En la madrugada de la ciudad existe un paréntesis enorme –un universo– lleno de cosas que no dejan de moverse. Gente que corre de un lado a otro y se atropella en la oscuridad desde las tres de la mañana.
Hay bulla —bocinazos, gritos— y bultos y autos y picops y camiones y carretas y cargadores sudorosos; cada cual representa una pelea por un espacio en medio de un centenar de reducidos callejones.
El desorden se construye de infinidad de colores y olores, los que emiten las miles de personas que se mueven de un lugar a otro a toda prisa, y los matices que surgen de la carne y los mariscos frescos recién llegados, las frutas, las verduras o el humo que sale de los vehículos y los comedores improvisados. Es algo que ocurre todos los días, siempre a media luz, entre sombras, cuando la ciudad de Guatemala todavía no despierta del todo.
Así son pocos los que se enteran que justo antes del amanecer, en el mercado de La Terminal, en la zona 4 de la ciudad de Guatemala, una buena parte de sus existencias está siendo configurada: qué comer, qué comprar, qué llevar, qué hay, qué hace falta, qué fruta o verdura fue escasa esta mañana… Cantidad, calidad, el valor de cada producto varía cada semana o cada mes. Es una cuestión mercantil, de oferta y demanda. De excedentes y carencias. De gritos, desvelos y madrugadas.
El mercado de La Terminal es un monstruo anárquico, que cada día encuentra su balance, y como efecto colateral ordena los precios de la mayoría de productos de la canasta básica (y más) que consume la ciudad de Guatemala y los municipios aledaños.
Ajuste, regateo, cantidad, escasez, mayoreo y precio.
A esta hora todo se resume a cientos de voces que venden, compran, gritan y consumen. Un ecosistema de precios en picada o en subida. Días en que todo es ganancia o días en los que hay que ajustarse al mercado y enfrentar una pérdida. Millones de quetzales, en efectivo, siempre en movimiento.
Gente, bulla, intranquilidad. Vegetales, carne, fruta…
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A inicios de los años 50 del siglo pasado, La Terminal se construyó para convertirse en la central de buses más importante de Guatemala. Ahí llegaría la mayoría de rutas desde Occidente, Oriente y el Sur. Ahí llegó también, poco a poco, el comercio de los productos de consumo diario, y el mercado (adjunto a la central de buses) que sería una central de productos al mayoreo, una central de abastos, se expandió por calles y avenidas hasta asegurarse un espacio que hoy ocupa casi el kilómetro cuadrado.
Algunos estudios académicos explican que la transición a la era democrática, en 1985, hizo crecer el comercio informal en toda Guatemala. Era parte de cierta libertad económica que se respiraba en aquellos tiempos que corrían. A La Terminal llegaron los pequeños comerciantes en busca de una oportunidad para crecer y sostener a sus familias. Lo cierto es que nadie sabe a ciencia cierta cuánto representa el mercado de La Terminal en términos económicos. Hay estudios fiscales y tesis de grado que han intentado medir su impacto en el crecimiento económico del país. Se habla de Q30 millones diarios, casi Q11 mil millones anuales. Pero no hay datos precisos sobre este tipo de comercio que no se reporta nunca y nadie fiscaliza. La queja recurrente de los investigadores y académicos es que sin control del Estado nada se puede medir. “En este mercado informal no se aplican leyes, reglamentos y normas de convivencia, mercantil, tributarias y normativa laboral”, indica el abogado Mario Soto Ramos, en su tesis de posgrado.
“En la actualidad los vendedores de La Terminal de la zona 4 se han organizado de tal manera que es imposible penetrar en las estructuras administrativas de los propios vendedores”, señala Soto.
