro.

¿Qué hacen unos migrantes subiendo un volcán? ¿Por qué hay deportados en Acatenango? ¿Quiénes son? ¿Cuál es su historia? Es algo que pocos, afanados por el peso de las mochilas, carpas, accesorios, y el frío, se detienen a preguntar.

 

Los guías, no obstante, tienen disponibilidad de contar su historia para los que quieran escuchar. Es la historia de su viaje hacia Estados Unidos. Migrar. Trabajar. Atravesar México. Pensar en Guatemala, en su familia. Buscar un lugar, una ciudad a la cual poder adaptarse. Ser deportado, quedarse sin nada, y años más tarde tratar de sobrevivir mediante un volcán y la vista del amanecer desde la cima, el turismo, subir y bajar y esperar que queden fuerzas para no sentir cansancio y regresar cada vez que sea necesario.

En medio del ascenso, dentro de un descanso lleno de neblina, los migrantes deportados cuentan lo que les ocurrió en 2008. Una de las redadas más grandes en la historia de Estados Unidos es también parte de su vida: una cicatriz. El 12 de mayo de 2008, en Postville, Iowa, fueron capturados cerca de 400 inmigrantes por agentes especiales de la ICE (Immigration and Customs Enforcement). Algunos fueron acusados de falsificar documentos, y otros quedaron en medio de una demanda federal por abusos laborales en contra Agriprocessors Inc., la fábrica destazadora y empacadora de carne kosher más grande de Estados Unidos. Por esta razón, en las conversaciones de estos guías del Acatenango siempre hay frases como éstas:

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–Recuerdo los helicópteros en la mañana. Zumbaban. Era como una película de guerra. Eran como media docena de helicópteros sobrevolando sobre nuestras cabezas.

–Nos dijeron que nos presentáramos a trabajar una hora más tarde de nuestra hora habitual. Fue raro. No sospechamos nada hasta que fue demasiado tarde.

–Yo trabajaba en los mataderos. A nosotros no nos dejaban matar a las reses ni a los pollos. Los judíos eran quiénes se encargaban de esa tarea. Era como un ritual para ellos. Nosotros nos encargábamos de lo demás, de sacar las vísceras, los cortes. Lo más difícil, lo hacíamos nosotros.

–¡La migra! ¡La migra! Todos gritaron ese día y todos empezamos a correr. Pero ya era inútil. El edificio estaba rodeado de policías y patrullas. Eran multitudes de policías.

–Nos pagaban US$6.50 la hora (Q49,40)y la empresa reportaba al gobierno que nos pagaba US$12.50 (Q95). Los descubrieron.  Era una estafa.  Yo trabajaba de lunes a domingo; 12 horas diarias.

–Como un mes antes de que nos capturaran, la empresa nos exigió volver a falsificar nuestros documentos. Ya lo habíamos hecho una vez. Esta vez fue un mexicano el que nos vendió los documentos. Así nos acusaron de falsificadores.

–Nos amarraron las manos con plásticos. Nos llevaron a un corral. Preguntaron en inglés y contestábamos como podíamos. No entendíamos nada. Éramos como 400 ese día.

Estos relatos –cuando se preguntan– también forman parte de las historias que se cuentan durante el recorrido hacia la cima del Acatenango. Los guías cuentan que retornaron obligatoriamente hace más de siete años y en el turismo buscan una manera de sobrevivir: “Un trabajo para no tener que regresar a Estados Unidos. Quedarnos en Guatemala. Lo nuestro. Cerca de lo nuestro. Pero es difícil la situación”, explica Florencio Hernández, don Lencho, de 55 años, guía y presidente de la junta directiva de Aprode.

* * *

Los guías de Postville son 23 en total. Todos ellos provienen de la Aldea San José Calderas, un lugar en el que habitan alrededor de 3 mil personas a menos de un kilómetro de donde inicia el recorrido hacia la cumbre del volcán. De 290 guatemaltecos deportados de Iowa en 2008, 127 fueron retornados a esta aldea que se configura a partir de un estadio polvoriento de futbol en su centro: eso es lo más atractivo que hay en este lugar de calles sin asfalto, casas a medio construir, y polvo, mucho polvo. De ahí salen los guías con sus chalecos, sus sacos de dormir, linternas, una gigantesca bolsa cargada con equipo de acampar, mantas, sartenes, comida, agua, un botiquín.

