Toma de Posesión
Toma de Posesión
Simone Dalmasso
Pablo Castro, 53, regresa a Barra Sarstún, Izabal, en la madrugada del 24 de marzo, después de haber levantado sus trasmayos y con dos róbalos de botín. Simone Dalmasso

El mangle: un aliado contra el cambio climático

Estamos hablando de un sistema interconectado. Si hay deforestación cuenca arriba, ya no tienes las raíces de árboles que fijan el suelo al territorio. Con las lluvias, todo este suelo y sedimento bajan por la gravedad con el agua y se estancan en la cuenca baja. Ahí se queda, tapa los canales naturales de agua. Y lo que necesita el mangle para sobrevivir es este intercambio entre agua dulce y salada
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El mangle: un aliado contra el cambio climático

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La lucha por sobrevivir y a la vez preservar el mangle es constante en el Río Sarstún, uno de 348 sitios del Sistema Guatemalteco de Áreas Protegidas. Los padres y los abuelos de los actuales habitantes vivían de la pesca, los camarones eran grandes y abundaban. Eso ya no existe. Poco a poco las especies van menguando. Los pescadores saben que para salvar la pesca necesitan primero salvar al mangle.

Entre la noche y el amanecer, el cuarto menguante de luna lucha por atravesar la capa de nubes en el cielo nocturno para iluminar, aunque sea un poco, el camino del pequeño desembarque de Pablo Castro y su hijo Sergio, de 20 años. 

Ambos en overol amarillo e impermeable, hombres de pocas palabras. La soledad en el río es total. La comunidad inmensa de aves que habitan los manglares en ambos lados sigue descansando y el único sonido es el ruido monótono del motor que avanza sobre el Río Sarstún en el norte del departamento de Izabal.

En la oscuridad parece un mapa para perderse en las aguas liminales que tienen una orilla en Guatemala y la otra en Belice. Pero para los pescadores, como Sergio y Pablo, que crecieron en el río, la escasez de luz no es un impedimento para orientarse. 

«Cada quien sabe donde están sus puntos de pesca», dice con una sonrisita de confianza, que hace resaltar las patas de gallo que se agarraron alrededor de sus ojos a sus 53 años de vida. 

Pero el primer punto le traiciona. El segundo también. Solo un cangrejo solitario que valientemente se defiende con sus pinzas azuladas antes de que Pablo lo devuelva al río. La tercera es la vencida. Pescan un robalo. Adulto, plateado de cola negra y aleta amarillenta. 

No está mal, murmura Pablo bajo el bigote corto mientras lo lanza al suelo de la lancha entre los pies descalzos de su hijo.

Lucha por respirar pero es en balde. Poco a poco se convierte de pez en pescado, de animal a alimento, mientras Sergio vuelve a arrancar el motor.

La noche se va y cede ante los primeros rayos de luz del día. Lo celebra una manada de loros que cruzan el río en pleno canto. Lentamente el bosque despierta. Padre e hijo siguen río arriba. Se aseguran de alejarse de su comunidad, Barra Sarstún, que es uno de los lugares que las y los pescadores acordaron designar como zona de recuperación pesquera ante la creciente escasez de peces en el río.

Pecera sin pescado

En Barra Sarstún el día ya comenzó. Cerca de la orilla del río pasan niñas y niños con sus mochilas en cayucos pequeños de madera para entrar a la escuela río abajo a las siete. Hora pico del tráfico matutino de una aldea de río, luego de ser habilitadas de nuevo las clases presenciales restringidas durante la pandemia de COVID-19.

Pablo y Sergio regresan a la aldea tres horas después de pescar en los diferentes puntos del río. Otro robalo, un poco más pequeño, fue todo lo que lograron. Antes, dice Pablo, una buena madrugada de pesca resultaba en mínimo seis pescados. Hoy solo hay dos y es común que las y los pescadores no encuentren nada. 

«No hay producto», dice Catarina Tiul resignada con las manos en el aire en su cocina de piso de tierra. La mujer maya q’eqchi’ aprendió la pesca artesanal de camarón de su padre y toda la vida ha sido el sustento de su familia, pero desde hace dos años ya no se encuentran, dice la señora de 52 años. 

Vive en un pequeño rancho con su madre de 70 años y su hija de12, que es bilingüe y facilita la traducción a las visitas que no manejan el idioma q’eqchi. Los recursos para las tres mujeres son más que escasos y para sobrevivir Catarina hornea pan que sale a vender a pie en las comunidades aledañas al río.

