El primer elemento de esta tensión intraizquierdas se experimentó con el surgimiento de la socialdemocracia bajo la consigna de alcanzar los ideales de la sociedad sin clase por vía de la democracia burguesa. La democracia de partidos no sería un elemento de principio, sino una cuestión instrumental. Y si bien es cierto que el mismo Marx criticó esta lógica política en Crítica al Programa de Gotha, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD, por sus siglas en alemán) ha tenido una historia política mucho más estable y de fuerte presencia en el Gobierno que otras propuestas políticas más puristas, como Die Linke.
Por cierto, si nos vamos a los casos de España e Italia, esta dicotomía fue mucho más pasional. La historia de la izquierda española refleja como pocas lo sangriento de los debates entre los sectores leninista-tradicionalistas y los renovadores. Esta situación se remarcó, dicho sea de paso, durante el retorno a la democracia en las dinámicas internas del Partido Comunista Español y del Partido Socialista Obrero Español. Si bien ambos aceptaron los elementos establecidos en los Pactos de la Moncloa, solo los socialistas supieron correrse al centro, olvidarse de sus demandas estructurales y aprender el juego político que lleva al consenso. ¿El resultado? Los comunistas españoles desaparecieron políticamente.
Bajo esta misma lógica, leer a Gramsci, por ejemplo, tiene sentido. ¿De qué sirve Gramsci si solo se lo concibe como teórico de la resistencia cultural hegemónica? ¿La propuesta contrahegemónica es solamente un acto personal y colectivo de esfuerzo que no desemboca en la estructura partidista? Bueno, depende de a quién se le pregunte. En el Cono Sur, particularmente en los casos de Chile y Uruguay (si bien a merced de los condicionamientos de arquitectura institucional republicana previos al quiebre institucional), la experiencia de la Concertación y del Frente Amplio demuestra un tipo de izquierda no solo pragmática, sino suficientemente tolerante para poder meter socialdemócratas y exinsurgentes en el mismo paquete. Frente a la necesidad de recobrar espacios políticos (que no es lo mismo que espacios públicos), las izquierdas sudamericanas, en razón de no volverse a ver jamás excluidas de lo político, legitimaron el instrumento del partido político.
A un año de lo que aconteció en Guatemala (a un año de la plaza) creo que el balance es agridulce y obliga a madurar. Por así decirlo, y aunque suene incómodo, a la plaza debe comenzar a salirle el vello púbico.
Primero, la renuncia del binomio presidencial Pérez-Baldetti no debe conceptualizarse como un logro, sino como un retroceso en la consolidación de la joven democracia guatemalteca, que ya había traspasado el umbral de madurez de los 25 años apuntados como el punto temporal de consolidación. A la existencia de los vicios personalistas en los partidos políticos hemos de agregar ahora la interrupción del mandato. Pérez y Baldetti no tienen nada de loable, pero lo ideal hubiese sido que terminaran su mandato y que luego fueran procesados. Desaforar a un presidente es un camino legítimo, pero apunta, otra vez, a la necesidad de la interrupción. Lo grave es que la ciudadanía crea que la fórmula establecida apunta a remover cualquier gobernante que se hace impopular o que considere ilegítimo.
Dejo claro que esto no es defender la gestión del presidente Morales, quien ha hecho suficiente para producir anticuerpos.
Es que hay que darle vuelta al argumento.
En cuatro años hay un presidente de izquierdas (o lo más cercano a ello) cuya agenda natural le genera enemistad con los sectores clasemedieros. Si estos sectores salen a demandar la renuncia (revivo el escándalo Rosenberg) bajo consignas de #YoNoTengoPresidente o #AEsteRojoNoLoVotéYo, ¿por qué allí sí defenderíamos desde las izquierdas el mandato presidencial ininterrumpido? ¿Solo por la adhesión ideológica del titular del Ejecutivo? ¿Cuál es aquí el principio que cuenta? ¿La afinidad ideológica? La adhesión a las reglas de la democracia, particularmente la del mandato estable ininterrumpido (ya sea por vicios pretorianos, por golpes de Estado técnicos o por vía ciudadana), no es una cuestión para aplicar solo cuando defendemos presidentes que ideológicamente nos simpatizan. Es una cuestión de principio. Y esto parece que en Guatemala ni derechas ni izquierdas lo han entendido.
