La pregunta inicial para mí fue: ¿qué representa ser mujer joven y mestiza en un país marcadamente indígena? Me habían enviado las preguntas con anticipación. En el resto tenía ya unas ideas esbozadas para desarrollar, pero en esa pregunta específica no sabía qué responder, así que lo hice de la manera más honesta.
Realmente me habría encantado nacer en un hogar indígena, poder llevar la cultura, el amor por la naturaleza y el trabajo comunitario en mis venas, pero no fue así. Nací en un hospital de la zona 1 de la capital. Y aunque considero que mi familia es una pequeña tribu, con valores que valoro, valga la redundancia, estos no son tan profundos como los de otras etnias. Sé muy poco de mis abuelos, y menos de mis tatarabuelos. Siento que hay una pieza de memoria colectiva que los pueblos indígenas han logrado rescatar y que los mestizos no tenemos. Copiamos modas europeas o estadounidenses, pero tenemos muy poca identidad como colectivo poblacional. Así pues, por la admiración que siento por las culturas indígenas, usualmente me verán usando más de algo de sus artesanías o textiles.
Luego, también debo confesar que definirme como mujer me fue difícil. Y no porque dudara de mi anatomía, sino porque crecí con tres hermanos y aprendí a luchar contra un bloque muy sólido que confabulaba en mi contra. Crecí creyendo que las mujeres debemos ser guerreras, todas unas amazonas, y al mismo tiempo sentía que ser mujer era ser débil, que teníamos que luchar demasiado para hacernos valer y notar. Mi propia madre, viuda y con cuatro hijos a los 33 años, tuvo que trabajar muy duro para sacarnos adelante. Yo vi su lucha desde la primera fila. Pero yo no quería definirme como alguien débil, y por eso definirme como mujer me llevó un tiempo. Luego de muchos talleres, libros e introspección, estoy totalmente convencida no de que las mujeres hayamos venido a una guerra, sino de que la sociedad nos ha impuesto un rol que no merecemos de estar alerta y de hacernos el quite ante el golpe que viene sin aviso.
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Basta con salir a las calles y sufrir acoso callejero. Dicen que una «halagada debería sentirse», pero realmente una se siente violentada. He de confesar que, de tantas veces que lo he recibido, llega el punto en el que me dan ganas de gritarles groserías de regreso, pero considero que la violencia no se resuelve con más violencia. Por eso valoro muchísimo el esfuerzo del Observatorio de Acoso Callejero, que visibiliza un problema que pocos consideran como tal. En un taller de mecánica donde me molestaban mucho, tuve que ir hablar con el gerente. Solo así se resolvió el problema.
Además, basta con estar en una reunión y proponer una idea para que esta no sea considerada sino hasta que la dice un hombre. ¡Siendo igual! Adquiere valor para la audiencia solo porque es dicha por un hombre. ¡Nefasto! Basta con estar en un grupo de personas y con que un hombre se tome la tarea innecesaria de explicarle a una conceptos que una ya maneja. ¡Terrible! Sin embargo, creo que esto también sucede mucho por el adultocentrismo, que hace que las personas mayores la vean a una como inexperta o poco conocedora y la terminen ninguneando. Se puede ver esta marginación en los mismos cuerpos de la Policía. Recuerdo una reunión en la que una oficial quería hablar y su superior no la dejaba. Le ordenaba que le dijera a él de antemano qué quería decir y evaluaba si lo comunicaba o no a la mesa. Tuvimos que trabajar mucho con esa mesa para que se apreciaran los aportes de la oficial.
Ya que el grueso de la población es menor de 30 años, es alarmante tener tasas de homicidios en las cuales los jóvenes somos quienes infligimos dicha violencia y quienes la recibimos. No tener espacios reales de participación ciudadana y programas para atendernos debería preocuparnos porque tendrá resultados aún más catastróficos más adelante.
Aun así sé que ser mujer joven y mestiza es un privilegio porque, incluso con las experiencias vividas y la marginación sufrida, otros compañeros del panel de diferentes etnias contaron sus vivencias y realmente la brecha es abismal. Un país donde más del 40 % se identifica como indígena y donde no se prestan servicios en otros idiomas mayas, por ejemplo. ¡Qué injusto! ¿Cómo construimos un país verdaderamente para todas las personas?
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