Es una de las pocas mujeres que aún sale a pescar algunos días en su cayuco de remo, con el overol impermeable sobre su corte plegado, para buscar proteína que complemente las tortillas de maíz. En vez de camarón, ahora lo que más encuentra son jaibas.

No debería ser así. El Río Sarstún conecta dos de los ecosistemas más ricos y favorables para la biodiversidad que existen: los manglares y los arrecifes coralinos. Ambos son los criaderos, refugios y hábitats ideales para miles de especies marinas.

Sarstún es hogar del segundo manglar más grande del Caribe de Guatemala, que ocupa 716 hectáreas. Su desembocadura da a la Bahía Amatique, que forma parte del Sistema Arrecifal Mesoamericano, el arrecife interfronterizo más grande del mundo y con sus más de 1000 kilómetros de extensión, el segundo más largo en el planeta.

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Pero durante décadas han sufrido de degradación por la sobrepesca, la contaminación, incluso el uso de la tierra y por los impactos del cambio climático.

Desde 2005 el Río Sarstún es uno de 348 sitios del Sistema Guatemalteco de Áreas Protegidas para la conservación y la restauración de su flora y fauna. Ocupa 47,582 hectáreas de extensión, coadministradas por el Consejo Nacional de Áreas Protegidas y el consorcio entre Fundación para el Ecodesarrollo y la Conservación (Fundaeco) y Amantes de la Tierra.

Las mejoras llegan lentamente 17 años después. Evidencia de lo complicado que es recuperar un ecosistema una vez está dañado. 

Líbranos de nuestras emisiones

«Yo no sé qué tiene ese árbol, pero para mí es el más completo que puede haber para nuestra vida», reflexiona Saúl Castro, primo de Pablo.

Se acomoda en su hamaca con las manos unidas detrás de la cabeza, sus pies descalzos al aire y la vista hacia el bosque inmenso de manglares en la ribera del río. 

Lleva toda la vida en el Río Sarstún. Como dice él, solo fue a dejar el ombligo en Puerto Barrios, hace 53 años, y luego ya no volvió a salir. Igual que las otras 156 familias maya q’eqchi’, garífuna y mestizas en la comunidad, Saúl, igual que su primo Pablo, es pescador y asegura que el desarrollo futuro de la pesca, está en el mangle.

«El mangle a uno le enseña una gran lección. Todas esas toxinas en el aire, él las absorbe. Es un hábitat para aves. Abajo es un criadero de pescados, porque genera sombra que le gusta al pez. Atrae casi todo tipo de pescado, camarones y ostiones. Es un hábitat dentro del mismo mar».

Tanto terrestre como marino, de agua dulce como salada, el mangle parece crecer desde arriba hacia abajo y –en las palabras de Saúl Castro– «caminar como un pulpo» sobre los pantanos. Su peculiar apariencia es tan única como las capacidades que tiene como ecosistema y lo que lo vincula con la pesca. 

Crea redes de raíces que crecen abajo y arriba de la superficie del agua que son hábitats y lugares de reproducción ideales para las especies marinas en todo el mundo. Si se pierde el mangle, potencialmente se afecta la pesca a nivel global. 

«Muchas de las especies de importancia comercial en cualquier parte del mundo pasaron un ciclo de vida en estas marañas de raíces, como pargo, camarón, cangrejo, caracoles y demás que pasan los estadíos tempranos de su vida en el mangle. Si se pierde el mangle, se le quita el hogar a las larvas. Ya no crecen o se las comen los depredadores», dice Pilar Velásquez, bióloga especializada en ecología acuática tropical del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF).

Los manglares son ecosistemas importantes, no solo para la vida marina. Igual que los arrecifes y el pasto marino, funcionan como amortiguadores naturales contra el aire y la fuerza de las olas en las tormentas que están aumentando en frecuencia e intensidad como resultado de los cambios climáticos. 

Pero tiene un superpoder aún más impresionante. Como cualquier árbol, el mangle tiene la capacidad de captar dióxido de carbono (CO2) de la atmósfera a través de sus hojas y el proceso de la fotosíntesis. Pero el mangle no solo lo hace a una velocidad mucho mayor que otros árboles, sino que almacena hasta cinco veces más que un bosque terrestre, en su biomasa y el suelo alrededor de sus raíces.

