La nostalgia me apolilla, qué le vamos a hacer. Nostalgia: dolor de hogar, mal de exiliados. En esto pienso cuando me barrena el intenso olor a cáñamo índico que trasuda el individuo sentado a mi derecha, a la altura subterránea de la calle 96. Acabo por marearme minutos después de esta atufada cercanía, con lo cual decido resurgir de la boca del metro para ejercer mi evolución sobre dos pies.
El viento es fresco; las hormonas resucitan. La primavera tiene estas cosas. Es Nueva York con sus pétalos de bronce y edificios como incendios fraudulentos. Es Nueva York con sus hombros altos y sus senos amputados. Es, en fin, la idiosincrasia de esta isla.
Pero es también el hombre-orquesta que en Columbus Circle interpreta una estridencia filarmónica. Es el esnobismo excedente de su SoHo y la carcoma jaranera de su Harlem, en un taxi que acuchilla el horizonte tras doblar hacia la esquina de una urgencia baladí.
Es el hombre marchito de párpados y ánimo, sentado a la vera de un chelo espigado de dos cuerdas con el cual difunde una melodía afligida y probablemente cantonesa. Es el piano bajo el arco de Washington Square, del que emanan los acordes de alguna partitura de Schubert o Chopin, cuando a cien pasos de allí se ensaya una escena de Macbeth al aire libre.
Nueva York son sus efebos de Chelsea, cuya vida en rosa ultravioleta es cada vez más muscular o cada vez más anoréxica. Nueva York es el atleta obsesivo que trota en la ribera de ambos ríos, porque con cada gota de sudor espera pedirle perdón al cuerpo por cada caloría asimilada.
Manhattan viene a ser una cordillera de obeliscos disparejos y habitables, en una de cuyas faldas se juega cómodamente al golf con los valores de la Bolsa. Nueva York son sus ejecutivos de corbata y maletín, dispuestos a doblarle el espinazo a quien se deje.
Catedral de las finanzas, sí; pero asimismo pasarela de modas. Ciudad de señoritas-maniquí que viven de comer alpiste y unas hojas de lechuga, a fin de modelar harapos carísimos y posar con toda insipidez en gafas de sol al caer la noche; se las puede encontrar a menudo en el tocador, recinto que visitan con alguna frecuencia para acariciarse el esófago por dentro.
Ciudad Gótica, referente de sí misma; redundante y tautológica. La ciudad se ha convertido en un parque temático cuyo tema es la ciudad misma. Y el tema reverbera y corrobora su vocación de selva con cada safari de turistas que, desde buses de dos plantas, observan a la especie neoyorquina en su hábitat natural.
Nueva York, cocodrilo posmoderno con piel escamada de argamasas y alquitranes homicidas; reptil de sonrisa siniestra, en astuta y letal espera del antílope incauto que se acerque a potar de las aguas de su Nilo.
Cruce entre Utopía y Purgatorio, he aquí la “ciudad que nunca duerme”. Si Roma es una urbe plagada de sotanas, Nueva York es una metrópolis inundada de divanes. El cura y el psicoterapeuta, al fin y al cabo, cumplen el mismo propósito.
Más que en cualquier otra parte, aquí la gente acude encantada a relatarle las miserias íntimas a un perfecto desconocido que cobra cuatrocientos dólares la hora. Lo cual, bien mirado, no difiere demasiado de la dinámica del bar, ese sitio simpático donde uno va a pagar con gusto para ponerse estúpido.
Queda atrás la taberna; se detiene puntual el tren que me lleva a… a… qué importa ya. Me parece que farfulla en el vagón un indigente, soberano de sus cuatro pertenencias. Allí le cabe la vida; allí se contienen sus tres tiempos verbales y, con suerte, dos tiempos de comida.
Desvergüenzas de un sistema incapaz de habilitarles techo a quienes carecen de él, cuando las indignidades de los grandes mogoles pasan y pacen con la tranquilidad de la camella de Alá, pero en las tierras altas de un cuadragésimo piso.
Emerjo de nuevo a la superficie. Estoy en Grand Central Station, que tiene un no sé qué de planetario alucinógeno. Veo contorsiones, veo cronómetros, veo bolsas, bolsas, bolsas de consumo inducido en masa por el crédito. Veo uñas alemanas al lado del andén, que puede ser el de cualquier estación en un día cualquiera.
Mucho se me queda en el atrio de la mente, Carmen, pero prefiero decir un hasta pronto. Confío en que nuestros destinos se vuelvan a encontrar más adelante, tal vez en otro punto indefendible de este Globo. Y con tal esperanza se despide este amigo tuyo, maestro de atar escobas.
Los cariños todos,
Ramón
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