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Capítulo 15. El inicio del conflicto sindical. Bernardo, Ángel Antonio y Paulina, 18 de julio de 1984

Después del registro, su esposa aterrorizada le que­mó todos los papeles que olían a sindicato.
Fernando García era estudiante en la San Carlos, y el sindicato del que era directivo pertenecía a Fasgua, la misma central de la que formaba parte el STUSC.
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Capítulo 15. El inicio del conflicto sindical. Bernardo, Ángel Antonio y Paulina, 18 de julio de 1984

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Como un enredadera de tallo nudoso, la guerra se entrelazó con la vida. Algunos murieron asfixiados por ella. Otros supieron trepar. Esta es la historia de dos hombres, la Universidad de San Carlos y un crimen. Las vidas de Vitalino Girón, un expolicía jutiapaneco que acabó siendo uno de los últimos intelectuales del partido comunista, y del rector Eduardo Meyer se entrecruzaron en 1984, cuando el Ejército aún decidía quién podía vivir en Guatemala y quién no. Documentos inéditos hallados en el Archivo Histórico de la Policía Nacional permiten comprender la lógica de una de las últimas campañas de “control social” contra el movimiento sindical ejecutadas por la dictadura militar antes del comienzo del actual periodo democrático.

–Si él no nos deja entrar, nosotros no les dejaremos sa­lir –dijeron. Y bloquearon el acceso al edificio.

El 18 de julio era miércoles. Esa mañana, a primera ho­ra del día, el Sindicato de Trabajadores de la Universi­dad San Carlos, el STUSC, convocó una asamblea frente al edificio de la rectoría. Exigían que el Consejo Supe­rior Universitario, que se componía de los decanos, re­­presentantes de estudiantes, de profesores y de cole­gios profesionales, fuera expresamente convocado por el rector para tratar las peticiones de los trabajadores.

Solo querían una fecha, nada más.

El sindicato de trabajadores decretó sesión permanente, mientras el CSU buscaba una solución para su pliego de peticiones. Fotografía de octubre de 1984.

Bernardo Rosales trabajaba en la Facultad de Me­dicina, y era el secretario general del sindicato. Bernardo era un hombre tranquilo, delgado, con la cara redonda y la tez clara. No era un dirigente nato, ni mucho me­nos, pero había acabado liderando el sin­dicato por al­gu­na razón que ni él mismo sabe hoy expli­car. Era con­siderado un hombre bonachón, alguien que no ge­neraba rechazo en ningún sector. En otros tiempos su personalidad hubiese sido un problema para dirigir una organización que tenía que presionar y exigir. Pero en 1984, Bernardo Rosales era una bendición pa­ra el sindicato. En los dos años anteriores habían de­saparecido dos dirigentes de la organización: Víc­tor Ascón y Luis Estrada, ambos simpatizantes del Parti­do. Y decenas de trabajadores habían sido asesi­nados, es­taban desaparecidos o en el exilio. En el sin­dicato de la Usac se había llegado a la conclusión de que al fren­te del comité ejecutivo no podía estar una figura po­lítica beligerante. Fue así que surgió Ber­nardo, un trabajador de mantenimiento en la Fa­cultad de Medicina.

Bernardo Rosales era miembro del sindicato casi des­de el principio, a inicios de los setenta, cuando la or­ganización fue recuperada después de haber estado casi veinte años sin actividad. Todos le conocían, esa era su principal fortaleza.

Rosales nunca había entendido el sindicato como una forma de hacer esa Revolución de la que tanto ha­blaban algunos de sus compañeros, pero sabía bien lo que implicaba ser sindicalista. Habían registrado su casa. Y a él lo detuvieron durante varios días una vez que fue al aeropuerto a recoger a un compañero sin­dicalista de la Universidad Nacional Autónoma de Hon­duras.

Después del registro, su esposa aterrorizada le que­mó todos los papeles que olían a sindicato. Y él, des­de entonces, no dormía siempre en casa. Lo que real­mente le daba pavor era la tortura, así que durante un tiempo llevó un arma consigo con la idea de disparar si veía que venían por él. Prefería recibir un disparo a que lo agarrasen.

