Será un resabio de mi vida anterior. Es como el apéndice en los humanos: está ahí y no sirve para nada, pero te puede matar. La rutina te salva porque hace previsibles tus días. Lunes. Martes en la noche, armas la logística para ir al supermercado. Preparas la lista, la pasas en limpio y te levantas muy temprano el miércoles para hacer cola. Ya nadie habla con nadie haciendo fila con dos metros de distancia, miradas fijas al frente. Y de reojo, con los lentes empañados, esperas reconocer a alguien por su parado, por la panza, por la ropa.
Piensas dos veces para saludar. Alzas la mano al cruzarte con ella y te responde. No estás seguro. Posiblemente saludaste a un extraño. Al final, estamos mutando. No te das cuenta porque convives contigo mismo, pero los espejos no mienten cuando hay luz suficiente y están limpios.
Serpenteo por los pasillos evitando que ni de casualidad mi cuerpo roce otro cuerpo, otro anaquel, cualquier producto. Con la precisión de un piloto de rally avanzo y me detengo, veo el listado y tacho uno por uno los productos que un día antes agrupé por su cercanía. No se trata de vagar como un descerebrado por el supermercado. Además, seguro que hay gente queriendo entrar, haciendo su propia cola, perdida en sus pensamientos. Los minutos son minutos de contagio, repito como letanía.
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Muchas mujeres van totalmente tapadas, como las musulmanas que vemos en nuestros viajes y a veces aquí. A ellas ni trato de reconocerlas. Lentes, camisa larga, gorra o pañuelo en el pelo, pantalón, guantes, son las monjas de la pandemia, la imagen que se me quedará para los siguientes años. Me siento como en los supermercados de The Handmaid’s Tale, observado por las cámaras. Trato de portarme bien. Quiero portarme bien. La megafonía te apura con esa voz neutral y repetitiva. Me pongo nervioso, ansioso. Hago suma mental de lo que llevo en la carreta. Conjeturo que estoy dentro de mi presupuesto. Al pagar lo comprobaré. Salgo. Los que están afuera seguro me ven con envidia. Yo lo había hecho también unos minutos antes.
Meto las cosas en el carro mecánicamente, me siento en el asiento y suspiro. Me quedo unos segundos más viendo el caos del parqueo, todos caminando muy rápido, como marchistas que ganan medallas en Londres. Alguien sale corriendo de la puerta del copiloto de un carro para de una vez agarrar turno en la fila. No está en buena forma. Corre sin doblar casi las rodillas, como Robotín. Se ve divertido.
Jueves, bajo a la oficina a recoger unos papeles. El edificio, vacío. Reconozco a algunos vecinos. Viernes en la mañana, entra el camión de la basura. Escucho la bolsa de las botellas de vidrio que aparto durante días, lo mismo con el plástico, las latas, el papel. Hoy saqué vidrio y latas. Hacen mucho ruido. Seguro que los vecinos odian que recicle las botellas. Soy el único. Yo no oigo el tintineo otros días. Creo que contribuyo en algo, otra rutina más que tenía antes del encierro. Y las cifras, las que suben día a día. ¿Cuándo me tocará?
Hoy es sábado, día que sale mi columna. A ver al fin qué dije. ¿Se habrán secado mis palabras? No las he cuidado mucho. Las tengo abandonadas, tiradas con rabia en el patio trasero, entre trastos viejos y botellas para reciclaje. ¿Y si por descuido se las llevó el basurero?
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