El comentario hizo espontánea resonancia con lo publicado en la edición de marzo de la revista Foreign Policy en español, que colocó en titulares el caso de los candidatos con mayor intención de voto en Guatemala y que hacía alusión a un patrón en Latinoamérica por ostentar el poder en una especie de dinastías políticas poco saludables para democracias que se están comenzando a construir.
Y es que vaya manera en que estamos construyendo la democracia en Latinoamérica, repitiendo candidatos que estuvieron en el poder hace algunas décadas, otros que quieren mantenerse ahí a través de las décadas y los descendientes de las mismas familias algunas décadas más tarde.
En lo que atañe a Guatemala, las élites que dirigen el país no han sabido responder responsablemente a la etapa en la que está nuestra democracia, a lo que toca hacer ahora y lo que es mejor para la etapa de después. Como mínimo, para hacer funcionar esta democracia en ciernes tenemos unas tareas que cumplir: fortalecer las instituciones, aumentar transparencia, renovar liderazgos, evitar polarizaciones y procurar desarrollo con equidad, especialmente para los grupos históricamente marginados.
De esta mínima lista, nada se avizora en el panorama electoral —y político— actual.
Primero, encabezando los números de intención de voto, ni bien vamos medio digiriendo —y medio cumpliendo— el proceso de pacificación del país y ya tenemos de vuelta una figura militar, ex oficial de alto rango que participó en una etapa del conflicto armado. Además, con varios “asuntos” que suenan y resuenan en la opinión pública como parte de su actuación en esa etapa del país.
Segunda en la lista, una candidata que ha venido cultivando voluntades aprovechando los recursos de su cercanía al linaje político de turno, mismo que ahora deshace para poder cultivar los votos. Sin mencionar el velado proceso del Registro Nacional de Ciudadanos (Renap), que hace rondar dudas acerca de un posible fraude electoral. Como (pseudo)funcionaria, se pasó por alto la fiscalización de los programas sociales a su cargo y como primera dama, le da la vuelta a la ley para lograr su candidatura.
Otros casos de dinastismo y repetitismo, con menos posibilidades electorales pero con los mismos síntomas, son el de la esposa de otro ex presidente, literalmente “colocada” como alternativa ante la imposibilidad de su cónyuge, así como el de la hija de otrora militar participante de un golpe de Estado. En fin... aquí nos gusta que la cosa quede entre familia.
De transparencia, renovación de liderazgos y genuinos beneficios para poblaciones históricamente marginadas, no hay nada en este menú. En cuanto al fortalecimiento de las instituciones, no solo está siendo afectado por el proceso electoral, sino que es a su vez parte de la razón que nos lleva a tener los candidatos que tenemos. Esta relación forma un círculo vicioso que se repite cada vez con más intensidad. La debilidad de las instituciones y sus funciones básicas crea y recrea personajes que la debilitan aún más: la falta de seguridad ciudadana hace sentir que necesitamos mano dura. La falta de atención a las necesidades básicas hace sentir que necesitamos a una heroína de los pobres. Ahí está el caldo de cultivo para un militarismo y populismo, más de los ismos que no harían más que retrocedernos a los estadios de la no-democracia de donde dijimos que queríamos salir.
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