El secretario de conflictos, Ángel Antonio Váz­quez, era el hombre de los discursos. Trabajaba de ad­ministrativo en el departamento de Extensión Uni­versitaria. Hijo de madre soltera, había sobrevivido de niño repartiendo tortillas y almuerzos. Siendo ape­nas un adolescente comenzó a trabajar en la Usac y, con el tiempo, había logrado un puesto de oficina.

Ángel Antonio Vázquez tenía fama de pronunciar dis­cursos incendiarios. Le atraía la militancia política. La había buscado tratando de acercarse al Partido, pe­ro sin mucho éxito. Presumía de dos balazos que ha­bía recibido, pero algunos compañeros no creían que fuese cierto. Lo veían como un aprendiz de gue­rrillero marginado. Para Ángel Antonio, el sindicato se había convertido en un espacio político en el que sen­tirse protagonista.

Paulina Pineda era la única mujer en el comité eje­cutivo del sindicato de la universidad. Era la secre­taria de actas y, probablemente, la dirigente sindicalista mejor preparada. Como buena bibliotecaria, Paulina era metódica y detallista. Su familia había estado his­tóricamente ligada al Partido desde el gobierno del co­ronel Arbenz. Paulina Pineda había crecido viendo có­mo escribían con grandes letras rojas en la fachada de su casa la palabra “comunista”, durante los tiempos de la Liberación. A su casa llegó el documento de La Magnesia, un panfleto que el Partido ingresó desde Mé­xico en los años 50. Para camuflarlo habían impre­so en la portada el anuncio de un laxante: la leche de mag­nesia Philips. Su publicación supuso una crítica ha­cia la estrategia seguida entre 1949 y 1954, cuando el PGT había creído en la necesidad de aliarse con los “par­tidos burgueses”.

Paulina había mamado la ideología en el hogar, y de­sempeñó algunas funciones para el Partido, como cuidar casas de seguridad, durante los setenta. Ella conocía la militancia de otros universitarios como Vi­talino Girón, y asegura que, en 1984, era miembro del Partido. Otros compañeros dijeron que sí era sim­patizante, y que los camaradas la reconocían como tal, pero que, en ese año, no pertenecía a ninguna es­tructura clandestina.

Paulina Pineda era, en cualquier caso, la más acti­va del comité ejecutivo. Ella hubiera deseado un sin­dicato más beligerante pero era difícil. La gente tenía miedo. Además, muchos compañeros entendían el sin­dicato como una herramienta puramente laboral para conseguir mejoras salariales. De hecho, como ex­pone un boletín del sindicato universitario de 1983, la mayor parte de los nuevos afiliados a la organiza­ción en aquel año se debió a que el sindicato había he­cho obligatoria la membresía para poder inscribirse en el torneo de fútbol que organizaban. Muchos tra­bajadores simplemente querían jugar fútbol.

Pero aquella mañana, los tres, Ángel Antonio Váz­quez, Bernardo Rosales y Paulina Pineda, estaban ha­ciendo algo que hacía desde años no se veía en la uni­versidad. El sindicato universitario había pasado de ni siquiera poder celebrar asambleas generales por miedo a la represión, a movilizar a la mayoría de em­pleados no docentes en medio de su jornada laboral.

Meyer, en un primer momento, rechazó recibirlos y dio orden a la seguridad de la rectoría de que no pa­sara nadie. Luego rectificó, concedió una au­diencia a los líderes sindicales si el resto se retiraba a su lugar habitual de reunión, una construcción de for­ma circular conocida como El Iglú, situada no muy le­jos de la rectoría. La Asamblea General se negó. Sa­bían que si se marchaban no habría presión y no con­seguirían nada. Tras un tenso intercambio de mensajes, Meyer aceptó reunirse pero cuando Bernar­do, Ángel Antonio y Paulina llegaron a su despacho la secretaria les informó de que el señor rector estaba ocu­pado y que, en su lugar, los recibiría el secretario ge­­neral de la universidad.

