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Una historia de desesperación y recompensa

A esa edad, uno nunca imagina tener que habituarse a otro lugar. De los cultivos pasaron a residir en cuartuchos de lámina, cuartuchos de adobe. Otros, también en habitaciones pequeñas, viven a la orilla del río. Y así por todas partes del casco urbano.
Si ustedes tienen un diálogo con esos invasores lo único que les puedo decir es que no se vayan a atrever a meter porque ustedes saben muy bien de que ahorita gasolina en parejo a todo aquel burrinche que no entienda, y que no sé qué. Hay que agarrarlo y quemarlo. Yo sí de veras no le encuentro salida a todo esto. Si los invasores quieren fuego, fuego. Aquí es privado, yo no voy a salir a echarles verga en la calle. El que entre aquí, entró, pero ahí sí que se olvide.
A Balbino Reynoso Laynes le prometieron todo, y luego le arrebataron todo, y luego desde la vía legal, lo recuperó.
Un retrato de algunos protagonistas de las 23 historias de los mozos colonos que menciona este reportaje.
Daniel Pérez, 78 años.
Eduardo Puac, 79 años.
Carmen Barrios, 70 años.
Profirio López Pérez, 75 años.
José Guadalupe Pérez, 77 años.
Aparicio Coronado, 77 años.
Cirilo de León Miranda, 78 años.
Desideria Arminia, 78 años.
Julio Maldonado, 78 años.
Raymunda Pérez, 75 años.
Victoria Zacarías, 76 años.
En la memoria y en una hoja de papel quedaron grabadas las casas donde habitaron por muchos años.
¿Cómo es la vida aquí? "Aburrida", contestó Aparicio Coronado, de 77 años. "No hay árboles ni dónde caminar", añadió.
La representación del área urbana frente a la casa, que renta, de uno de los mozos colonos.
Una invitación a pasar al nuevo espacio de la familia Maldonado.
El agua es escasa en el nuevo domicilio que alquila la familia Maldonado por 400 quetzales. La pagan con una pensión de 600.
La esposa de Julio Maldonado recordó que en la finca había donde sembrar. La verdura y la fruta no faltaba. Tampoco el agua.
Carmen Barrios, de 70 años, paga 450 quetzales de renta por una casa que se ubica en un barranco. La paga una pensión mensual de 600 quetzales.
El agua de lluvia que recorre el barrio cae dentro de la casa que renta Carmen Barrios. Está ubicada en un barranco.
La vista de lo que crece a la orilla del barranco donde habita Carmen Barrios, de 70 años.
Juana de Reynoso, esposa de Balbino Reynoso, relató lo ocurrido el día en que fueron desalojados. El tiempo adentro de la finca, se refleja en las líneas de sus manos.
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Una historia de desesperación y recompensa

Historia completa Temas clave

La figura del mozo colono está por desaparecer. No por un cambio en la legalidad agraria, no por impulso del Estado. La causa: la industria agraria tradicional, que no crece desde hace 40 años, y el viraje hacia prácticas laborales más modernas. El mozo colono ha quedado en medio de la turbulencia. Se les despide, se les desaloja, y en su proceso de extinción apenas tienen legislación laboral a la que asirse, en la que ampararse. Ésta es la historia de un anciano mozo colono (y de 22 más, y de sus familias) al que le prometieron todo, y luego le arrebataron todo, y luego -legalmente- lo recuperó.

Durante toda su vida la finca fue el mundo, el universo entero. Lo único que existía. El todo. El principio y también… ¿el fin? “También el fin”, reclama don Balbino Reynoso Laynes, cuerpo frágil, moreno, pequeño, mozo colono durante 70 años y otros 18 como jubilado que, en conjunto, le han pulido aquella sabiduría que sólo otorga el campo, el tiempo, la vida rural, las noches silenciosas lejos de la ciudad.

“También –la finca– debía ser el fin”, continúa.

