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Capítulo 26. La decisión está tomada. Julio, 26 de octubre de 1984

Como en aquella reunión con Ríos Montt, Julio Meneses trató de hacer como si nada pasara. Era siem­pre más fácil así.
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Capítulo 26. La decisión está tomada. Julio, 26 de octubre de 1984

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Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.

Aquella tarde, Vitalino Girón cruzó media ciudad pa­ra hablar con Julio Meneses en su oficina de la zona 4. Julio sería el primero en conocer la noticia.

Hacía un par de días que el rector Eduardo Meyer ha­bía hablado con Vitalino Girón. El rector le había pe­dido que se presentara cuanto antes en su despacho. La universidad estaba inmersa en una huelga que ya du­raba la mayor parte del mes de octubre, pero Meyer no abordó el tema en su conversación con Vitalino. El rector se acercó al decano y empezó a pedirle que con­siderase salir un tiempo de Guatemala hasta que todo se calmase un poco.

–Estás en la lista. ¿Por qué no aprovechas tu viaje del domingo para quedarte fuera un tiempo? –le dijo el rector.

Hasta entonces Vitalino Girón se había resistido al exilio, pero ahora lo aceptaría.

Vitalino sabía que Meyer tenía acceso a la cúpula del ejército por su relación con el canciller Fernando Andrade Díaz-Durán. Sabía que las palabras de Meyer podían ser ciertas, más ahora que su nombre lo había men­cionado el camarada Rubén, en las torturas a las que le sometieron durante su secuestro en abril. Pero tam­bién sabía que podía tratarse de una argucia del rec­tor para quitarlo de en medio. O que alguien podría es­tar desinformando a Meyer con el mismo fin, como el director financiero de la universidad, Alfredo Mo­rales Taracena.

Vitalino le había dicho a su esposa que sabía que Pashama “quería moverle la silla”. Y Morales Taracena te­nía fama de ser un tipo peligroso. Hacía unas sema­nas, Vitalino Girón también le había dicho a su colega Edgar Portillo que pensaba que Meyer le estaba “prepa­rando la salida”. Era factible que los que le quisieran fue­ra fuesen sus opositores en la universidad, más que el propio gobierno militar.

Estaba solo, eso era un hecho. Sus camaradas más cer­canos en la Facultad ya estaban fuera. Sólo Carlos de León permanecía en el país.

Desde abril de ese año estaba fuera del Partido, ya no tenía vínculos con ninguna organización insur­gente. Pero esa no era una garantía en un gobierno co­mo el del general Mejía Víctores. Saldría al exilio pa­ra salvar su vida.

En dos días, el domingo, volaría a la ciudad de Mé­xico. El miércoles, cuando finalizase el Congreso La­tinoamericano de Economistas, ya no volvería a Gua­temala. Podía solicitar un permiso temporal a la Usac de un par de meses, y mientras buscar cómo sos­tener a la familia. Lily al menos no se enojaría. Mu­chas veces le había dicho eso de “preferimos tener­te lejos a llevarte flores”.

Podría recurrir a los contactos del Partido en Mé­xico. Hacía unos días, Saúl Osorio, a través de uno de sus hijos, le había pedido que saliese del país, que le podían conseguir un buen empleo en México. Si eso no funcionaba estaba la posibilidad que le había ofre­cido Norma Cabrera, una vieja camarada a la que co­nocía desde que eran estudiantes en Económicas y que estaba exiliada en Nicaragua. Hacía un par de se­manas, Norma, saltándose todas las reglas de se­guridad, le había hecho llegar una carta en la que le prometía ayudarle a encontrar un trabajo. “Aquí faltan mu­chos cuadros, y los compañeros te echarán la mano”, le había escrito.

Julio Meneses era el director financiero de la far­macéutica alemana Shering en Guatemala. Julio era también el vocal primero de la junta directiva de la Fa­cultad de Económicas. En ausencia de Vitalino, él ejer­cería automáticamente como decano en funcio­nes. Por eso, debía ser el primero conocer su decisión.