Don Florencio lleva todo sobre su espalda, con el peso que distribuye desde su frente a través de un mecapal. Luego suben a un bus extraurbano que los llevará al punto de encuentro con algún grupo de turistas que necesitan sentirse pequeños y maravillados por el planeta Tierra al ver –y fotografiar– el amanecer desde la cima del volcán. Desde hace año y medio así es la vida de los deportados de Postville en Calderas: esperar a que algún operador turístico desde la ciudad de Antigua les llame, les indique que hay un grupo de extranjeros que quiere subir el volcán, y recibir una paga (Q300) a cambio de su trabajo. Es la más rentable de todas las actividades rurales y agrícolas que tienen disponibles. Entre los 23 asociados se turnan para subir: una llamada un turno. Y así van llevando su existencia: la vida después de Postville es un volcán.

 

“No ha sido sencillo que nos admitan. Nuestra aldea no está directamente pegada al Acatenango. Pero como contamos con nuestros logos, nuestra personería jurídica, el apoyo de Conamigua, del Inguat (Instituto Guatemalteco de Turismo), y como hemos llevado cursos de la carrera de Operadores de Turismo Local, logramos un lugar para trabajar junto a otras comunidades como La Soledad que es donde inician las veredas de ascenso”, indica Ovidio González, otro de los guías de Postville en Acatenango.

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Ahora Don Florencio, en uno de los descansos hacia la cima del Acatenango señala que allá abajo, a lo lejos, está San José Calderas y cuenta que estar juntos y organizados, luego de la redada de Postville, no ha sido nada sencillo. Muchos de ellos se conocen desde muy pequeños, y cada quien vivía por su propia cuenta, de su parcela, de sus cultivos. Al migrar a Estados Unidos, enfrentar el frío de Iowa, la nostalgia, reventar pollos, romper vísceras, trabajar siete días a la semana, soportar abusos laborales, la unidad y la organización de los guatemaltecos se convirtió en algo necesario. Hoy recuerdan las rentas compartidas entre 15 personas, buscar como voceros a los que hablaban inglés, esa solidaridad entre compatriotas. O ir a la iglesia únicamente para no volverse locos ante la soledad. Y en su mente siempre estaba esa aldea de Chimaltenango que ahora don Florencio observa durante los días de trabajo en que sube al volcán acompañado de extranjeros.

La vida en San José Calderas, antes de migrar, tenía como epicentro la agricultura. Un pueblo pequeño en el que las casas humildes, de lámina, de piso de tierra, se complementaban por las parcelas en las que se cosechaban zanahorias, frijol, maíz, repollos y otras hortalizas. Una pequeña ciudad que con el dinero de las remesas de Postville empezaba a cambiar, a construir casas de concreto, a planificar, como indica don Florencio, un futuro para los hijos que ahora empezaban a ir a mejores escuelas, a la universidad.

Así era San José Calderas, un recuerdo en Iowa, hasta el día en que 900 policías entraron a la fábrica y les apuntaron con sus armas largas.

Aquí en el camino hacia la cima del Acatenango don Florencio suspira:

–Cuando volvimos no sabíamos qué hacer. Teníamos deudas fuertes. Nos habían cobrado Q52 mil por el viaje y algunos no habíamos terminado de pagar. 45 de los compañeros de Calderas lograron una visa humanitaria y regresaron a Iowa; allá están trabajando. El resto (118) nos quedamos. ¿Y ahora... qué hacer... de qué vivir? – pregunta. Un grupo grande de turistas asciende por uno de los flancos de don Florencio y hace una pausa a su relato para indicar que todos los turistas van hacia un camino demasiado empinado.

 –Por ahí no– los orienta.

Y la hilera humana obedece sus palabras.

* * *

Conamigua, a cargo de Alejandra Gordillo, asesoró a los deportados de Postville tras su llegada a Guatemala en 2008 para realizar proyectos que ayudaran a su economía. Entonces recordaron la organización y la camaradería que tenían en Iowa, los recuerdos de Guatemala y su familia, dice don Ovidio, y decidieron intentarlo. Buscaron asociarse. Formar un colectivo. Organizarse y hacer frente así al regreso a casa.

Lo primero fue la crianza de ganado, “pero no prosperó”, dice don Florencio. Lo siguiente, una avícola, pero tampoco lo lograron. En tanto, a lo largo y ancho de Calderas, queda la evidencia de lo que se intentó construir: hay casas con las columnas de hierro expuestas, terrenos baldíos, láminas y concreto que se mezclan para la vivienda.

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“Nosotros ya no queremos migrar. Es un camino lleno de violencia, de secuestros. Y para nosotros: sueños rotos”, dice Florencio. No obstante, mantener la organización de la comunidad ha sido complicado. Algunos de los líderes han buscado una forma de volver a Estados Unidos. Otros, como don Florencio, don Ovidio, don Vinicio, don Jonás –todos integrantes de Aprode– vieron el volcán desde San José Calderas y están intentando confiar en lo que éste les pueda dar.

