Una costumbre que nos habrá de dejar a todos al final, sin salvedades, enclaustrados en una muy persistente y testaruda posición horizontal, para variar un poco.
Pero antes de tal contexto embarazoso, habremos visto pasar una cantidad no despreciable de espectáculos y farsas. De pirotecnia y zarabanda. De pompa y circunstancia y “claros clarines” y marimba y pandereta. De desfiles, romerías y verbenas. De posadas faroleras y protestas con sus bosques de pancartas. En suma, previamente a la siega, todos habremos visto alguna encarnación más o menos prepóstera de aquello que llamamos carnaval.
Juro por los adulterios de Zeus y las borracheras de Dionisos que, si no fuera a causa de tu vívido retrato del Haití carnavalesco, no me habría enterado de que hubiera llegado, rugido y pasado esta fiesta popular sino hasta algunos días después, cuando de ella no subsistiesen más que las notas de prensa y los debidos rompimientos de récord de concurrencia festiva en cualquier pedazo del Universo conocido. Así de pánfilo me descubro.
De hecho, a esta altura, el carnaval es agua pasada; Nueva Orleans ya gozó de su Mardi Gras con senos y antifaces, mientras Venecia y Río de Janeiro tuvieron su cuota respectiva de jolgorio entre caretas de arlequín y bailarinas plumíferas de samba. Hoy que te escribo ya estamos en cuaresma, como quiere el calendario litúrgico. Y tu risueña carta me despertó de un estado mental donde me suele resultar indiferente conocer en qué situación del almanaque me desplazo. A pesar de Manhattan. Irónicamente.
El tiempo, por bondad del más relativo de los Einstein, tiene ahora el paladar de una gelatina elástica y viscosa, la forma del número infinito y la textura de un ectoplasma ceniciento. Parece moverse (o se mueve, en efecto) a ritmos distintos en puntos diferentes. En la Ciudad de Nueva York, pongamos por caso, la velocidad es vomitiva. Dado que la inmensa mayoría de habitantes de este islote posee la misma concepción de la vida que la de un equino en el hipódromo, el tiempo avanza para todos con una urgencia feroz. Y soez. Y atroz. Y a veces me detengo en plena pista a escuchar el galope de cascos ajenos, también yo caballo.
Estos compases paralelos podrían tal vez esclarecer por qué el carnaval se vive como refugio y salvaguarda en suelos haitianos mientras resulta en apatía en la latitud donde me muevo, bien que el estrés y las penas abunden de este lado del mar. Tampoco contribuye al alebresto bullanguero el origen no latino de esta “ciudad de los rascacielos”; los irlandeses, sus descendientes y sus amigos etílicos nos recordarán en un par de semanas hacia qué parte de Occidente tira más la tradición de la urbe, con un alcoholizado y verde y gaitero San Patricio, patrono de beodos y de celtas nostálgicos con sueños de trébol. Nueva York espera esta festividad como los gais esperan el Orgullo: con hambre de carnaval, pues esto es.
Subversión pasajera del orden y la regla establecidos; suspensión de seriedades. La esencia de todo carnaval consiste en su imperio sobre el mundo “normal” al revés, y en ello tiene mucho de circo. Pero el mundo, según Mario Payeras, coterráneo nuestro, es una flor y es un invento; o voluntad y representación, de conformidad con el muy cuestionable Schopenhauer.
El mundo es un gran escenario y todos somos histriones, al oído lúcido de Shakespeare. En la pluma sinfónica de Calderón, a su vez, actuamos todos para el gran teatro del mundo. Invento, representación, escenario y teatro: he aquí el común denominador de esta superficie sublunar de nombre Tierra.
Orbe de llanto y carcajadas: teatro y circo. Telón y trapecio. Tramoya y carpa… ¿Qué hay de nosotros bajo aquel permanente mascarón en esta perenne tauromaquia? Si hemos de creer a los helenistas, “máscara”, en griego antiguo, se decía “prosopon” (p??s?p??). Transformado en la lengua de Virgilio, a través del etrusco, esa voz llegó a convertirse en “persona”. Una persona no era entonces un individuo, sino la máscara de un figurante: un personaje. Persona y máscara eran entonces una sola y misma realidad.
Para muchos es siempre carnaval. Para otros, servidor, todos los días parecen ser en cambio el Día de Difuntos. La procesión va por dentro, se acostumbra decir. Hoy, sin embargo, quiero jugar a ser niño y colorear cascarones para después estrellármelos yo mismo en la cabeza, a la espera de un diluvio de picapica. Es lo único que puedo celebrar.
Un abrazo abstinente,
Ramón
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