Las estructuras de los comerciantes, no obstante, existen y son dinámicas. Están vivas y mantienen sus propias convivencias. Cada sector –desde los tomates a la piñera, o de los plátanos a los vegetales, de los mariscos a la carne, del carbón a la basura y los cargadores– ha estructurado sus propias reglas económicas. Entre ellos parece haber respeto. Las reglas, aunque informales, son claras, sin necesidad de estar escritas en piedra. Incluso los comerciantes de La Terminal se han hecho responsables de la seguridad de todo el mercado, sin acudir a las autoridades estatales. Unidad y bloques y organización que, en conjunto, han sido capaces de convertir a La Terminal en un catalizador de la oferta y la demanda. Este mercado es el gran estabilizador de precios para una buena parte de todo lo que se consume en la capital.
El precio de cada producto depende siempre de la hora, del día, de las temporadas de eventos marcados en el calendario y de las cosechas. Nunca, por lo general, el precio suele ser el mismo. Y a pesar de los cambios constantes, la informalidad o el propio caos, La Terminal mantiene en gran medida el equilibrio económico de la ciudad cada día.
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En la oscuridad de La Terminal, los primeros en llegar siempre suelen ser los comerciantes de vegetales. Todo empieza por el área de legumbres y los vegetales. Aquí, cerca de las tres de la madrugada, hay al menos cuatro lugares dispuestos exclusivamente para las verduras. Verduras de Patzicia. Verduras de Sololá. Verduras de Chimaltenango. Gritos, picops, gente. Sombras. Un Wall Street extraño sin corbatas ni trajes elegantes en el que los comerciantes vestidos con gabachas y lagañas en los ojos, pujan por mantener la estabilidad en los precios y obtener ganancias. Todo ocurre bajo las luces fluorescentes de baja intensidad de un parqueo que, vacío a estas horas, se convierte en la plataforma económica más importante de los vegetales dentro de la ciudad.
Si llega demasiado brócoli el precio se mantiene bajo: “Q23 el costal o Q20 en los días malos”, dice Efraín González, de Patzicia. Si el repollo es escaso se convierte en el producto más codiciado. “Q16 la caja”. La zanahoria se cotiza al alza cuando llega una alta proporción de tamaño gigante y mediano, y cae cuando llega pequeña, que casi nunca ocurre: “Q40 a Q50 la bolsa”, dice González.
Cada producto tiene sus clasificaciones especiales.
Los picops entran cargados desde las dos de la mañana al parqueo de las verduras y salen con algo parecido a basura orgánica, sucios, destilando el miasma de los vegetales aplastados, cáscaras y ramos de hojas maltratados. Es desecho tan fresco que no huele mal todavía. Cada carga, entre gente que sale con enormes bultos de verduras sobre su espalda, dura una hora aproximadamente en desaparecer. Así los vegetales y verduras se distribuyen a los locales más pequeños dentro La Terminal, y de ahí, mucho del producto será puesto de nuevo a la venta y llevado a los mercados municipales. Es cuestión de horas para que una legumbre adquiera algo de plusvalía. La fórmula es sencilla: costo sobre costo: cosecha + gasolina + carga + transporte + distribución. “Son quetzales sobre quetzales”, ríe Gonzáles. “Así funciona: precio que conlleva otro precio”, explica. La mayoría de veces el aumento de precios es medido en centavos.
Cuando la gente de las distintas zonas de la capital sale a comprar a cada mercado municipal, durante las mañanas, los precios ya han pasado por estos procesos. Y hay estabilidad en la compra venta, aun si se da el regateo.
La mayoría de comerciantes de La Terminal narra que su jornada empieza cerca de la media noche en sus comunidades. A esa hora se levantan y salen hacia la capital. Ese día un pequeño ejército de jornaleros ha pasado afanado en la cosecha de los productos. Y a media tarde, las cargas quedan listas y sujetas para partir por la noche. Es habitual que dividan los productos por tamaño: grande, pequeño, mediano. En algunos casos, la clasificación se da por calidad. Algunos comerciantes apartan los mejores productos para la exportación. Lo demás llega a La Terminal o a los mercados similares del resto de departamentos del país.