 “El turismo, ser guías de turismo comunitario, es la forma que tenemos para no volver a migrar”, dice don Ovidio.

Por eso los guías de Acatenango suben cada dos o cada tres días el volcán. Su chaleco –que portan con orgullo– los identifica como los deportados de Postville.

* * *

–¿Por qué migraron tantos habitantes de San José Calderas? – se le pregunta a don Florencio.

–Calderas era próspero, muy próspero. Se podía vivir de las cosechas. Teníamos zanahorias, repollos, coles… Pero en 1998 el huracán Mitch destruyó la carretera. Los compradores, muchos venían de El Salvador, ya no llegaron a la aldea y nos abandonaron. La economía de Calderas se quebró. Muchos empezaron a migrar. Primero uno, luego otro y otro. Todos se fueron a  Postville, en Iowa. Allá encontraron trabajo. Levantaron sus casas acá en Calderas. El sueño era que todos saliéramos adelante–, responde.

* * *

Tras la larga caminata, finalmente empieza a anochecer. Los guías de Calderas, no obstante, tienen un lugar especial para pasar la noche. Se trata de varias plataformas de tierra en las cuales pueden colocar decenas de tiendas de acampar. Otro territorio del volcán, que dicen, les ha costado pelear: “Esta parte del volcán pertenece a la familia Falla, toda esta finca. Hubo un tiempo en que no nos querían dejar pasar ni acampar ni traer a nuestros turistas. Tuvo que intervenir la policía. Hasta acá arriba –3,500 metros sobre el nivel del mar– la policía. Imaginá!”, ríe don Florencio. 

La vista… desde esta parte del Acatenango se puede ver el volcán de fuego en plena erupción. La lava, el ruido, las estrellas, todo será parte de la noche. Don Florencio y don Vinicio (otro de los guías, también deportado de Postville) preparan las fogatas, el agua caliente, las sopas. Hoy un grupo de europeos pasará la noche en estas plataformas para luego subir de madrugada y ver el amanecer desde la cima. Ninguno de ellos preguntará a los guías sobre su historia en Estados Unidos, su deportación, su vida. Y pasado mañana los retornados de Postville serán borrosos en su memoria, obnubilados por el sol del amanecer que sí será recordado, capturado por sus cámaras.

 

Los turistas duermen y los guías conversan entre ellos. Hablan, alrededor de la fogata, sobre las últimas noticias de la montaña: una cacería de ciervos, una carrera de alta resistencia entre los volcanes Fuego y Acatenango, alguna que otra noticia desde Iowa. Así hasta que únicamente se escuchan los retumbos del volcán Fuego y su erupción interminable.

Cerca de las cuatro de la mañana el campamento está lleno de lucecitas y respiraciones agitadas por el frío. Las lámparas han sido encendidas. Turistas y guías están listos para caminar hasta la cima. Pronto amanecerá, dicen. Es la motivación más importante para estar en este lugar y de pie a estas horas. “Hay que llegar antes de que salga el sol”, murmura Don Florencio cuando ya ha empezado a marcar el paso en la oscuridad. Pero el camino está lleno de arena y todos resbalan: un paso para retroceder tres. Así durante dos horas.

–Nunca en mi vida me imaginé que terminaría de guía en el volcán. Desde pequeño me he dedicado a la tierra, y luego la tierra ya no dio para ganar dinero– explica don Florencio en la oscuridad.

Poco a poco, la punta del volcán se perfila entre las estrellas.

–Queremos ser una operadora de turismo. Manejar nuestra propia agenda. Coordinar los viajes. Tener los enlaces. Ser más independientes– continúa el guía.

Cuando empieza a amanecer, en la cima del Acatenango, “el plato”, hay al menos unas 800 personas. El sol sale y las cámaras empiezan a disparar. Los guías del Acatenango están pendientes de las personas que son parte de cada uno de sus grupos. Esperan a qué suceda la salida del sol. La gente se asombra, abren los ojos tanto como pueden, sonríen. Bukowski alguna vez escribió que en el amanecer no había absolutamente nada de maravilloso. Otra vez sale el sol y eso es todo. Para los guías también es otro amanecer como tantos otros. Y en el paisaje permanecen sin poder resaltar o competir contra el amanecer, completamente desconocidos. Es su forma de sobrevivir a estas alturas de 3,900 metros sobre el nivel del mar. El frío se cuela entre los huesos. La vista es de una naturaleza completamente trivial: volcanes, océano, ríos, un lago, el horizonte, las estrellas. Pero la sensación de cada turista –es evidente– es de triunfo, de logro personal. La mirada de los guías de Postville es otra: un trabajo, al fin de cuentas, para no volver a migrar.

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