Es oportuno: tu carta me impulsa a meditar sobre el sentido de la posesión y de la pertenencia (que no son la misma cosa), y también sobre el despojo, enemigo de ambas.
Por lo que me refieres, el haitiano ?infiero? es un pueblo despojado de bienes y desposeído de servicios, aunque la inercia de su ruina tiene rizomas necesariamente más profundos e intrincados que todo lo visible y lo invisible aquende su litoral. La génesis de Haití, no lo olvidemos, se remonta a su fundación por el férvido arrojo de exesclavos, pero condenada de inmediato al aislamiento (material y geográfico) por un Occidente donde la esclavitud era parte atroz y vital de una economía basada en la explotación inmisericorde de la fuerza de los siervos. Ay de Haití: un Estado paria donde antes hubo cadenas.
Y grilletes. La segunda nación en lograr su independencia de Europa en este hemisferio fue, al mismo tiempo, la primera en pagar muy cara la osadía de ser libre. Lo sabemos: a cambio de reconocer la soberanía de la joven república autonombrada “negra”, su madre patria, la “dulce” Francia, exigió a la pretérita colonia una ominosa indemnización por el equivalente de ocho mil millones de dólares de hoy, de cuya deuda no salió Haití sino cerca de sesenta años después. Sesenta años. Más de la mitad de una centuria en que se cimentó esta paradoja: penuria y decadencia en libertad, cuando la bonanza marcara una vida colonial en virtud de los esclavos. Y, después, sucesivas dictaduras e invasiones, sin contar innumerables calamidades naturales, acabaron por transfigurar a la antigua Saint-Domingue en una sombra de sí misma. En una fantasmagoría. En un país averiado. En una avería general que habla en créole.
Haití es también alegoría: es libertad desposeída. Es posesión de la derrota. Es pertenencia a la renuncia. Una obertura de deseos fallidos. Muy a propósito elucubro que lo que podríamos llamar sociedad global es asimismo un ensamble de deseos, pero, sobre todo, es una trenza de estos dos: el deseo de encajar y el deseo de tener. No digo nada nuevo en absoluto: se ha dicho ya de cien mil modos que la identidad individual viene marcada por cuanto queremos alcanzar y por el sitio que nos apetece llenar en la colmena. Ansiamos poseer (productos, fortunas, amores, saberes) con el objetivo de pertenecer a un espacio simbólico que nos preexiste, de tal forma que pertenecer, y no “pertenecerse”, se convierte en el fin último de muchos, incluido quien te escribe.
A veces sonrío cínicamente cuando me sorprendo en posesión de artículos que no necesito y que, a contrapelo de mis ponderaciones, acaban ocupando un lugar no pequeño en mi habitáculo urbanita. En los años 60 del recién pasado siglo, Roland Barthes decía que habíamos llegado a la domesticación de los objetos. Pues bien, yo opino al revés: son los objetos los que nos han domesticado. Extensión suya, somos propiedad figurativa de los objetos. Mejor dicho, nos estamos transformando en propiedad de sus casas corporativas. Por aparte, yo no pertenezco ya a mí mismo, es decir, ya no me pertenezco, en tanto anhelo pertenecer a una comunidad imaginaria y extranjera a la caverna de Platón, que es otra parábola cruel. Me afano, con Cernuda, en la búsqueda de un lugar donde el deseo no exista. Pero esta es otra metafísica.
Nueva York como sinécdoque. Es la sinécdoque de un país consumidor y consumido en un marasmo de adquisiciones y facturas. Neoyorquinos que levitan sobre el magneto virtual de sus tarjetas, para dejarse luego arrastrar por el peso de lo excesivo y de lo inútil. Llaman “viernes negro” (Black Friday) a las veinticuatro horas subsiguientes a la cena de unas gracias actuadas en familia, y su negrura consiste en el giro del rojo a la tinta oscura en las cifras del comercio. He visto hordas armadas de dinero en plástico y papel sucumbir al frenesí de las compras. He visto estampidas humanas irrumpir como ganado en almacenes, dispuestas a arrebatarse a dentelladas una mercancía superflua. He visto compradores darwinianos y rabiosos atacarse en la histeria del dispendio, como sin en ello les fuera la supervivencia misma de la especie. Energúmenos de la obtención… Poseídos por el afán de poseer; posesos de una pertenencia impertinente.
Bacanales, Carmen. Y hogueras de vanidades. Un abrazo aturdido,
Ramón
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