“Cuando nos acostamos no sabemos lo que va a pasar con nuestros productos. Es cuando llegamos a La Terminal que vemos el precio que podemos poner”, dice Miguel Sánchez, comerciante de piñas de la aldea el Jocotillo, en Villa Canales. Las piñas suelen costar entre Q3 y Q8 dependiendo del tamaño. En los mercados municipales el precio aumenta relativamente. Sánchez dice que una buena parte de las piñas del Jocotillo la venden directamente a supermercados como La Torre o Wallmart. Y hay quienes exportan hacia Europa desde la aldea.
En La Terminal, antes de que amanezca, también rondan los intermediarios de importantes restaurantes y hoteles. Los comerciantes narran ocurrentes que ven chefs –gorro, filipina ajustada, y red de cabello– intentando seleccionar lo mejor de los productos, y junto a ellos, pequeñas señoras –delantal, cabello al aire, canasto bajo el brazo–, la mayoría cocineras de comedores, dedicadas a la misma tarea. Platos que se venderán en dólares versus almuerzos ejecutivos que formaran parte de algún “menú del día”.
“Llegamos de madrugada. Al entrar en la piñera de La Terminal, empieza lo divertido. Uno debe observar cuánto hay, lo que no hay, lo que ya se va acabando…”, dice Sánchez. “Entonces sabemos el precio”.
No hay un acuerdo abierto sobre este trato. No hay altavoces que indiquen o impongan una cifra cada día. En silencio pero con los sentidos atentos, cada comerciante debe leer lo que ocurre a su alrededor para colocar sus precios.
Hay comerciantes que corren con un poco más de suerte y tienen clientes fijos, con precios fijos. No importa cuánto producto llegue cada día, las pérdidas y las ganancias, son asumidas de forma diferente cuando el picop del Sheraton o del Camino Real o de Hilton Princess –un picop como cualquier otro, sin nada de glamour a simple vista– se mantiene a la espera justo en la entrada de La Terminal.
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Hasta para el más experimentado comerciante La Terminal es un laberinto a la hora de llegada. No sólo por la oscuridad de la madrugada. La cuestión fundamental está en el cálculo. En el azar. En atinar a la configuración diaria del mercado. Entre tanto producto, la gran mayoría de los comerciantes se mueve a tientas, con discreción, antes de poner un precio. De eso depende ganar o perder.
“Poner precio” es algo que ocurre en cada sector de La Terminal justo antes del amanecer. Las verduras desde las tres de la mañana; la bananera que trabaja todo el día, camión tras camión; la tomatera y sus guerras de tomates entre los comerciantes; la piñera y sus decenas de picops cargados que ocupan un parqueo al aire libre; la naranjera que llena cada dos horas los cajones hechos de tablones; la platanera que en los últimos años debe competir con la producción que sale de Honduras y que distribuye para todo el mercado centroamericano.
“Es una apuesta”, dice Carlos García, comerciante de plátanos. “Una vez que entras a tu sector hay que tener olfato. Las cosas suceden en silencio. Observas. Los demás te observan a vos. Miran tu producto. Por ejemplo, para el plátano, hay maduro y hay cachaza, hay criollo y también plátanos a los que aún les falta madurar. En los locales de La Terminal, dependiendo de lo que busques, tienes toda esta diversidad para escoger”.
A las cinco de la mañana, García recorre los locales de plátanos sin decir una palabra. En silencio inspecciona lo que han traído sus demás compañeros de sector. Tras media hora regresa a su local y dice: “Hoy hay mucho criollo: el precio baja. No hay mucho maduro, de consumo inmediato. Eso es lo que hay que aprovechar. El maduro será escaso y tendrá buen precio”. A su alrededor, decenas de cargadores se esfuerzan por mantener el equilibrio con varias pencas de plátano que llegan al metro y medio de altura por encima de sus cuerpos. Del camión al puesto: Q25 por varios viajes hasta agotar toda la carga.
