De aquí mi alusión a Odiseo como inaugurador de la raigambre épica en la cultura occidental, siempre apasionada en el afán de un retorno que no termina de amarrarse. Digo más: el hogar es un mal (o un bien) tan necesario que hasta las tortugas llevan el suyo a cuestas.
Ahora bien, mi tentativa fue llevar al rincón del acusado la idea de fusión entre patria y hogar, dado que lo único existente entre este par de abstracciones es una relación de subjetividades que aparecen o desaparecen según el historial de cada individuo. Hogar y patria, para mí, ya no son equivalentes. Cada concepto puede homologarse a la idea de “país”, pero no en mi imaginario personal. Quizá por ello me desconcierta tu reclamo del derecho de pensar cuanto gustes sobre la semántica de estas nociones: los reclamos suelen producirse cuando conspira el peligro o la concreción del decomiso. No hay tal cosa en mis líneas, amiga.
Tampoco me opongo a la idea de resignificar cuanto propones. Aunque, con toda franqueza, juzgo difícil la empresa de otorgar un nuevo sentido al concepto de “Patria” sin antes hacer lo propio con la realidad del patriarcado, fuente en donde la “Patria” (en principio, heredad del “padre”) baña sus premisas de origen. ¿Cómo resignificar la Patria sin resignificar el patriarcado, que se levanta sobre una exclusión? ¿Por qué no “Matria”, donde la imagen de un espacio uterino es la más lógica? Ya me dirás. En cualquier caso, Guatemala no ha sido madre sino madrastra en mi experiencia. Enfatizo: hablo de mi experiencia. Por eso me declaro apátrida. Quiero ser ciudadano del mundo porque mi polis es el planeta.
Por otra parte, hay una vinculación histórica entre el hogar y el fuego: en rigor, el hogar era aquella parte de las casas antiguas donde se hacía la lumbre en las cocinas y chimeneas. Deriva de “focaris”, que en bajo latín se entronca con “focarius” y con su plural, “focaria” (es decir, “hoguera”). Hogar y hoguera, mira por dónde, tienen de esta manera un nexo ceniciento de humareda y hollín. Y, para seguir este hilo, la tragedia del hogar es justamente su potencial de ser una hoguera en que arder y abrasarse y consumirse hasta morir en llamas de dolor.
El hogar es para mí un espacio itinerante. No sería inexacto decir que he vivido en su seno en diversos sitios y en épocas diferentes. Ahora mismo habita en mí y yo en él en Nueva York, a donde todos sus moradores han venido a echar raíces. Como ves, la trashumancia no arrebata identidad, y de ello son testigos los beduinos y los gitanos, igual que en su momento lo fue el pueblo judío. La conexión del ombligo con la tierra es preciosa como materia y como tropo. Pero ahora se desecha el cordón umbilical como práctica corriente: se trata de una masa biológica prescindible, lo mismo que el líquido amniótico y otras sustancias orgánicas sin uso alguno más allá del embarazo.
No tengo compañía ni descendencia, Carmen, de modo que mi perspectiva del hogar es muy distinta de la de quien pudiera encontrarse en esta circunstancia. Hogar y raíz suelen aliarse, pero no para todas las conciencias. Curiosa cosa, la raíz, ahora que lo pienso. En mis semestres de catedrático, procuraba enseñar a mis estudiantes ir en cada instancia a la raíz de las cosas (hasta que, por supuesto, vinieron Deleuze y Guattari a complicarme los temas con su concepto de rizoma). Tiempo después concebí esta apreciación: echar raíz está muy bien para los árboles, que además mueren de pie. “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo”, poetizó Rubén Darío en “Lo fatal”. De aquí que, en mi ficción de libertad, permanecer para siempre enraizado en una esquina del orbe es como vivir bajo el pulgar de un toque de queda. “Radicarse” en la permanencia de un espacio político es una forma de “arraigo”, y ambas voces rinden homenaje a la “raíz”, término del cual proceden.
Desde aquel originario protozoo que se arrastró del agua a la tierra firme, hasta el primer homínido que se apeó de un ramaje probablemente africano; desde el océano de Colón hasta la órbita de Gagarín; desde el desembarco de los pioneros del Mayflower en Plymouth hasta el pie de Louis Armstrong en la Luna… La necesidad de hallar un sitio donde afincarnos nos ha escoltado a la par de su hermana siamesa, la disposición asfixiante de emigrar. De salir. De volar a través de la ventana de un quinto piso o de la sonrisa de un viajero eufórico.
Atribuir una carencia de sentido a la visión que la juventud pueda tener sobre la vida ha sido una jeremiada común entre los más brillantes (y desazonados) miembros de las generaciones precedentes, quienes esperan que las nuevas lleven a la práctica todo lo que aquellas fueron incapaces de hacer. Es el caso de Karl Popper, ese falsificador de teoremas. Yo ruego disentir: las generaciones emergentes son precisamente las que agitan el cambio, de Madrid a Manhattan y de El Cairo a Santiago de Chile. El cambio no tiene patria, pero tiene todo el sentido.
Un abrazo de nómada,
Ramón
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