Pero algo pasó y la finca –el universo, el todo– ya no fue el final que debió haber sido. Así también para otros 22 ancianos, ex mozos colonos que como don Balbino Reynoso Laynes fueron desalojados y sólo recuerdan una promesa del dueño de entonces que quedó rota: la recompensa, al final de la vida, sería un pequeño pedazo de tierra en aquel único planeta que habían conocido, un pedacito de esa finca llamada San Juan de Loarca, en El Tumbador, municipio de San Marcos.

Cinco cuerdas, algo así como poco más de media manzana.

Ése era el pago, el acuerdo, tras haber trabajado casi 70 años en el interior de aquella hacienda. Su jubilación y su legado. Algo que se habían merecido.

Don Balbino Reynoso Laynes dice: “Y es así cinco cuerdas porque en San Marcos a mí me tomaron declaración. Me preguntaron cuánto costaba un pedazo de terreno cuando yo nací aquí. Cuánto un semoviente. Y me preguntaron también qué gobierno había visto yo en esa época. Y yo dije que en aquel momento una cuerda de terreno costaba 25 centavos. Hoy cuesta Q100 mil. Y dije que era Jorge Ubico el presidente. Y así los que miden la tierra dijeron que lo que nos tocaba eran cinco cuerdas de terreno”.

Según el censo estadístico nacional, en 1950 en Guatemala existían al menos 43,898 mozos colonos. Y se calculaba que cada uno vivía en una parcela de tres manzanas. Durante los momentos de mayor demanda laboral, es decir, la cosecha o la siembra, se contaba con 179,431 trabajadores, de los que 89,421 eran colonos permanentes y unos 99,010 eran trabajadores temporales. La última Encuesta Agropecuaria Nacional del 2008 señala que hoy existen todavía 5,266 fincas en colonato, de un total de 769,655.

Hasta hace siete años, San Juan de Loarca mantenía estas condiciones laborales: el mozo que vive en la finca, que trabaja en la finca, cuya familia entera vive y trabaja también en la finca, aunque solamente el mozo colono, el jefe de familia, es quien aparece en la planilla y la esposa y los hijos son invisibles.

El primer dueño de la hacienda, recuerda don Balbino Reynoso, era Enrique Roesch Zuñiga, “el tata”, “el papá”, “buena gente”, ex presidente de Anacafé. De él, dice, fue la promesa de que a cada uno de sus mozos colonos, hacia el final de sus días, como indemnización de tanto tiempo de trabajo en el café, les serían dadas con título de propiedad las parcelas en las que vivían.

“Pero no pudo cumplir”.

El 18 de septiembre de 1987, rumbo a la finca de San Juan de Loarca, las balas lo alcanzaron. Su cráneo se partió en dos. El crimen nunca se resolvió, pero según la Prensa Libre del día siguiente, llevaba consigo la planilla de 10 fincas: el pago para 500 colonos.

Según don Balbino Reynoso y los otros ex mozos colonos, Enrique Roesch traía también la jubilación: los títulos de propiedad. Los ancianos explican que, a fin de cuentas, la tierra sí les fue otorgada pero de modo verbal. “Eso fue dos semanas antes de su muerte”, recuerdo bien. “Nos indemnizó antes de que lo asesinaran”, señala don Balbino Reynoso.

Hoy, no obstante, ninguno de los 23 ancianos jubilados puede entrar en la hacienda. “Hemos perdido todo”, dice Porfirio López Pérez, de 75 años, a paso lento, agarrado de su bastón y con un pequeño gesto de cansancio.

El primero de todos en padecer el desalojo fue precisamente don Balbino. Era junio del año 2012. Luego Cirilo de León Miranda, de 78 años. Ambos por una orden judicial.

“Llegó la policía, el juez de paz… y todo eso a pesar de que”, como dice don Balbino Reynoso, “no fue justo”.

Él había apelado, desde junio de 2010, cuando llegó la primera orden de lanzamiento, y antes, mucho antes, desde que los nuevos dueños de la finca, desde el año 2006, amenazaran con echarlos a todos. Don Balbino Reynoso esperaba agotar todas las instancias. Dice, con la voz entrecortada: “Yo he luchado, luchado y luchado. He vuelteado por todas partes para hacer este pleito como Dios manda”.

