Una banda infantil terrible ensaya en medio del parque central mientras cenamos. San Matías tiene calles adoquinadas y limpias, viviendas coloridas. Las puertas de las casas están abiertas. Sus habitantes dejan entrever pedazos de sus vidas. Señores panzones en sus hamacas viendo un partido del Barcelona, fotos de familia enmarcadas y colgadas en la pared, un niño que abre la puerta del refrigerador.
Este es un pueblo transparente.
Los salvadoreños abren sus puertas en muchos se...
Una banda infantil terrible ensaya en medio del parque central mientras cenamos. San Matías tiene calles adoquinadas y limpias, viviendas coloridas. Las puertas de las casas están abiertas. Sus habitantes dejan entrever pedazos de sus vidas. Señores panzones en sus hamacas viendo un partido del Barcelona, fotos de familia enmarcadas y colgadas en la pared, un niño que abre la puerta del refrigerador.
Este es un pueblo transparente.
Los salvadoreños abren sus puertas en muchos sentidos. Y dejan entrever una sociedad que a pesar de todos los todos está tranquila consigo misma.
El Salvador es un país pequeñísimo, en general abarcable, comprensible para quien lo mira. Al llegar, se entiende rápido como funciona la política. Hay dos partidos, uno de izquierda y otro de derecha, cada vez más iguales. Las alcaldías del FMLN pintan sus paradas de autobús de rojo, y las de Arena con la bandera de Francia. Ambos pelean, pero están institucionalizados.
Las pandillas son también dos, la 13 y la 18, y están por todas partes, han marcado sus territorios por todo el país, tienen más presencia que el Estado. En ellas, y en ninguna otra parte, reside el mal. El mal es en El Salvador identificable; se viste como recién deportado de Los Ángeles y hasta calza un modelo concreto de zapatos deportivos.
Estos cuatro grupos, tan fáciles de identificar, hacen que El Salvador sea un rompecabezas del que, al menos, conocemos la forma.
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