Los sindicalistas se sintieron burlados. El secreta­rio general de la universidad no tenía ningún poder de decisión, y ellos estaban cansados de “perder el tiem­po”. Decidieron bloquear las puertas de la rectoría, y mantener encerrados al rector y a otros miembros del Consejo Superior Universitario que se encontra­ban allí, hasta que Meyer accediera a hablar con ellos.

Para entonces habían pasado más de cuatro meses exi­giendo mejoras a sus condiciones laborales. La primera vez que los trabajadores comunicaron oficial­mente al rector sus demandas había sido a principios de marzo de 1984. En aquella ocasión, también habían bus­cado que las autoridades universitarias intervinieran en la denuncia de la desaparición de Fernando García, que se había producido el 18 de febrero.

Fernando García era estudiante en la San Carlos, y el sindicato del que era directivo pertenecía a Fasgua, la misma central de la que formaba parte el STUSC.

El sindicato de la universidad pidió al Consejo que recibiesen a varios compañeros de trabajo de Fer­nando García, que se pronunciasen a favor de su apa­rición, y que intercediesen por él ante el gobierno militar.

Como quedó reflejado en el acta del 7 de marzo, el Consejo, con Meyer a la cabeza, se negó a pronunciar­se so­bre la desaparición de sindicalistas aduciendo que “su interés es únicamente defender a la comunidad uni­­­versitaria”, y que “no se debe comprometer a la Usac y volver a ponerla en una situación crítica como anteriormente”, “sin que eso no signifique que esas pro­blemáticas no le importen”. A lo que sí accedió el Con­sejo fue a escuchar las demandas laborales del STUSC, y catorce días más tarde se concedió una au­diencia a su comité ejecutivo.

Esa primera visita fue el 21 de marzo. Bernardo Ro­sales, Ángel Antonio Vázquez y Paulina Pineda se pre­sentaron frente a los miembros del Consejo y so­licitaron: 1) que se descongelasen las reclasificacio­nes de personal, puesto que era injusto que los trabajado­res no pudieran ascender y progresar mientras sus ta­reas y responsabilidades sí lo hacían; 2) que se con­formase la Junta Universitaria de Personal, tal y como es­tablecía el Estatuto de Relaciones Laborales de la Universidad, para que existiese una instancia parita­ria en la que resolver conflictos laborales; 3) que se so­lucionase el problema de la Escuela de Formación de Profesores de Enseñanza Media, al borde del colap­so económico; 4) que se reemplazara al jefe de la bi­blioteca universitaria, por no ser una persona apta pa­ra el puesto; y 5) ante todo, que se concediera un in­cremento salarial de ocho escalas mensuales –cada es­cala equivalía a ocho quetzales, por lo tanto 64 quet­zales mensuales– a todos los trabajadores. Las es­calas eran la unidad básica del sistema de salarios en la universidad y normalmente el objetivo central de cualquier demanda sindical.

El Consejo escuchó los reclamos y, como era habitual en estos casos, solicitó que se crearan co­misiones de estudio. Una para cada una de las peti­ciones. Los coordinadores deberían presentar sus con­clusiones después de la Semana Santa. Vitalino Gi­rón, como miembro del Consejo, fue nombrado res­ponsable del grupo que estudiaría la demanda sa­larial. Junto a él trabajarían el director financiero de la universidad, Mario Alfredo Morales Taracena, el ba­chiller Julio César Muñoz, en representación de los es­tudiantes, y un cuarto miembro designado por el sin­dicato.

No era un secreto para nadie, y menos para Vita­lino, que el reclamo económico era lo más pesado de to­do aquel pliego de peticiones. Y que sería lo más di­fícil de negociar.

Bernardo Rosales, Ángel Antonio Vázquez, Paulina Pi­neda y la mayoría de los miembros del STUSC eran tra­bajadores administrativos y de servicios de la uni­versidad, pero estaban allí también en representación de los profesores. El sindicato era entonces conjunto, aunque esa sería la última batalla que pelearan juntos. Una subida para los trabajadores no docentes, que eran medio millar aproximadamente, implicaba tam­bién un aumento para los docentes. Y los profesores eran miles. Lo que suponía una carga importante para el presupuesto de la Usac.