Y aunque el desalojo estaba a punto de ser conocido en un amparo ante la Corte de Constitucionalidad –es decir, se realizó sin fallo firme–, aquel día no tuvo más remedio que decir adiós a todo lo que poseía.

“Yo allí empecé a trabajar, cuando tenía 12 años de edad. Ganando 2 centavos por ley de Ubico”, dice don Balbino Reynoso. “El otro desalojo, el de mis compañeros, fue muy grande, muy abusivo”, agrega.

Casi un año más tarde, en marzo de 2013, más de 20 ancianos no tuvieron tiempo de recoger lo último de las cosechas, de guardar las fotografías, los trastos de la cocina y tampoco despedirse de sus casas, de las flores, de nada. Aparicio Coronado, de 77 años, recuerda que ese día no había juez, ni policía ni abogados, sólo empleados de la finca, armados, encapuchados. “Nadie pudo sacar nada”, lamenta. “Nos sacaron bajo amenazas”, explica don Aparicio. “Sin nada legal”.

Desde entonces las preguntas han sido casi las mismas. ¿Quién es el nuevo dueño? ¿Cómo queda la promesa dada por el antiguo propietario? ¿Su jubilación? ¿Por qué el Ministerio Público (MP), la Policía Nacional Civil (PNC), nadie, ha hecho caso a las denuncias? Y sobre todo, la más recurrente entre las entrevistas: “¿Por qué esta injusticia?”.

A tono con el sentido del café

La familia no está completa si hace falta alguien, quien sea, uno solo. Los 23 ancianos que vivían en San Juan de Loarca, y sus esposas, hijos y nietos son eso: una familia que una finca articuló y forjó con algo en común: un trabajo y una vida después del trabajo en la que todos participaban. Saludan y cuando lo hacen en sus manos persiste el trabajo duro, las callosidades, las palmas gruesas de sus manos, el café. Cada uno va entrando poco a poco, lento, a una de las casas que desde marzo de 2013, uno de ellos alquila en el casco urbano de El Tumbador. Desde entonces se mantienen dispersos.

“Los alquileres están en Q400 y Q500”, se queja Desideria Arminia, de 78 años de edad. “El seguro social nos paga Q560 de jubilación. Apenas nos alcanza”. A esa edad, uno nunca imagina tener que habituarse a otro lugar. De los cultivos pasaron a residir en cuartuchos de lámina, cuartuchos de adobe. Otros, también en habitaciones pequeñas, viven a la orilla del río. Y así por todas partes del casco urbano.

“Tenemos miedo porque en verdad que la gente que nos echó es muy violenta y mala”, comparte Raymunda Pérez, de 75 años. Ella no se explica cómo sucedió un desalojo de esa forma.

A pesar de todo, están gustosos de reencontrarse esta tarde. Quieren dar cuenta de que son una enorme familia. Y repasan algunos años de su vida, de su mundo, es decir, de la finca.

Recuerdan, por ejemplo, que en 1947, con la Reforma Agraria, se les reconoció como trabajadores campesinos por primera vez. “Teníamos derecho a las mismas condiciones que cualquier trabajador: un salario mínimo y un seguro social”, dice José Guadalupe Pérez, 77 años.

La familia de colonos antes era más extensa. De eso ellos dan fe. “Cuando murió don Roesch todo cambió”, dice Aparicio Coronado. “La finca cayó en desgracia, se fue a pique, y muchos de los trabajadores empezaron a desaparecer. Así hasta el 2000, cuando quedamos solo los 23. ¡Nosotros!”, sonríe.

Las palabras de los jubilados respaldan gran parte del trabajo que han realizado, en las últimas dos décadas, los académicos Carlos Camacho y Laura Hurtado. Ambos coinciden en que el mozo colono como mano de obra está en vías de desaparición. Y ambos coinciden también en que no hay ley ni nada que ampare ese proceso: si el patrón decide terminar la relación laboral, los mozos quedan en el aire.

