Con el paso del tiempo han surgido opiniones que ven con desdén el 27A por su naturaleza y otras que le restan valor porque no se logró nada o porque lo consideran una llamarada de tusas. Sin embargo, querer medir el éxito o el fracaso de un movimiento por medio de la evaluación de la consecución de sus principales demandas me parece una trampa. Sí, yo sé. A cualquiera se le baja la moral con el presidente que quedó al frente de un país que soñó un cambio. Pero, si escarbamos más profundo y no comemos ansias, estoy segura de que podremos ver frutos.
El 27A no se limita a esas increíbles imágenes de una plaza abarrotada. También es todo eso que no se vio (y seguimos sin ver) y lo que no imaginamos, sus efectos no calculados ni previsibles. Efectos que podremos valorar a largo plazo al entender el 27A no como un evento o una acción colectiva pasajera o aislada, sino como un proceso dinámico con múltiples posibilidades y potencialidades, tanto individuales como colectivas. Estas posibilidades y potencialidades urgen en un país con tan pocos espacios para aprender democracia no solo a nivel de grandes procesos e instituciones, sino también en los pequeños espacios de la vida diaria.
El 29 y el 30 de agosto se llevó a cabo el Tercer Congreso Estudiantil de Ciencias Sociales, organizado por el Colegio Monte María, con el lema «Despertar ciudadano: ¿qué hacemos después del 2015?» y actividades como foros, conversatorios y mesas de diálogo en las que participaron más de 200 jóvenes de distintos centros educativos para soñar una Guatemala diferente. Uno de los objetivos de la actividad era incentivar un diálogo y un análisis crítico de la realidad que conduzcan a un compromiso ciudadano.
Esta actividad pone en relieve aspectos importantísimos para la coyuntura actual. Nos habla de un espacio tomado por adolescentes (mujeres y hombres) que pocas veces visualizamos y que se escapan de los análisis políticos. Nos habla de la importancia de hacerse escuchar y de dar la propia opinión desde esas edades, pero también de la posibilidad de conocer a otras y otros jóvenes que provienen de entornos diferentes, con distintas opiniones, y de aprender a respetarlas y valorarlas. Nos habla de la importancia de informarse, de conocer las realidades de este país y de no permanecer indiferentes, de atreverse a hacer preguntas (incluso las más incómodas), cuestionar e imaginar otro mundo posible y pensar las estrategias para caminar hacia él a partir de la conciencia de nuestros privilegios y las bases injustas que permiten que existan tantas desigualdades.
También nos habla de la importancia de la organización para transformar las cosas y así hacer política, no desde la política tradicional (como los partidos), sino desde nuestros espacios más cotidianos, interesándonos por lo colectivo y lo público, yendo más allá de nuestro metro cuadrado.
No sabemos cuántas fibras internas tocan espacios como el 27A y este congreso, cuántas chispas encienden, pero estoy segura de que no pasan desapercibidos ni son indiferentes en la subjetividad de las y los adolescentes y jóvenes y de que tienen implicaciones concretas en el futuro. Solo debemos animarnos a entender y valorar procesos que no son inmediatos ni lineales ni puros ni homogéneos. Y ahí está su valor.
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