Eso complicaba aún más el trabajo al que se en­frentaba Vitalino Girón. Con toda seguridad las auto­ridades universitarias se opondrían. Y aunque no lo hi­ciesen, el gobierno militar les presionaría para hacer­lo. Vitalino tendría que caminar por un campo minado.

Los sueldos de los trabajadores eran más bajos, pe­ro al tener una jornada laboral completa de ocho ho­ras, la mayor parte de ellos cobraba un poco más que muchos docentes. Porque la mayor parte de los pro­fesores de la Usac solo estaban contratados para im­partir cátedra unas pocas horas a la semana. Se les pa­gaba por curso impartido, y casi todos debían com­plementar sus ingresos trabajando en otros lugares. Pese a la masificación que había alcanzado la Usac en aquellos años, su asignación presupuestaria no le per­mitía tener una plantilla fija de docentes.

Esta situación era especialmente aguda en las fa­cultades más grandes, como Económicas. En 1984, ha­bía 12 mil alumnos matriculados. Pero sólo 37 cate­dráticos contratados a tiempo completo y entre 300 y 400 docentes pagados por horas.

Este sistema tenía sus ventajas para las autorida­des. Evitaba que los profesores estuviesen implicados en la vida universitaria, porque pasaban poco tiempo en el campus y, por tanto, tampoco se sindicalizaban. Y algo más importante: permitía crearse una clientela po­lítica repartiendo las horas de clase. Porque los do­centes se disputaban ganar tiempo de trabajo. Casi to­dos eran pluriempleados y, pese a ser profesiona­les, te­nían que esforzarse por mantener su precario esta­tus económico.

Llegar a fin de mes no era fácil.

Guatemala sufría su peor crisis desde 1929. El con­flicto armado hacía disminuir la producción de ali­mentos. La inflación hacía subir los precios. En 1982 la economía había caído un tres por ciento. Entre 1982 y 1984 al menos mil millones de quetzales se re­tiraron de Guatemala. La élite económica había he­cho las maletas hasta que pasase el temporal guerrillero. Edgar Pape, director en 1984 del Departamento de Pro­blemas Nacionales de la Facultad de Económicas, ase­gura que, desde el triunfo de la Revolución Sandinista en 1979, una gran cantidad de finqueros e industriales hi­potecaron sus propiedades y se llevaron el dinero líquido fuera de Guatemala. Obtuvieron quetzales fuertes, que se cotizaban en paridad al dólar de Estados Unidos, pero, al sacar el dinero del país, provocaron que la paridad ya no pudiese mantenerse. Y ese fue otro problema para los trabajadores.

Durante años el tipo de cambio había permanecido fijo: un quetzal, un dólar. Pero en 1984, la Junta Mo­netaria Nacional del Banco de Guatemala tuvo que dar un primer paso hacia la devaluación, e instauró un sistema de cambios múltiples en el que los productos básicos y el combustible en teoría continuaban uno a uno, mientras que otro tipo de mercancías, no esenciales, se situaban ya a dos y medio por uno.

En la calle todo era más caro. Cada vez se necesi­taban más quetzales para comprar productos impor­tados, y los sueldos reales llevaban congelados desde fi­nales de los setenta.

En 1980, el sindicato de la Usac había hecho un pri­mer intento de conseguir una subida salarial. El en­tonces rector en funciones, Leonel Carillo Reeves, lo rechazó. Teniendo en cuenta que ese año habían si­do desaparecidos veinte dirigentes de la Central Na­cional de Trabajadores, y que en la marcha del primero de mayo serían secuestradas alrededor de treinta personas, el sindicato universitario no insistió.

