Las formas en que opera la ideología, a partir de circunstancias normalmente no identificables a simple vista. Pero esas circunstancias no son casuales, son tangibles en tanto prácticas, son históricas y adecuadas al momento y las necesidades de los actores que las promueven.
Después de la celebración de las primeras quince primaveras de una paz inexistente, el fantasma ideológico del anticomunismo intenta posicionarse nuevamente. La ofensiva jurídica de gente vinculada al ejército y a la derecha retrógrada por enjuiciar a miembros de la exguerrilla ha destapado ese espanto oculto en el discurso de la democracia auspiciada por la cooperación internacional. Pero eso es solamente una prueba más de todo ese andamiaje económico y político que ha reinado en nuestro país. En el presente, lo ideológico ha tomado posiciones más delicadas. El mismo ambiente que se respira de despolitización de la mayoría de la población o de indiferencia por posicionarse más allá de la queja contra la inseguridad y el desempleo es un indicador importante.
En una sociedad como la guatemalteca, donde las escenas cotidianas desbordan una complejidad de relaciones, nuestras acciones son condicionadas entre lo sutil y lo violento. En ese sentido, con los resabios religiosos de dominación que imperan en la configuración de valores y su reproducción a través de la familia, la educación y el trabajo, la ideología se constituye en uno de los elementos que se afianzan casi de manera invisible. Sutil en tanto la dicotomía de lo bueno y lo malo persiste como parámetro de regular conductas y violento en tanto las formas van más allá del golpe: la manipulación, el mesianismo, la política y el entretenimiento, entre otros. Es una época en que los discursos de la buena apariencia abundan en correlación con el consumismo cínico. Lo histórico no cuenta.
Durante la Guerra Fría a nivel internacional, y la represión y las resistencias a nivel nacional, el anticomunismo sirvió como bandera ideológica que depositó en la educación, la militarización, la religión y la patria el referente simbólico de una falsa institucionalidad democrática, y las formas exacerbadas de racismo, miedo, desorganización, indiferencia y subordinación.
A finales de la década de 1980, los discursos comenzaron a cambiar. La ideología debía contar con nuevos argumentos y formas de llegar a la gente. Por ello, de esa fecha para acá el recurso más utilizado ha sido el del mercado. Esa famosa mano invisible que todo lo regula y que reduce a oferta y demanda los roles en la sociedad. Simplifica el cúmulo de contradicciones que se expresan a través del trabajo como relación social y de la propiedad privada como valor prevaleciente.
En la práctica, el capital y las relaciones derivadas de su posesión, manejo y utilización atraviesan subjetividades. Arremeten de la mano de la realidad desfigurada y nubosa, ocultando el sentido de fondo. Fondo que se sustenta en el marco jurídico y en la validación de los discursos a través de las empresas de información. Una sociedad repleta de espectáculos que diluyen la inteligencia entre videojuegos, tecnología y una agónica idea de nación repleta de folclorismo racista.
Ese proceso de acomodamiento ideológico lo dejaron gobiernos, políticos y empresarios en manos de quienes administran y venden las diversas formas de comunicación. No es casual que después de procesos de paz en países en guerra y de la transnacionalización de capitales antepuesta a la soberanía de los Estados se fortalecieran las prácticas, digamos, “no ideologizadas”, esas cuyo argumento es que están pasadas de moda o de sistemas de gobierno nada democráticos: ¿son democráticos el capital y quienes lo manejan?
Las causas siguen siendo históricas y estructurales, pero, la batalla posible en el presente continúa siendo ideológica. Esa mirada al otro lado que hoy vivimos la mayor parte de la población no es la ausencia de ideología. Es la sutil y violenta manera de estructurar previamente nuestra percepción de la realidad. Es de envolvernos en la burbuja de la seducción de la compra y la venta de todo. Es una estética de la confusión, de lo indistinguible, de lo que no tiene ni pies ni cabeza para provocarnos pereza, por un lado, y una suerte de alegría en tanto nos escondemos detrás de las identidades virtuales.
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