Este proceso electoral está teniendo dos grandes ganancias: por un lado, la reducción efectiva del acoso mediático con cancioncitas estúpidas y fotografías de candidatos abrazando niños y personas mayores, así como menos propaganda contaminante, incluidas vallas, piedras y muros pintados, etcétera; y por otro, que algunos medios de comunicación abran espacios no solo para que los políticos expongan sus propuestas, sino también para cuestionarlos y preguntarles cómo piensan implementarlas.
Este ambiente restringido está siendo beneficioso porque los políticos, quizá por primera vez en nuestra historia, deben pensar con estrategia cómo utilizarán los breves espacios a su disposición. ¿Los usarán para comunicar la demagogia populista de siempre o los aprovecharán para explicar, de manera breve y sintética, propuestas serias y creíbles de qué quieren hacer y cómo piensan hacerlo?
Esta práctica de cuestionar a quien es candidata o candidato está permitiendo discernir la demagogia de la propuesta seria. La demagogia ha saltado abundante: reemplazar el pago de impuestos por pagos en especie en forma de obras; sacar al ejército a las calles, militarizar instituciones diversas, incluyendo las cárceles, y que las instituciones de inteligencia militar coloquen cámaras en cada cuadra; convertir la cárcel de Pavón en un centro cultural al mejor estilo de los museos Guggenheim, pero sin explicar qué pasará con los reclusos; cerrar la Contraloría General de Cuentas; aplicar la pena de muerte; no contratar maestros y que los feligreses de las Iglesias vayan a dar clases a las escuelas; licencia de conducir vitalicia; desarticular las maras; construir un millón de viviendas; construir cantidades millonarias de kilómetros de carreteras; incrementos abultados en presupuestos públicos, y, simultáneamente, incrementar los privilegios fiscales para sectores como la maquila y zonas francas. El etcétera es largo y cansado.
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El primer filtro para depurar las promesas serias de la demagogia es la legalidad. Con pericia demagógica, los políticos son expertos en identificar lo que el electorado quiere escuchar y con ese afán han ofrecido (y están ofreciendo) cosas que incluso hoy están prohibidas por la Constitución y las leyes. Cuando se les pregunta sobre la ilegalidad, se escuchan respuestas como: «Bueno, no importa. Igual usaré todo mi poder para lograrlo. Encontraremos la forma». ¡Vaya manera de demostrar menosprecio por el principio fundamental de que en la función pública solo se puede hacer lo que la ley permite! Además de populismo demagógico puro y duro, es evidencia de vocación dictatorial y abusiva.
Un segundo filtro es la viabilidad fiscal de lo propuesto. Muchas de las propuestas serían legales y no son malas ideas, pero requerirían recursos financieros que, aun en el más optimista de los casos, Guatemala no tiene y no tendrá en corto o mediano plazo. Sin duda otra forma de populismo demagógico: aprovecharse de necesidades reales o de ideas buenas, que se ofrecen para atraer o engañar al electorado, sin la intención o capacidad de cumplirlas.
Quienes se sienten molestos con este esquema son los dueños de las vallas o de los medios de comunicación, que en eventos electorales anteriores se forraron de dinero y que en este 2019 vieron frustradas sus expectativas de enriquecerse con la propaganda demagógica y populista tradicional. Está por verse la reacción de la ciudadanía electora de Guatemala y, con ella, también la de los políticos. ¿Quién ganará: el que apueste por la tradicional demagogia o quien elija la propuesta seria y viable?
¿Estará asimilando con agrado la ciudadanía este ejercicio electoral con menos propaganda basura? Con espacios mediáticos más reducidos, ¿estará distinguiendo la demagogia populista de las propuestas serias y fiscalmente viables?
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