El dióxido de carbono que es captado y almacenado en ecosistemas marino-costeros se llama carbono azul. Los árboles de bosques terrestres guardan la mayoría del carbono en su cuerpo y al morir el carbono regresa a la atmósfera. El mangle almacena hasta el 90 % del CO2 que capta en el sedimento alrededor de sus raíces, donde puede permanecer durante siglos si no se altera.

La emisión de dióxido de carbono producida por actividades humanas es una de las principales causas del calentamiento global que genera el cambio climático. 

Según el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), desde 1750 la concentración del CO2 en la atmósfera aumentó 47 %, para llegar a un promedio anual de 410 partículas por millón de moléculas de la atmósfera en 2019. Es el nivel más alto en por lo menos 2 millones de años.

En febrero de este año, el IPCC, publicó la segunda parte de su sexto informe sobre el cambio climático. Esta trata específicamente de los impactos, la adaptación y la vulnerabilidad ante el cambio climático y estima que cada hectárea de mangle almacena alrededor de 856 toneladas de CO2 en el suelo y que anualmente cada metro cuadrado del mangle puede captar 194 gramos de CO2 de la atmósfera.

El mangle es un poderoso aliado en la lucha contra el cambio climático. Mitiga las emisiones que causan el calentamiento global y favorece la adaptación de la población a los impactos del cambio climático, porque puede proveer seguridad alimentaria y proteger a las comunidades que viven en las zonas costeras contra eventos climáticos extremos.

El último respiro peligroso del mangle

La hamaca, el lugar de descanso de Saúl Castro en las tardes, cuelga entre la sombra del techo y la brisa del río, en el predio que construyó sobre el agua frente a su casa. Aquí estaciona su lancha, guarda gasolina en contenedores plásticos y pesa la pesca que él y el resto de integrantes venden para su subsistencia a través del Comité de Pescadores Artesanales de Barra Sarstún que se formó hace más de 15 años. 

«Algunos males vienen del mismo ser humano. La capa de ozono la hemos destruido. Es como un pabellón roto. Pero al estar bien circulado y bien tejido nos produce una protección acá en la tierra de los rayos del sol. Es lo mismo con el mangle. Mirábamos que se estaba yendo, y dijimos ‘no, hay que poner un alto’», explica Castro que forma parte del comité que hoy participa activamente en mantener las zonas de recuperación pesquera dentro del área protegida donde no se puede pescar ni cortar el mangle.

Pese a su importancia, el mangle está muriendo en todo el mundo. En 2020 existían 14.8 millones de hectáreas de manglares a nivel mundial, una reducción de más de un millón de hectáreas comparado con 1990, según el informe sobre el estado de los bosques del mundo publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). 

Según el Instituto Nacional de Bosques (Inab) en 2021 existían 25,089 hectáreas de manglar, distribuidos en San Marcos, Retalhuleu, Suchitepéquez, Escuintla, Santa Rosa, Jutiapa, Izabal y Petén. En la Política para el Manejo Integral de las Zonas Marino Costeras de Guatemala, aprobada en 2009, el Ministerio de Ambiente y Recursos Naturales (MARN) señaló que el país ya había perdido «una extensión aproximada de 26,500 Ha. de manglares que representan el 70% de su extensión histórica».

Los datos sobre la extensión de manglares en Guatemala difieren entre las diferentes instituciones, un problema que dificulta medir las dinámicas y cambios de cobertura, explica Melany Ramírez, ingeniera ambiental e investigadora del Centro de Estudios Ambientales y Biodiversidad (Ceab) de la Universidad del Valle de Guatemala.

En 2018 Ramírez y Carlos Rodríguez realizaron un estudio sobre la cobertura del mangle y uno de los riesgos de perder a este ecosistema: liberación del CO2 que almacena.

La investigación se basó en los manglares del área de conservación Sipacate-Naranjo, ubicada en la costa Pacífica de Guatemala y mostró que entre los años 1990 y 2016, se perdieron 246 hectáreas de mangle debido al cambio del uso del suelo, a por ejemplo áreas de pasto o camaroneras, lo cual resultó a la liberación de lo que corresponde a 110,932.76 toneladas de CO2 a la atmósfera.

Dentro del periodo de estudio, también hubo una recuperación de hectáreas de mangle de 456 hectáreas y por ende una captación positiva de CO2 correspondiente a 198,324.61 toneladas. Una cantidad por hectárea más baja que la que se pierde.