Las ganancias no son nada despreciables. De los plátanos, en un día, se puede sacar entre Q1 mil a Q2 mil. De los tomates entre Q500 a Q1 mil. Un picop cargado de piña cuesta Q2 mil. Una caja de naranjas ronda los Q500. Hay bastedad, competencia, para cada uno de los productos en La Terminal.
Miguel Sánchez, comerciante de piña, explica que a pesar de lo que se pueda ganar, todo recae en el cerebro al hacer cuentas. Tener claro el panorama. “No podes trabajar acá sin pensar en invertir. De las ganancias una parte será invertida en la producción, en el traslado, en la paga para el arrendamiento de los cultivos. Es casi hacer piruetas. Y sólo los que tienen habilidad continúan vivos. Habrá buena convivencia pero el más grande siempre se comerá al chico”, sostiene. En esta inversión también incluyen los sueldos de los jornaleros encargados de la cosecha, entre Q75 y Q60 el día; o los cargadores, Q15 a Q20 cada “llevada”; además de fertilizantes y otros gastos como el derecho a estacionarse dentro de La Terminal: Q35 diarios.
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El mundo del mercado es muy distinto a cualquier otro ecosistema dentro de la ciudad. Hay cargadores que llevan sobre sus espaldas el equilibrio de la ciudad, el precio que se ha fijado. Carretas, picops… cada quien en lo suyo. La gran mayoría de los que sobreviven desde La Terminal entienden este universo que no deja de moverse en ningún instante a su alrededor. Los comerciantes como Sánchez, González, García, tienen una mirada que suele ser una mezcla entre desvelo y estoicismo, le hacen ganas, pero es algo que les apasiona de manera sencilla. Lo entienden, saben cómo tratarlo y son parte de un ecosistema que defienden a todo costo. No es que filosofen o que le den muchas vueltas. Solo, dicen, les gusta y en ese verbo hay algo que los integra con este mercado, el más grande de Centroamérica.
Hay otras centrales de abasto cercanas a la ciudad de Guatemala, como la Central de Mayoreo (CENMA), pero que contienen otras lógicas fuera del perímetro de influencia de la municipalidad de Guatemala, con mayor envergadura. En algún momento de la década pasada se intentó un traslado masivo de La Terminal hacia el CENMA, pero la organización y la estructura formada por los comerciantes de cada sector de productos –incluso estudiado como movimiento social de resistencia por algunos académicos– planteó una fuerte resistencia. Se quedaron.
La Terminal no sólo es una cuestión económica para los comerciantes. Acá viven. Sus familias ríen y juegan junto a ellos. Se relajan cuando la hora y las dinámicas del mercado lo permiten. Pueden incluso profesar su religión, escuchar los gritos de un pastor evangélico en medio de costales de maíz, o rezar a la Virgen del Rosario, en la capilla. Los niños también pueden estudiar en cualquiera de las tres escuelas que funcionan dentro de La Terminal, y regresar con sus padres para apoyar en los negocios. Venden productos, pero también estas familias son producto de un sistema que procura pobreza, desigualdad, y la informalidad y el caos resultan en una alternativa viable para resistir y llevar una vida.
Ellos, junto a sus productos, la puja diaria por fijar un precio, además configuran la existencia de toda la ciudad. Forman quizás una de las partes más fundamentales de una cadena de producción y distribución que necesita automatizarse cada vez más y que debe funcionar con un ritmo estable y productivo para satisfacer las lógicas de una microeconomía: la transformación de cada producto en algo más, con nuevos precios, cada vez más altos, hasta que alcance otros sectores económicos con mejores ingresos y se concrete una transacción. Una piña se transforma en una bebida, en una piña colada, llega al interior de un pastel o termina sobre una pizza, y así aumenta su valor. El trabajo de los que viven de La Terminal afecta a toda la ciudad, en el bolsillo, en la alimentación, en las maneras de consumo. La Terminal forma parte de nuestra diaria existencia.