Su primer axioma es contundente: «La máquina de guerra es exterior al aparato del Estado». Exterior y anterior a él. Lo excede y lo preexiste. La guerra es irreducible al aparato del Estado: está fuera de su dominio y antecede su normativa.
Ocurre entonces lo siguiente: o el Estado dispone de una violencia que no pasa por la guerra, o adquiere un ejército, lo cual «presupone una integración jurídica de la guerra y la organización de una función militar.»[*] La traducción y el error de traducir son, desde luego, expulsiones mías.
Pero la soberanía política siempre tuvo en los mitos un aspecto bifronte (o, mejor dicho, bicéfalo, como quiere Georges Dumézil). De un lado, la testa del rey-mago; del otro, la del sacerdote-jurista. El déspota y el legislador. El rajá y el brahmán. El califa y el ulema. Rómulo y Numa. Cronos y Zeus. Varuna y Mitra. Los ejemplos abundan.
Yahvé constituye un caso peculiar. Se aplica en él lo que de Marte dijo el propio Dumézil: más que un dios guerrero, Yahvé es un dios jurista de la guerra. «Señor de los ejércitos», no lo olvidemos. Y, dicho sea de paso, es una deidad genocida.
¿Dios y genocidio? Esto no es un oxímoron. Lograr la juntura de ambos términos en una misma frase, dentro del manicomio guatemalteco, es el mérito que ostenta un general ahora retirado, ahora octogenario, que tuvo en su día las palancas de un aparato estatal inútil y de una máquina de guerra muy eficaz. Efraín Ríos Montt congregó en su composición a las caras del tirano y el profeta.
A veces la máquina asume una forma de carro de combate. Era 1982, y el trineo de la guerra estaba ya para entonces armado y echado a andar en el país. Ríos montó en el artefacto como en una cuadriga para triunfar sobre el adversario en el Circo Máximo de Roma.
Pudo también haberlo detenido, quizás a la manera del enérgico «rebelde desconocido», icónico, decisivo, que hizo frente en solitario a una tanqueta en la plaza Tiananmén, en el Pekín de 1989.
Ahora bien, los carros de la Antigüedad latina eran conducidos por aurigas, es decir, por esclavos. Y Ríos, en el Gran-Esquema-de-las-Cosas, resulta ser tan peón como un siervo de la gleba. ¿A quién servía Ríos, a quién? ¿Qué poderes se ocultaban (u ocultan) tras el trono? ¿Por qué lo sigue callando?
Tampoco fue Ríos el único Abaddón en un espacio de estrías como el nuestro, pero sí fue el más vociferante. Y acaso el más hipócrita. El problema es qué hacer con él: su edad ya lo convierte en una presencia incómoda, en un bulto sospechoso.
Gente habrá que querría verlo en el patíbulo y con el cuello dos centímetros más alto. Yo tengo claro que no me avivará verlo cadáver, ni su cadáver devolverá la vida de los millares de compatriotas que mandó ejecutar por razón de Estado, en un momento en que el Estado había perdido la razón.
Pero también tengo muy claro que la perspectiva desde un quinto piso en Nueva York es ligeramente distinta de la observable a ras de un cementerio clandestino, donde los cráneos humanos perforados con el tiro de gracia se cuentan por centenas, no por unidades.
En Guatemala no hace falta que algún honorable togado dictamine si hubo o no hubo genocidio. Eso lo determinan los ojos de los enterrados, porque sus órbitas vacías nos interpelan. Nos desgarran. Nos desarman.
Pienso en calaveras apiladas en fosas comunes. Calaveras que un día tuvieron piel y que ahora, desde su sonrisa forzada a perpetuidad, entonan para nosotros todo el Nabucco de Verdi con palabras mudas, en tristísimo coro y sin saber aún a dónde irá su pensiero.
El juicio por genocidio que espera a Efraín Ríos Montt y a sus antiguos adláteres es apenas una rama de olivo para los deudos de los masacrados, que fueron legión; un gesto simbólico para los miles de hermanos ixiles que llevan décadas piando por unas migas de justicia.
Justicia, no venganza: Themis es más olímpica que Némesis, aunque el carromato de la guerra avanzase con arreglo a los designios de «Sofía» y de «Victoria», otra dupla de nombres mitológicos. La Sabiduría no favorece a los cretinos, mis helenistas generales. Y Niké es una diosa alada (y Samotracia queda muy lejos).
Con todo, debe reconocerse que Ríos es un general pertinaz. De la perspicua crónica de Oswaldo J. Hernández y Álvaro Montenegro, publicada en este medio, puede deducirse un hecho significativo: al escuchar que sería juzgado por genocidio, Ríos quedó impertérrito, como si le hubieran avisado que los cedros del Líbano son verdes.
No se desmayó ni por la opresión del corsé —en su caso, una corbata con ausencia de galones—, ni se hizo necesario despertarlo con el frasco de las sales. No. Quedó como El idiota, como el príncipe Mishkin de la novela de Dostoievski, en aquella Rusia que aún no conocía los huevos Fabergé.
Poco importa. Hay un juicio a la vista. ¿Escucha usted esos alaridos? Son los chillidos de los grandes reptiles, que marchan hacia su segunda extinción y sin mediar un meteorito.
La lerda marcha de los generales no es la marcha de los pingüinos. Aquello se parece más a la danza que sueña la tortuga, la del pequeño vals vienés del inmenso Federico.
Es también como la última marcha de los Ents del universo fictivo de Tolkien, sin la sapiencia de los Ents, pero sabiendo que podrían no volver nunca más al locus amœnus para pastorear a su rebaño de árboles. Nunca más.
Nunca más.
[*] « On remarquera que la guerre n’est pas prise dans cet appareil. Ou bien l’Etat [sic] dispose d’une violence qui ne passe pas par la guerre : il emploie des policiers et des geôliers plutôt que des guerriers, il n’a pas d’armes et n’en a pas besoin, il agit par capture magique immédiate, il “ saisit ” et “ lie ”, empêchant tout combat. Ou bien l’Etat [sic] acquiert une armée, mais qui présuppose une intégration juridique de la guerre et l’organisation d’une fonction militaire. » Deleuze y Guattari. Mille plateaux. París: Minuit, 1980. (Pág. 435)
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