“El café ha sido durante más de un siglo la primera fuente de divisas y empleos. Desde hace unos años, sin embargo, se habla de la crisis del sector cafetalero, por las bajas del precio internacional. (…) Se habla de una pérdida de 300 mil empleos; la mitad de ésos sería debido a la expulsión de mozos colonos. Es decir, 150 mil familias más (750 mil personas) sin empleo ni tierra, y otras 150 mil familias sin empleo y con acceso muy precario a la tierra. Concretamente, 1,500,000 personas más con hambre”, analiza Camacho.

Parte de los despidos que recuerdan los ancianos se dieron en este contexto. Al final, San Juan de Loarca quedaría sólo con mozos jubilados, sin poder producir ni cultivar más que para su consumo propio. “Fue raro” dice don Balbino Reynoso, “la nueva gente ya no cultivó ni café ni nada. Día y noche nos hostigaban con sus armas”.

Laura Hurtado, en su libro Dinámicas Agrarias y Reproducción Campesina en la Globalización, hace hincapié en que “seguimos cumpliendo nuestro destino agrícola, pero es sabido que la industria no crece en los últimos cuarenta años, es como un sector estancado, un perdedor neto de oportunidades. Y los campesinos siguieron experimentando la suerte que les tiene asignada el modelo tradicional: trabajadores de bajos salarios, perdiendo tierra, alejados del progreso urbano, ratificando con su existencia social una extrema condición de miseria material y atraso cultural. Y el país, a tono con ese destino, sujeto a los vaivenes de los precios del café o del azúcar”.

En 1950, en Guatemala, el café ocupaba el 74.3 por ciento de las exportaciones, luego en 1964 ascendió al 76.14 por ciento, pero desde 1979 todo se vino abajo: 62.84 por ciento. Y en el 2003, la crisis: 40.52 por ciento.

Eso sucedía en los últimos años en que en el interior de San Juan de Loarca iban quedando solo los jubilados. Nada de fuerza laboral. La crisis. Y con la crisis, como considera la historiadora y antropóloga, María Ramírez Montes, “las fincas empezaron a ser planteadas como empresas, administradas por sociedades anónimas, con una nueva lógica de mercado en la que han ido desapareciendo las relaciones laborales tradicionales. Los mozos colonos, hoy, desaparecen más por la lógica del mercado que por la baja del precio del café o la desaparición de la finca cafetalera”.

El rostro de la empresa

Cuando los mercados cambian, los encargados de los negocios también lo hacen como parte de las consecuencias. Hoy la dueña de la finca San Juan de Loarca, en efecto, es una sociedad anónima. Se llama Integración Corporativa S. A. (Intercorp). Y con ella la finca ya no es lo que era. El todo se redujo a nada: nada de café, sólo milpa, y muy poco cultivo. Es lo que se ve al bordear las instalaciones de San Juan de Loarca.

“La nada: así se siente no estar allá, en casa”, dice Juana de Reynoso.

“El final se hizo triste para nosotros”, agrega don Balbino Reynoso.

De Intercorp, los ex mozos colonos dicen que nunca han podido ver de cerca a su dueño. Ni en la corte ni en la finca ni en ninguna parte. O, por ejemplo, a su representante legal, Artemio Fuentes Ramos. O a su presidente: Oliver Baldomero Barrios Fuentes. O a los miembros de su consejo: Alamgumer Gualberto Cifuentes Argueta, Cupertino German Mejía y Elena Florinda Fuentes Ramos. Nada.

En cambio, de la empresa, han visto desfilar abogados, administradores y empleados de seguridad. Sobre todo a los empleados de seguridad. Y a Mario Justiniano González, el actual administrador de la finca.