«Nunca se puede comparar un manglar o un bosque que tiene 100 años de antigüedad almacenando carbono, a un bosque que pongo yo como reforestación, y en algunos casos con una especie que pueda que ni sea nativa. Por supuesto se va a almacenar carbono, pero hay que dejar claro que la pérdida es más dura que la ganancia que podría haber», aclara Ramírez.

El estudio calculó que la cobertura de mangle en Guatemala es de 18.839 hectáreas y que a nivel nacional se pierde 1,68 % cada año.

El mangle entre la espada y la pared

La confabulación de factores locales y globales hacen que familias como la de Catarina Tiul hoy vivan al borde de la seguridad alimentaria, y que la población en Barra Sarstún  se vea forzada a buscar alternativas económicas para complementar la pesca, o como en el caso de Sergio Castro, dejar la pesca por completo. Con solamente 20 años, el joven sufre de una infección en el pulmón que, según el médico que lo diagnosticó, es el resultado de dos años de respirar químicos bajo las fumigaciones en la plantación bananera donde trabaja.

En el Río Sarstún la escasez de peces se debe en parte a la sobrepesca en las aguas de la región que corta el ciclo de reproducción de las especies al agarrarlas antes de que lleguen a reproducirse. Eso se da especialmente en la pesca de camarones con trasmallo de arrastre que por su tipo de malla tiende a levantar hasta los organismos más pequeños.

Influye también el calentamiento global que causa un aumento de la temperatura de los océanos, lo cual degrada los hábitats de las especies marinas, como los arrecifes, y empuja al desplazamiento de peces a buscar hábitats en aguas más heladas. 

Desde 1850 y 2020 el IPCC calcula que la temperatura del océano aumentó un promedio de 0.88 grados celsius.

El aumento de la temperatura del océano conlleva que el nivel del mar crezca por la expansión del agua y por la pérdida de mantos de hielo y glaciares. El WWF calcula que para 2025 el nivel del mar en la costa Caribe de Guatemala, puede crecer de 25 a 42 centímetros para 2050. Esto significa que el punto de encuentro entre tierra y agua, la interacción entre bajamar y marea, que es el único lugar donde el mangle sobrevive, se altera; y el mangle, igual que los peces, buscará desplazarse tierra adentró para encontrar las condiciones que necesita. Eso solo es posible si el uso de la tierra en la línea que colinda con el mangle lo permite, y no está bloqueada por población o agricultura.

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Pero río arriba surge otro problema que pone en riesgo el mangle. Tanto Velásquez como Ramírez concuerdan en que una de las razones principales de la pérdida de los manglares es la creciente acumulación de sedimentos que vienen desde la parte alta de las cuencas. 

La deforestación y el cambio del uso de suelos aceleran la erosión de la tierra. Al mismo tiempo, uno de los síntomas más marcados del cambio climático en Guatemala es la alteración de la variabilidad climática que afecta los patrones de lluvias, temperaturas altas y sequías, según Instituto Nacional de Sismología, Vulcanología, Meteorología e Hidrología (INSIVUMEH). Pese a que se registra la misma cantidad de lluvia en un año, se distribuye en menos eventos con mayor intensidad, combinadas con períodos prolongados de sequías. 

«Estamos hablando de un sistema interconectado. Si hay deforestación cuenca arriba, ya no tienes las raíces de árboles que fijan el suelo al territorio. Con las lluvias, todo este suelo y sedimento bajan por la gravedad con el agua y se estancan en la cuenca baja. Ahí se queda, tapa los canales naturales de agua. Y lo que necesita el mangle para sobrevivir es este intercambio entre agua dulce y salada», explica Velásquez de WWF.

Es un efecto dominó, ya sea por las lluvias fuertes que arrastran más sedimentos de los suelos deforestados hacia los ríos y bloquean el flujo de agua dulce, o sea por las sequías y la deforestación que en conjunto drenan los nacimientos de agua.

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«Los ríos tienden a bajar mucho en la temporada seca. El mangle sí necesita este intercambio entre agua dulce y agua salada, tiene una dependencia del hidroperiodo. Pero si el manglar está mucho tiempo seco, se estresa. No recibe los nutrientes que necesita, o el intercambio intermareal, entonces vas a encontrar bosques más delgados o simplemente se mueren», explica Ramírez del Ceab.

La solución está en tener Costas Listas

Sonia Tiul Cabnal estaciona su cayuco en un pedazo angosto de playa entre un bulto de mangle, su casa y el ecohotel que abrió hace poco. 