Julio Meneses trabajaba como contador. Se había gra­duado, por tanto, en la escuela de la Facultad menos com­prometida políticamente. Entró a la universidad con 18 años, se había dedicado plenamente a los estu­dios y, desde su graduación, siempre había ocupado puestos directivos en empresas extranjeras. Tenía 32 años, un buen salario en el sector privado y sólo im­partía un par de horas de clase en la tarde. No era un mi­litante, pero sí un simpatizante.

Edgar Pape, profesor de la Facultad y miembro del Partido, asegura que buscaron a Julio para acompa­ñar a Vitalino en la junta directiva sólo porque estaba in­volucrado en los equipos deportivos de la Facultad y tenía el liderazgo suficiente para atraer los votos de los deportistas. Además, ya era conocido entre los es­tudiantes porque había participado también en la junta directiva del anterior decano, Alfonso Velásquez, en­tre 1981 y 1982, como vocal primero.

Julio Meneses era más o menos consciente de ello. Tam­­bién sabía que presentarle a él, el ejecutivo de una empresa extranjera, en una candidatura apoyada por las estructuras afines al PGT era una forma de ale­­jar la represión de la Facultad. “Tenés el perfil equi­­librado que es necesario ahora”, le explicaron al ofre­cerle participar en la elección de 1982.

Vitalino y Julio se conocían desde hacía casi quince años, pero en todo ese tiempo jamás habían intimado. Por eso, cuando su secretaria le informó que el decano se había presentado en la oficina, Julio supo que algo pa­saba.

Julio ya había vivido, dos años y medio antes, algo pa­recido. El 18 de febrero de 1982 otro compañero de la Facultad también se había presentado en su des­pacho para informarle de que el entonces decano, Alfonso Velásquez, acababa de ser secuestrado. Y que co­mo vocal primero debía ocupar la decanatura como in­terino.

Velásquez fue secuestrado días antes de que le to­case asumir como rector en funciones, tras el ase­sinato de Mario Dary. A pesar de que Velázquez era un contador no involucrado en el entorno del Partido, re­sultaba evidente que alguien no quería que el decano de una facultad como Económicas llegase a rector, ni siquiera de manera interina mientras se elegía a uno nuevo.

Un mes después del secuestro, en marzo, el nuevo jefe de Estado, el general Efraín Ríos Montt, que aca­ba de llegar al poder tras un golpe de Estado, invitó a todas las autoridades universitarias al palacio pre­sidencial. En la reunión nadie quiso mencionar que uno de los decanos no había acudido porque estaba en las cárceles clandestinas del Gobierno. A Julio Me­neses el deseo de abordar el tema le impidió con­centrarse en otra cosa durante la reunión. Cuando todos se levantaron para irse, en el momento de las pal­madas en la espalda y las sonrisas, encontró valor:

–Con todo respeto general, yo sí quisiera abogar por el licenciado Velásquez, que hace casi dos meses que está desaparecido.

–No se preocupe licenciado, él va a aparecer –con­­testó Ríos Montt.

Ahora un reflejo del pasado volvía y perseguía a Julio. Vitalino pasó a su despacho. Intercambiaron sa­ludos. El decano le soltó:

–Estoy amenazado de muerte y voy a salir de Gua­temala. Me voy a un congreso el domingo a México pe­ro no vuelvo en una temporada. Te tenés que ocupar de la Facultad.

En ese instante, alguien tocó a la puerta del des­pacho. Era el director de la farmacéutica Shering, un alemán. Le invitaron a pasar. Julio hizo las presenta­ciones. El alemán preguntó a Vitalino si le habían ofre­cido algo para tomar. Pidieron café. Platicaron un par de horas. El ejecutivo estaba interesado en co­nocer la opinión del decano sobre la situación en Centroamérica, el impacto que tendrían las guerras en El Salvador y Nicaragua sobre la economía de la región.

Como en aquella reunión con Ríos Montt, Julio Meneses trató de hacer como si nada pasara. Era siem­pre más fácil así.

Sobre la seis de la tarde, Vitalino Girón se despidió, te­nía que volver a la Ciudad Universitaria. Menos de 24 horas después, Julio miraba a sus hijos jugar en el Club Campestre La Montaña cuando le avisaron de que tenía una llamada. Sería de nuevo decano antes de lo previsto. Vitalino no llegó a salir de Guatemala.

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