Plaza Pública intentó entrevistarlo. Mario Justiniano González, regordete, rostro hinchado, incrustaciones de oro –más de lo normal– entre los dientes, es capaz de pasar de la calma a la rabia en sólo segundos. Y amenaza:

–De una vez le digo que del portón para dentro es privado. Junte a esa gente y nos vemos en un tribunal competente. Yo tengo nueve meses de estar en esta finca. Yo no sé quién nació aquí. No me crean tan pendejo. Yo no voy a conversar nada con ustedes. Somos un grupo de 150. Si ustedes tienen un diálogo con esos invasores lo único que les puedo decir es que no se vayan a atrever a meter porque ustedes saben muy bien de que ahorita gasolina en parejo a todo aquel burrinche que no entienda, y que no sé qué. Hay que agarrarlo y quemarlo. Yo sí de veras no le encuentro salida a todo esto. Si los invasores quieren fuego, fuego. Aquí es privado, yo no voy a salir a echarles verga en la calle. El que entre aquí, entró, pero ahí sí que se olvide.

–¿Si la Corte de Constitucionalidad falla a favor de los ancianos, ustedes respetarían la ley? ¿Regresarían ellos a la finca?

–Eso ya lo tendría que ver ellos con el que hicieron el negocio. Eso a mí qué me importa. Pero usted me dice que cómo está lo de los invasores, eso es lo que a mí me emputa. Yo aquí lo que estoy viendo son las labores. A usted no le puedo informar nada porque aquí es privado.

En contra del administrador de la finca, Mario Justiniano González, el número de denuncias en el MP y en la PNC, es vasto. Pero ninguna de ellas ha avanzado hasta su resolución. Según el auxiliar fiscal de Malacatán, Darwin Moisés González, a cargo de la denuncia del desalojo violento y masivo de los 23 ancianos por parte de la seguridad privada de la finca San Juan de Loarca, en marzo de 2013, el panorama es complicado.

–La fiscalía de Malacatán no se da abasto –dice el auxiliar fiscal. –Acá llegan los casos de cinco municipios: San Rafael, San Pablo, El Tumbador, Catarina y Malacatán. Estamos enterados del caso. El administrador de esa finca tiene diversas denuncias, por coacción, por amenazas, y no sólo en esa finca. Pero antes estamos intentando contactar con su jefe (Artemio Ramos Fuentes). Pero la dirección que reporta en Coatepeque, Quetzaltenango, es falsa.

Un oficial de la PNC de El Tumbador, recién llegado (toda la delegación fue relevada hace apenas un mes), que no quiere hacer público su nombre, indica que han tenido reportes de que la situación, en realidad, es más complicada. “La investigación está bajo reserva. Pero las denuncias se encaminan a que esa finca ya no produce café y sirve de bodega para el contrabando”, y calla, y da una luz del porqué todo se ha vuelto tan confuso y violento.

El fiscal González dice que pronto intentarán unificar las denuncias en contra del administrador de la finca de Intercorp. “Será un trabajo en conjunto antes de proceder”, garantiza.

Ésa es la única opción, de momento, que tienen los ancianos desalojados por la seguridad de la finca sin una orden judicial en marzo de 2013. Es una apuesta: tómalo o déjalo. No hay más. “Lo que queda, mijo, es esperar, sabrá Dios”, dice Desideria Arminia, exhalando resignación, bufando desconfianza. Impotencia…

La sentencia final es el regreso a casa

Su caso, lo saben, servirá para los demás.

Fueron de juzgado en juzgado durante al menos tres años. Don Balbino Reynoso obtuvo la respuesta definitiva hace dos semanas. Los jueces de Malacatán, en San Marcos, finalmente fueron notificados: el desalojo, para él, para su familia, nunca fue válido.

La empresa, Intercorp, reclamó que como parte de la compra de la finca había adquirido también todo lo que existiera en su interior. Todo. Animales, ríos, también colonos.