Con una esquina de su corte plegado, seca las gotitas diminutas de sudor que brillan en su frente y labio superior. Desde temprano anda río arriba para abajo sin parar. Del cayuco va directo hacia la cocina del restaurante en el primer nivel del rancho de madera. Solo tiene un ratito para ver cómo va el caldo del pavo que mataron en la mañana para alimentar a un grupo grande de la cooperación internacional que visita la aldea.

Luego regresa al taller de repostería que organizó a través del Comité de Mujeres de Barra Sarstún, que se está llevando a cabo río arriba en la casa de Saúl Castro. 

Es una de las iniciativas que gestiona para las mujeres en la comunidad como parte de la estrategia introducida con Fundaeco y Amantes de la Tierra para crear medios de subsistencia alternativas, reducir la pesca y conservar los recursos naturales a largo plazo.

«Antes las mujeres también iban a pescar. Ya no, pero saben de la pesca y buscan actividades para apoyar a sus maridos, para que la familia no solo dependa de la pesca. Como huertos y cultivos, la panadería y la repostería», dice.

La emprendedora q’eqchí de 35 años viene de una familia pescadora que ya no pesca. Rara vez descansa. Fue promotora de salud sexual y reproductiva, estudia derecho, está levantando su ecohotel y gestiona proyectos para las mujeres de la comunidad, como estufas ahorradoras de leña. Esfuerzos con los que incentiva a que las familias formen parte del proceso de conservación sin que les afecte negativamente. Un camino que ha sido complicado a veces.

«No teníamos educación ambiental, no entendíamos por qué era necesario un cambio. Pero el daño lo estábamos haciendo nosotros mismos. El bien es para nuestro futuro para no terminar todos los recursos y dejar algo para nuestros hijos. Pero también hay mucha necesidad», dice.  

La bióloga Pilar Velásquez fue parte del proyecto Costas Listas del WWF que busca definir opciones de adaptación al cambio climático para las poblaciones en áreas marinas protegidas. El proyecto se enfoca en soluciones naturales que se basan en fortalecer los ecosistemas existentes. Velásquez explica que la ventaja es que involucran a la población en la preservación mientras los servicios ecosistémicos para las personas y el ambiente mejoran. Pero sin un proceso adecuado no son realistas. 

«Hay una mala concepción de las zonas de recuperación de pesca o cualquier medida de ordenación. A veces son muy drásticas o hay una mala comunicación de los beneficios. Las medidas buscan dejar que las especies lleguen a edad para reproducirse al menos una vez y preservar los lugares estratégicos que reúnen una serie de variables para que los peces se reproduzcan. Son una herramienta muy válida, yo le apuesto mucho. Pero sí requiere que vayan de la mano con proyectos productivos», dice Velásquez.  

Por sus características de biodiversidad, algunos ecosistemas estratégicos como Río Sarstún, son lugares ideales para atraer turismo, por ejemplo, de avistamiento de aves. Sonia apuesta por esa opción con su ecohotel que espera atraerá beneficios para el resto de la comunidad. 

Es el resultado de la misma falta de oportunidades en la aldea y el difícil sacrificio de una familia separada. Lo construyó con las remesas que su esposo, padre de sus dos hijos, le ha enviado cada mes durante los últimos 9 años desde Estados Unidos y que le permitió a la familia mejorar sus condiciones en Barra Sarstún.

Para familias como la de Catarina Tiul que vive en condiciones de pobreza y no tienen opción de migrar, el esfuerzo colectivo de la aldea para preservar el área será aún más vital ante los impactos climáticos. 

«Si se queda sin mangle su casa sumamente sencilla se va a ver en condiciones todavía mucho más detrimentales de las que se encuentra ahora. O si es un señor pescador que logra tres libras de pescado por cada jornada de pesca, sin mangle y con el cambio climático va a ser mucho menos probable que pueda agarrar estas tres libras», alerta la bióloga.

Velásquez explica que las soluciones que Costas Listas sugiere son un «dos por uno». Protege contra el cambio climático y reduce su impacto en la población, como la pérdida de vidas, mientras preserva el ecosistema del que miles de personas dependen. Además son soluciones más económicas.

«Las cosas están para utilizarse, pero bien. Tiene que existir un balance. De qué sirve que tengamos todo conservado y prístino y lindo, si la gente que vive allí está muriendo de hambre. Para nosotros la solución es incrementar nuestra resiliencia al cambio climático, pero con soluciones basadas en la naturaleza. Es conservar estos ecosistemas que ya están allí y potencializar el servicio ecosistémico que el mangle te presta», concluye. 

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