Argüir sobre las causas de la tragedia, sus prolegómenos, sus consecuencias sociales y políticas y las grotescas imágenes que se noticiaron sería redundar en la escucha de esa morbosa voz de sordina, como salida del averno, que nos recuerda: «Aquí estoy yo».
Es el momento de dar paso a otras voces, las de los investigadores, los expertos forenses, los peritos en criminalística y los testigos fiables, para desenmarañar ese rompecabezas del mal y permitir la impronta de la justicia.
Sin embargo, impulsado por el instinto de la supervivencia (porque frecuentemente nuestra especie parece loca y perversa), quiero poner en el tapete tres contextos poco gratos. Me refiero a las consecuencias de las lesiones por quemadura, la posible contaminación de la escena del crimen y los signos de perfidia a ojos vistas en el intento de soslayar la responsabilidad del Estado en los aciagos sucesos acaecidos el día 8 de los corrientes.
Las quemaduras. Todas las personas que hemos dejado parte de nuestra vida en las salas de cirugía coincidimos en que «una quemadura grave es la lesión más devastadora que pueda sostener un ser humano y sobrevivirla. Este tipo de injuria lo desconecta súbitamente de su medio ambiente y de su relación con el entorno, le produce sufrimiento (dolor + tormento mental), lo expone a riesgo importante de morir, a impedimentos funcionales y a deformidades severas. Cuando este paciente regresa a su hábitat, encuentra que ha sobrevivido a su quemadura a un costo personal, familiar y social que nunca podrá ser calculado y que su inserción en la sociedad y en el rol productivo realmente se hace difícil y traumática».
Baste saber que todo paciente que tiene 50 % de la superficie corporal comprometida es considerado una persona con quemaduras del 100 % de dicha superficie. Por esa razón, el número inicial de víctimas mortales aumentó considerablemente en las horas posteriores al incendio. Y lo que falta por enfrentar médica y socialmente para recuperar a las niñas y adolescentes que sobrevivieron no se puede calcular.
La escena del crimen. Se necesita ser poco menos que soso para ignorar que el resguardo de una escena de crimen es vital para llegar a resultados confiables en la investigación de las causas de un hecho criminal. Casi me fui de espaldas cuando, el día 9 de marzo, algunos medios dieron a conocer el posible ingreso de la diputada oficialista Patricia Sandoval al hogar para conocer lo sucedido (véanse esta nota y esta otra). De haber sido cierto tremendo traspié (la posible contaminación de la escena), la diputada la tiene cuesta arriba en el orden legal porque, como bien dijo la portavoz del Ministerio Público, «la protección de la escena del crimen es vital para la investigación y se restringen los accesos para evitar su contaminación».
El Estado hizo mutis. Ni que decirlo. Baste ver la portada del diario oficial el día 9 recién pasado para saber por dónde anda la procesión. Lo que vino después ha sido un pasar la chibola de uno a otro funcionario porque no les queda de otra. La tragedia se notició a nivel mundial y hasta la escritora de la saga de Harry Potter hizo saber su opinión.
El 12 de octubre de 2015 publiqué en este mismo medio un artículo titulado Guatemala no aprende de sus desastres. Me refería a la calamidad sucedida en la colonia El Cambray II. En esa ocasión reseñé: «En cuanto al nivel estatal, los desastres tienen muchas caudas. Entre otras, siempre desnudan a los Estados y a sus gobiernos. Los nuestros no han sido la excepción. Los retratan tal cual son: poco previsores, sin capacidad de respuesta inmediata y con poco juicio para reaccionar eficazmente en momentos de crisis». Y esa sintomatología, la de la poca previsión, la falta de una eficaz repuesta a una crisis y la poca sensatez de los funcionarios, se ha vuelto a repetir. Nuestros gobernantes no han caído en la cuenta de que la brutalidad cebada en el ser humano (peor aún en niñas y adolescentes) no se mitiga con banderas a media asta, golpes de pecho y ofrecimientos hipócritas de mejorías a corto plazo.
Ni duda cabe. El infierno se hizo presente en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción. Ahora la pregunta es qué podemos hacer.
A manera de respuesta y colofón, en su libro Desde la cumbre: la visión de un cristiano del siglo XX, Morris West plantea con relación a Dios: «Ningún credo define a Dios. Ningún credo puede definir a Dios. Un conjunto de leyes, un sistema de normas morales, no puede contener o controlar a la masa de animales humanos que habitan el planeta, impulsados por el instinto primario de la supervivencia. El misterio consiste en que los seres humanos buscan a Dios de la misma manera en que una semilla plantada en la tierra oscura dirige su brote hacia arriba para llegar al sol. Esta búsqueda instintiva de la fuerza vital, esta tendencia de volverse hacia la fuente del ser, es la naturaleza de la experiencia. Es lo que determina que el nacimiento sea importante y la muerte un final adecuado de la vida»[1].
Quizá como sociedad debamos repensarnos y reflexionar acerca de ese misterio inefable del amor. Ese amor casi difuminado entre la muchedumbre que, indignada, gritaba en la vigilia del jueves 9 en el parque central (de la ciudad capital): «¡Fue una masacre! ¡No fue un accidente! ¡Fue una masacre! ¡No fue un accidente!». Además, otra glosa peor: «¡El único accidente es el presidente! ¡El único accidente es el presidente!».
Conste que escribí «amor casi difuminado», no perdido. Porque la esperanza debe seguir siendo nuestro signo.
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[1] West, Morris (1997). Desde la cumbre: la visión de un cristiano del siglo XX. Buenos Aires: Javier Vergara Editor.
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