«Hemos decidido dejar sin efecto el decreto para evitar malos entendidos», dijo Jafeth Cabrera al derogar el estado de prevención que —aduciendo como causa las lluvias—habían impuesto 48 horas antes desde la Presidencia. De colofón, el dichoso decreto imponía cepo y mordaza a los derechos de huelga, libre expresión y locomoción.
¡Jesús, María! Somos nosotros, el pueblo, quienes no entendemos. Casi que la culpa es nuestra.
En mi artículo de la semana pasada, 24 horas antes de que se conociera la tragicómica medida, expresé de los asesores del presidente: «Y como primera medida por tomar [el presidente] debería considerar el cambio de sus asesores, ya que pareciera que los dichos consejeros más quisieran empujarlo a un precipicio que fungir como personas que emiten opinión al estilo amicus curiae a fin de colaborar con él en la toma de decisiones». Ocho días después, la ventolera en que está metido me da la razón. Tuvo que haber habido en el entramado mucha ignorancia o mucha perversidad que lo llevara a firmar semejante mamotreto.
Debió de ser así. Y a guisa de conjetura maquiavélica —piensa mal y acertarás—, llama la atención el hecho de que firmó el decreto y puso pies en polvorosa. Atrás dejó el melodrama de Fulanos y Menganos, en el que su hijo y uno de sus hermanos son los principales protagonistas.
Hace cuatro años escribí una comparación entre la dialéctica de Los tres chiflados y la retórica de los políticos del momento. De Larry (cotejándolo con quienes enarbolaban la pena de muerte para ganar votos) decía: «Larry es el más peligroso de los tres. Es el más chistoso y genial, pero Larry, el gracioso, utilizaba los cementerios como parque de diversiones y tenía en su casa cadáveres que habían desaparecido de los lugares donde habían sido sepultados. Su máscara era el chiste. Su verdad, la muerte». Y la parodia de Draculillo me provoca cierta paramnesia del recuerdo. Aunque, a decir verdad, Larry era mucho más genial que Draculillo.
Ahora, y como siempre, estamos metidos en otra batahola. Ya hay, cuando menos, dos demandas en contra del presidente, el vicepresidente y los ministros de Estado que firmaron el decreto gubernativo que suspendía, a causa de las lluvias, garantías constitucionales como la libre emisión del pensamiento.
Me pregunto qué sucederá si tales acciones legales tienen como resultado un tremendo vacío de poder. Claro, ya lo sé: nuestra Constitución establece los mecanismos para salir de la crisis. Empero, ¿cuál sería el costo?
Por esas y otras muchas razones, insisto, a quienes primero deberían enviar al carajo es a los asesores del presidente. Porque es intolerable que en pleno siglo XXI haya sucedido tan aberrante hecho. Solo faltó una cadena nacional de radio y televisión, un locutor con voz de golpe de Estado, la marimbita o las marchas militares sonando en todas las radiodifusoras y milicos agresivos apostados en las esquinas pertrechados para disparar en contra de los enemigos del orden público y constitucional.
El presidente, el vicepresidente, cuanto gritón haya en el Congreso y los «patrioteros con brotes de farsa, interés y miedo» deben tenerlo muy claro: ningún fulano ni mengano detendrá el proceso democrático de Guatemala.
Así que, ¡Jesús, María!, el trueno no ha pasado.
Más de este autor