Las derechas, porque siguen siendo de derecha. Y las izquierdas, quizá porque desconocen la función pública. Dicho sea de paso, hay un error grave de las izquierdas antipolíticas y antisistémicas al no distinguir problemas de eficacia en las políticas públicas de la vaga noción de todo el Estado es disfuncional. Lo último es un buen eslogan, pero no permite revisar los aspectos de cambio. Los hay en términos de la ley de combate del crimen organizado, los hay en términos de fiscalías que atienden el feminicidio, los hay en términos de juzgados bilingües y hay mecanismos institucionales que regulan las expresiones de odio. Los mecanismos solo serán efectivos en la medida en que se usen. Pero, si nuestras izquierdas se casan con el discurso antisistémico, entonces lo más honesto es no demandarle nada al sistema. ¿Para qué reformar el ogro qué tanto se odia? Aquí hay un punto de quiebre por el cual han pasado muchos debates de izquierda: o mantenemos la visión marxista de Estado (y mejor nos vamos al estado de naturaleza para fundar nuestro kibbutz) o conceptualizamos desde algún punto de la teoría democrática y aceptamos la legitimidad del Estado.
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Segundo, apunto baterías a la necesidad de articulación en un partido político. La plaza no puede ser eterna. Porque, mientras sigamos allí (vamos a decirlo grosso modo), la derecha seguirá metiéndola. La agenda. Porque entiende muy bien lo que significa la construcción de redes abiertas entre think tanks, operadores políticos y partidos vitrina. ¿De qué goles hablo? Los salarios diferenciados, la exoneración fiscal por diez años y la relación tensa con la comunidad internacional. Se dirá que la administración del presidente Morales es un presidencialismo débil, pero estos tres aspectos fundamentales ya están montados. ¿Que las reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos dejan mucho que desear? En efecto. Habrá que presionar en lo que el presidente del congreso Taracena ha llamado «reformas de segunda generación». Ahí sí la presión ciudadana será fundamental para la conquista de la paridad. Pero, ¿y si luego del 25A se hubiese conformado un frente amplio de izquierdas que no se desgastara en una candidatura presidencial y hubiera promovido candidaturas indignadas? Quizá lo anterior habría requerido desligarse temporalmente de los aspectos estructurales del discurso de izquierda (genocidio, problema agrario, multiculturalidad) y presentar propuestas relacionadas con el tema que movió en realidad a la plaza: la corrupción. Si las izquierdas en Guatemala quieren sobrevivir políticamente (y basta ver hoy el número de parlamentarios que tienen: no superan la media decena), deben abrirse a otros sectores con una agenda orientada a la transparencia, la fiscalización, el gobierno responsable y el gobierno abierto. Si dejamos que la derecha secuestre estos temas, seguimos perdiendo el partido. Y por eso nos montan el tipo de Estado que nos montan.
Tercero, ¿en serio hay que suponer que el actual gobierno tiene que mirar a la plaza para gobernar? Se lo ha presentado como un presidencialismo débil, pero los presidencialismos de minoría, si son inteligentes (no sé si esto es variable interviniente aquí), no siempre terminan en el uso abusivo del decretismo. La experiencia latinoamericana comparada muestra cómo algunos presidencialismos minoritarios lograron coaliciones ideológicas estables y capturar el mágico número de 45 % de la presencia parlamentaria. Frente a los 38 diputados de FCN, y en atención al diverso espectro de pequeños partidos de centroderecha existentes (pero que comparten temáticas), se puede llegar a ese 45 % o a 72 diputados en total (usando un universo de 160 parlamentarios). Las derechas también son heterogéneas, pero a diferencia de las izquierdas se unen y son pragmáticas ante situaciones de coyuntura. Basta simplemente con que las cámaras empresariales y los pequeños partidos de derecha perciban que de nuevo se abre un futuro escabroso en términos de los procesos por genocidio y con una agenda política sentada por Cicig-Embajada de Estados Unidos —definiendo los grandes ejes—, y el anterior escenario se comprueba.
Cuarto, suponer que se puede revivir la experiencia de la plaza abarrotada del 25A obliga a reconocer el carácter de ese momento: el reclamo fue fiscal, no en términos de derechos humanos o de modificación de tenencia de la tierra. Ya sabemos que en las sociedades estamentales los contextos medios adquieren beligerancia política ante la temática fiscal y que desde su posición de clase (la de ellos, no la obrera) la decisión más pragmática hubiese sido aprovechar el descontento para meter diputados. Entendiendo que, salvo que la Cicig destape otro escándalo de esa magnitud, la plaza no volverá a llenarse.
A todas luces, el reto es, en prospectiva, por los siguientes cuatro años, insertarse en el sistema y resistir, sí, allí, desde la práctica del partido sentando agenda o haciendo escabroso el camino. Mucha falta nos haría en este momento un partido progresista con una bancada de presencia relativa.
Así las cosas, cuando este pragmatismo político en el universo progre no está, es comprensible que el eje de temáticas de corte progre tenga que venir por vía de la tutela de cooperación.
¿Cuál es el error que se comete?
Hacemos lo perfecto enemigo de lo bueno.
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