En febrero de 1981, los sindicalistas de la uni­versidad volvieron a plantear su reclamo ante el Con­sejo: una subida salarial de 64 quetzales mensuales. De nuevo, Carrillo Reeves adujo que la situación fi­nanciera de la universidad era caótica y que no se po­día dar. El sindicato disminuyó la petición inicial de 64 a 49 quetzales mensuales, y argumentó que los fon­dos sí existían. No hubo respuesta del rector. La huelga comenzó al final del mes de abril. El rector pro­puso entonces una subida de ocho quetzales men­suales. El sindicato calificó el incremento como “de­gradante”, pero lo aceptó como algo “provisional”, y renunció a los paros para no perjudicar las elecciones a rector en mayo de ese año.

Sólo ocho quetzales, y el sindicato de la Usac había ne­cesitado tres años y una huelga para ganarlos. En 1984 estaban dispuestos a mejorar el aumento e ir a la huelga si era necesario.

La Semana Santa había pasado sin que las comi­siones nombradas por el Consejo presentasen sus re­sultados. El sindicato comenzó a inquietarse. El 6 de julio de 1984 mandaron una nota al rector en la que adjuntaban de nuevo su pliego de peticiones. Cin­co días después, en la siguiente reunión del Consejo, Me­yer informó al resto de miembros que había recibi­do la nota firmada por Bernardo Rosales y Paulina Pi­neda. El rector recordó que las comisiones estaban tra­bajando sobre las demandas, y advirtió que la nota cons­tituía “una amenaza velada” y que “no aceptaría bajo ningún concepto trabajar bajo presión”. Así quedó re­gistrado en el acta de aquel 11 de julio.

Aquella contestación exacerbó los ánimos. El 18 de julio, reunidos en asamblea en frente de la rectoría, los sindicalistas decidieron que el rector tenía que dar una respuesta. Si no, ahí se quedaría encerrado.

Las horas pasaban despacio. Paulina era consciente de que la situación se había enquistado. Meyer la eno­jaba, le parecía un pusilánime; siempre tan diplomático, y enemigo de entrar en conflicto con nadie, y ahora se negaba a recibirlos. ¿Por qué? Llevaban meses car­teándose con el rector sin resultado alguno. Ya estaban hartos del “todo por escrito”.

Ninguna de las dos partes parecía tener la inten­ción de ceder, y prolongar el encierro de manera inde­finida tenía riesgos. Paulina Pineda estaba preocupada. Excusas para violar la autonomía universitaria e in­tervenir la Usac sobraban en ese momento.

Vitalino Girón fue el primero en llegar. Con el pa­so apresurado, vestido de saco y corbata. Se presen­tó ante los sindicalistas y se ofreció a mediar en el con­flicto. Tras él venían el decano de Derecho, Rubén Con­treras Ortiz, y el de Farmacia, José Héctor Aguilar. Posteriormente llegó el presidente de la Asociación de Periodistas de Guatemala, Gonzalo Marroquín.

Ya oscurecía en la universidad cuando todos en­traron en la rectoría. Habían pasado once horas de en­cierro. Vitalino Girón fue el primero en hablar con Meyer. Se llegó a un acuerdo. En la próxima sesión or­dinaria del Consejo, que se celebraría en siete días, el miércoles 25 de julio, se incluiría dentro de la agenda los planteamientos de los trabajadores, y se recibiría de nuevo al comité ejecutivo del sindicato. Los tra­bajadores debían retirarse de las puertas de la rectoría. Todos estuvieron de acuerdo. Los compañeros se dis­persaron.

Paulina Pineda y Vitalino Girón se había conocido a principios de los setenta, en una casa de seguridad del Partido. Ella nunca supo entonces su nombre. Tiem­po más tarde se reencontraron en la universidad y no se dijeron nada. No hizo falta. Los dos sabían dón­de estaba cada uno.

Unas semanas antes del encierro en la rectoría, Vi­talino Girón había ido a buscar a Paulina Pineda con unos papeles en la mano. Los documentos conte­nían información financiera de la universidad que era vital para que el sindicato pudiera argumentar que exis­tían fondos para una subida salarial.

–Los leés y los desaparecés –le dijo el decano.

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