Si lo pienso como ciudadana, estoy de acuerdo con todas las organizaciones que manifestaron en contra de la iniciativa de ley el día que se presentó. El Estado es la organización política de lo público, y en los espacios públicos nos encontramos en la diferencia. Esta organización no puede promover más que la tolerancia y el respeto a las identidades, cualesquiera que sean estas. De no ser así, el Estado diría en qué debemos creer, cómo debemos ser, cuál es la manera correcta de pensar. El Estado de Guatemala debe ser laico, sobre todo ante el reconocimiento de una democracia que valora la diferencia y que valora y protege las creencias de cada quien.
Además, soy católica. Vengo de una familia comprometida con el trabajo de la Iglesia. Estudié en un colegio en el que pocos éramos practicantes de alguna religión. Descubrir mi religión, la que ahora asumo, no fue tarea fácil. No fue parte de los rosarios o de las misas obligatorias, ni de la vez que me llevaron de la mano para confesarme con un padre jesuita (que, por cierto, me preguntó si iba obligada y al saber que sí me respondió que nadie podía obligarme). Fue un camino personal y un encuentro íntimo. De lo que estoy segura es de que, mientras más se me obligaba a ser parte de una religión que no entendía o que se me presentaba como un imperativo, menos estaba interesada en ser parte de ella.
Por eso no creo que leer la Biblia en los centros educativos sea una buena idea si el objetivo es acercar a los jóvenes a una religión. Puede que los aleje todavía más, como tantos estudiantes de colegios católicos dicen haber vivido. La Biblia es, para los que creemos, una manera como Dios nos habla. Me cuesta creer que haciéndolo impositivamente se construya una buena relación espiritual. Como bien dice el dicho: «A la fuerza, ni la comida es buena». Desde mi experiencia, al leerse en silencio, dándose tiempo para la meditación, la Biblia es una buena manera de conocerse, de saber en qué se cree, de profundizar en el corazón. Es un texto sagrado que no debiera leerse tan a la ligera.
Tampoco creo que deba ser razón para la lucha férrea entre creyentes cristianos y no creyentes, o bien creyentes de otra religión. Es un falso debate cuando estamos de acuerdo con que a nadie le gustaría que se le impusiera una sola manera de pensar o de decir cómo nos explicamos el mundo y la realidad, con que se nos niegue la posibilidad de pensar en la trascendencia o con que se nos obligue a ello. El corazón de la discusión es la posibilidad de que el Estado se adjudique ese poder.
En todo caso, esta iniciativa no deja de ser importante en un país conservador como Guatemala. En tiempo de campaña electoral cobra más importancia. No podemos pretender que no gana votos, pero una vez más la política nos obliga a entender lo que se nos propone más allá de lo que simplemente se nos presenta.
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