Finalmente, los Stone Foxes me repiten Everybody Knows casi al completar el circuito. Nada como correr con los audífonos puestos para empezar estas mañanas frías, en las que de alguna forma me empecino en negar que extraño algunas de las facetas de una vida pasada: la de habitante de las sombras de Quito.
La otra tarde, una imagen en Facebook me llevó directamente a mi infancia: El Panecillo, el Centro Histórico y el Pichincha desde un barrio crecido alrededor de la pasteurizadora de la ciudad gracias a la inversión en viviendas para la clase media cortesía de un bum petrolero y de un gobierno militar que lo gastaba con alegría. La imagen, de un impecable cielo azul, tiene fecha de 1971. Me sentí caminando en esa calle, de la mano de uno de mis tíos, regresando a casa de la abuela con la compra del pan recién horneado.
Hace un par de años, por ahora la última vez en Quito, conduje hasta encontrar en Luluncoto la pequeña casa junto al parque, la de algunos de los recuerdos de la infancia. Me costó descifrar la vialidad, pero quedé frente a ella, recordando que desde el ventanal del estudio se tenía un privilegiado mirador del Quito antiguo. Para mí, las agujas de la basílica, por entonces todavía en construcción, eran dos cohetes a punto de despegar y buscar las estrellas. Mi estancia duró apenas unos segundos. No quise despertar sospechas en la gente que conversaba en el patio y me di por satisfecho pensando en una fotografía en blanco y negro, en ese mismo patio, con mi madre.
Si supiera componer música, esto se habría transformado en un blues más o menos decente, que tal vez hasta podría haber alcanzado la voz llena de nostalgia de Delila Paz en su versión de I’m Gonna Live the Life I Sing About in my Song, de Mahalia Jackson.
I’m gonna live the life I sing about in my song.
I'm gonna stand for right and I always shun the wrong.
If I’m in the crowd, if I'm alone,
on the streets or in my home,
I’m gonna live the life I sing about in my song…
Fire y Wanted Man, de The Last Internationale, deben de haberse repetido un millón de veces en mi playlist en los más de 1 500 kilómetros conducidos en un par de semanas entre páramos, selvas y valles.
Años después de la infancia, los Sal y Mileto me ayudarían a digerir la ciudad andina con las muchas iglesias coloniales en las que mi abuelo fue organista, algún desamor, la facultad de Derecho y mi eterno romance bipolar con el futbol. Por eso las calles del barrio de San Juan me saben aún al interminable Cessio. Y al tercer patio del museo Camilo Egas (ahora cerrado al público) le debo aún el fortuito encuentro con una extraña que rememoraba su propio encuentro con Jim Morrison en París en sus últimos días.
Sin duda tengo otros demonios que algún día deberán ser exorcizados frente a un conjunto arqueológico al pie del Cotopaxi, el Pucará de Salitre. A ellos los alcanzará el recuerdo de una larga carrera sobre el páramo a bordo de una vieja Specialized, cantando casi de memoria Bullets with Butterfly Wings, de los Smashing Pumpkins, mientras el viento me cortaba la cara.
Cierro la noche escuchando Number One, de The Sideshow Tragedy. Me quedo así. Esta no será la última nostalgia por Quito, pero sí será el final de esta noche.
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