Gladis Hortencia Ramos es una de las abogadas que junto a Julio César Juárez –ambos de Malacatán– han defendido los intereses de la empresa. La explicación de Ramos resulta sencilla. “La indemnización ya ocurrió. No hay nada que reclamar. Los antiguos dueños (Erick Yonker Escobar compró la finca de los Roesch a inicios de los noventa) pagaron por los servicios de los ancianos, y a pesar de ello no se retiraron”.

–¿Cuando Intercorp compró la finca San Juan de Loarca había evaluado que había ex mozos colonos en su interior?

–Se compró el bien inmueble, en su totalidad.

–¿La compra incluía las casas de los jubilados?

–Todo. Ellos argumentaron que tenían un otorgamiento verbal de la propiedad, pero carecen de documentos que los respalden.

–¿El desalojo, el primero, fue pedido bajo el argumento de que había una relación laboral entre Intercorp y los ancianos?

–Sí.

–¿Es posible heredar una relación laboral con gente que ya ha sido indemnizada, que está jubilada?

–…

Gladis Ramos, defiende, no obstante, que desde marzo de 2013, luego del desalojo masivo, sin jueces ni policías, ella ha abandonado cualquier vínculo con este y con cualquier caso relacionado.

“En los papeles que yo tengo, todavía aparece don Enrique Roesch, yo allí tengo los papeles. El tal don nuevo no aparece porque acá los dueños aparece uno y luego otro. Y no se sabe. Entonces ahora él como se da cuenta de que vamos a tener ese derecho de entrar otra vez a la finca nos echa sin permiso”, dice don Balbino Reynoso.

La Corte de Constitucionalidad, en su fallo definitivo del 4 de abril de 2013, intenta aclarar todo el problema:

El desalojo de don Balbino Reynoso se reclama porque es un empleado despedido por la finca y como consecuencia debe devolver la propiedad que ha ocupado.

Don Balbino Reynoso apela: La Sala de primera instancia de trabajo y previsión social está de acuerdo con él en cuanto a que ya no es posible ninguna relación laboral con un jubilado.

Los abogados de Artemio Fuentes se quejaron: La Sala Cuarta de Apelaciones y Previsión Social de Mazatenango los protege y resuelve que el desalojo es posible y legal.

Don Balbino Reynoso, acompañado de su abogado, José Echeverría, presenta amparo ante la Corte Suprema de Justicia. Le contestan negativamente: “así como el patrono hereda las responsabilidades laborales de una unidad económica que adquiere, también los derechos de esa naturaleza”.

Ante la CC, don Balbino Reynoso reclamó con base en esta resolución. La respuesta definitiva fue que Intercorp no pudo demostrar nunca que haya existido una relación laboral con don Balbino Reynoso Laynes, También que el Código Civil le protege al tener una posesión pública, pacífica, de buena fe, legitima e ininterrumpida por más de 50 años. Que nadie le cuestionó y que prescritos 10 años puede ser reclamado.

La orden de la CC está en trámite. Falta que todas las instituciones implicadas (PDH, PNC, MP, Juzgados) se coordinen para restablecer a don Balbino Reynoso y su familia, en su casa, en el interior de la finca.

– Don Balbino, así como están las cosas, ¿piensa poder regresar a su casa?

–Primeramente Dios, sí. La paciencia primero. Lo que me dicen es que la orden ya salió el 20 de mayo. Allí están los papeles. Aunque luego me dicen que no. “Ah, pues mire, abuelito”, dicen los abogados, “yo no tengo la culpa”.

–Si regresa, podrían regresar los demás.

–Qué bueno. Sí. Pero ahorita son casos aparte. Yo todo eso lo tengo aquí ve (se señala la cabeza). Lástima grande que mi padre no quiso que fuera a la escuela porque sólo había en las tardes. Me enseñó sólo a trabajar, y quizás hizo bien. Yo no sé leer, yo no sé escribir, no sé cómo es mi nombre en los papeles. Pero mi cabeza siempre está trabajando. Sí ya ganamos esto, ahora hay que ganar en las denuncias porque ese hombre es malo. Y así ya podríamos todos regresar. Porque así tiene que ser el final. Así como nacimos.

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