Desarrollada y estimulada desde púlpitos, cátedras, micrófonos y cámaras, en Guatemala es de uso generalizado para quedar bien con los otros, ganar simpatías y construir fortunas. La honestidad y la integridad no producen réditos, y, educados en las últimas décadas para buscar sobre todo el beneficio personal, la fortuna fácil y el acomodo social, justificar la honradez en la obtención de las riquezas no es necesario. Se admira y reverencia al próspero, al supuesto emprendedor, por lo que consigue, y no por lo que hace para obtenerlo.
En una cultura como esta, la fidelidad a los principios, a las promesas hechas, a los compromisos públicos y privados no tiene sentido: es cosa del pasado y quienes la exigen son calificados de tontos. De ahí a que en la política se exija fidelidad a lo propuesto y asumido parece ser cosa de otras latitudes. El astuto, el inteligente, el emprendedor no tiene por qué cumplir con lo pactado, por lo que, si algunos —muchos— le dieron su voto porque lo vinculaban con una organización y una propuesta electoral, él, muy moderno, afirma que los votos son suyos como las monedas y los negocios que desde la curul pueda hacer.
Pero es necesario diferenciar la distintas prácticas de cambio de organización partidaria para no caer en los falaces y manipuladores argumentos que, como en los editoriales de elPeriódico y en varios artículos de sus columnistas, se han venido presentando para justificar la práctica de los diputados comprados por FCN y, de paso, descalificar a los que desde el Parlamento los critican y cuestionan. Para esos deformadores de la opinión pública, que un diputado en un momento de su vida política cambie de partido resulta ser una práctica idéntica a la de los que, elegidos como miembros de una organización, luego resulten votando y negociando a nombre de otra.
En la actualidad hay muchos políticos que, habiendo iniciado su labor en la izquierda o en la derecha, se han corrido al centro o a posiciones menos radicales. Se les puede acusar de falta de solidez ideológica, de inconsistencia, pero no de infieles a sus organizaciones. Nineth Montenegro, Mario Taracena, Arístides Crespo y Oliverio García son claros ejemplos de este comportamiento, legítimo y hasta obvio en un país donde la formación y el debate ideológico han sido reprimidos más que violentamente en los últimos 60 años y donde las organizaciones políticas son, en su inmensa mayoría, de derecha, con apenas algunos matices que las diferencien.
Pero lo que aquí se ha dado en llamar transfuguismo, que en sentido estricto es una infidelidad política y un fraude electoral, es una falta que no comete quien, concluido un proceso, se presenta a una nueva elección con otra organización y hasta posiblemente con otros propósitos. Tránsfugas —infieles— tampoco son los que ante una crisis institucional intentan crear una nueva agrupación que, suponen, representa más sus posiciones ideológicas. Los fundadores de Líder y de Todos, así como los que hoy intentan sobrevivir en MR, son ejemplos de ello, unos como fraccionamientos de la UNE y los otros del PP.
Pero, si el error de Líder fue salir a comprar más diputados para venderse como aliado necesario del gobierno patriota y así dar prebendas a sus recién llegados, el de FCN ha sido comprar a casi esos mismos diputados para defender los intereses políticos e ideológicos del grupúsculo de oscuros exoficiales del Ejército que lo controlan y dirigen. Es aquí donde vemos tipificada la práctica de la infidelidad partidaria, la que al final de cuentas aquellos editorialistas y columnistas tratan de justificar haciendo parecer como idéntica a otros procesos de cambios partidarios.
Quien durante una misma legislatura se cambia de organización no solo realiza un acto personal y voluntario, sino que defrauda abierta y públicamente a quienes lo eligieron. Y es eso lo que debe ser no solo sancionado legal y políticamente, sino, lo más importante, rechazado por la sociedad. Para ello es imprescindible no tratar de confundir a la opinión pública uniendo trigo con cizaña solo porque a como dé lugar se quiere inviabilizar un proyecto o a políticos en particular.
La infidelidad partidaria, si bien saca a luz la inconsistencia y el oportunismo político de quienes la practican, evidencia también, fehacientemente, la debilidad y el mercantilismo de la organización que los acoge. FCN, como Líder en su momento, deja claro que no le interesa impulsar un proyecto concreto de país, sino aproximarse al poder público para que sus miembros obtengan beneficios personales. Y aunque el presidente Morales quiere quedar al margen de esta fraudulenta transacción, es necesario recordar que él, de manera clara y tajante, hizo público varias veces que los dirigentes de su partido eran gente que compartía al cien por ciento sus posiciones. En consecuencia, él es más que responsable de esas compras.
Si a Arzú y a Portillo los electores les dieron una aplanadora en el Congreso, la población, al evaluar el desastre que al manipular el Legislativo se produjo, se la negó a Colom y a Pérez Molina. Todos construyeron sus bancadas con retazos y pozoles de otros partidos, pero en su momento fueron elegidos para apoyarlos, fueran muchos o pocos diputados.
Esta vez la población fue muchísimo más cauta y, si bien se encandiló con el cómico, prefirió diputados de otras tendencias, de otras organizaciones. El fraude, en consecuencia, se debe sancionar, y los diputados deben ser obligados a mantenerse en su organización o a declararse independientes. El TSE y la Corte de Constitucionalidad bien pueden tomar cartas en el asunto, y los voceros del absolutismo no deben tratar de confundir peras con manzanas.
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