Siguiendo esa línea, ¿aceptarían al asesino de su familiar de regreso en sus vidas? Contra esto me tuve que enfrentar en 2009. Como ya sabrán (y si no, los pongo al día), la tasa de homicidios nacional había llegado a su pico más alto en esa época: 46 homicidios por cada 100,000 habitantes. La violencia en el país era insoportable. A mi madre y a mi hermano les pusieron una pistola en la cabeza, a mi hermano mediano le hicieron un secuestro exprés y mi hermano mayor vio cómo mataron a nuestro padre cuando éramos unos niños. Demasiada cercanía a la violencia en la mala ruleta rusa de la vida. Sé que merecemos un país más pacífico, donde todas, absolutamente todas las personas podamos desarrollarnos sin discriminación alguna. Seguro habrá personas con historias más crudas y con peores experiencias. Por ellas trabajo como activista: para prevenir que no se repitan.
En 2009 yo participaba en una organización llamada Un Joven Más. Fuimos convocados a una reunión con más organizaciones juveniles, y es allí donde nace el movimiento Jóvenes contra la Violencia. Este tuvo el apoyo de más de 90 organizaciones juveniles durante sus inicios, con las cuales logramos mantener una agenda conjunta por seis meses. Ello dio como resultado el documento Recomendaciones de política pública para la prevención de la violencia juvenil, con el apoyo de la Coalición por una Vida Digna. Fue un proceso verdaderamente fascinante, que duró tan poco por la falta de apoyo a la asociatividad juvenil que hay en la región.
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Es así como conocí a Agus. Él habrá tenido 25 años por aquellos días y había pertenecido a una pandilla. Me contó cómo fue su niñez, cómo le afectó la separación de sus padres, como el odio empezó a crecer en su corazón desde que era muy pequeño. A los nueve años ya portaba un arma de nueve milímetros y sabía desarmarla y armarla. ¡Demasiado joven para estar tomando decisiones que marcarían su vida por siempre! Se brincó a la pandilla a los ocho años. Todo empezó muy lento: de estar solo en las calles pasó a «haceme el paro; comprá esto en la tienda». Y sentir que le confiaban dinero y que lo tomaban en cuenta fue suficiente para que él sintiera más cariño en la calle que en su hogar. Y aunque Agus tiene la fachada de un osito de peluche que uno solo quiere abrazar y admirar por haber cambiado su vida, para mí en 2009 fue como toparme con los malhechores que habían matado a mi padre. Seguramente podrían haber estado motivados por alguien más a realizar el robo del vehículo, pero yo sentía que mi padre figuraba en la lista de los asesinatos que él había perpetrado.
Y en este momento podrán decir que las personas no cambian, que las vidas se pagan con vidas, pero yo les digo que no. ¿Qué cambia con matar a una persona porque mató a otra? ¿Acaso la persona fallecida cobrará vida? ¿Por qué no nos ponemos en los zapatos de quienes primero fueron víctimas a tan corta edad y terminan en esas situaciones? Hay sus excepciones, pero Agus es diferente: lo digo con toda sinceridad. Lo vi a los ojos, vi su cambio, veo su labor social, me inspira, y solo así encontré la paz que necesitaba. Tenemos ya 10 años de ser amigos. Encontré en su historia lo que en mí hacía falta: esperanza.
Ya no tenía que huir de este país. Podía quedarme a trabajar con jóvenes como él. Porque, si yo hubiese estado cerca de tantos factores de riesgo (desintegración familiar, violencia intrafamiliar, situación de calle, abuso de sustancias lícitas e ilícitas, sin acceso a educación, sin acceso a alimentación adecuada…), yo no habría sido diferente a él. Y es que las condiciones en las que nacemos nos condicionan la vida. Así, si hoy me pusieran frente al verdadero asesino de mi padre, jamás pediría su muerte. Pediría justicia, pero jamás tomaría la decisión con odio. Las familias guatemaltecas callamos muchas cosas, pero también necesitamos aprender a perdonar con amor, incluso a quienes no nos lo están pidiendo, porque, si no, este país seguirá llenándose de sangre.
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