Curas con alzacuello, gafas de gruesos marcos negros, cruces, contriciones, silencios sepulcrales y desamparo. ¿Por qué con nueve años debía de ser un pecador? Pero lo era y debía confesar mis pecados de niño, buscar en lo profundo mis malos sentimientos, los de palabra, obra y omisión. Los mortales, aquellos que harían sufrir el infierno eterno, vejámenes y sufrimientos inimaginables. Pero trataba. ¿Cómo serían el dolor, la tristeza, el rechinar de dientes, el valle de lágrimas?
Dios me veía y los veía a todos y estaba enojado, desolado, abatido. Su creación era mala. Ya había destruido ciudades, matado niños, ahogado en diluvios sagrados a todas las especies, menos a dos. ¿Cuándo lo hará de nuevo? Ya es hora, maldita sea.
Viajes sin regreso, sin segundas oportunidades, decisiones mal tomadas, repasadas siempre en el silencio de mi cama, viendo al niño Carlitos lejos. Mis pantalones cortos azules, mis rodillas raspadas, las costras caídas y vueltas a sangrar, el gusto de quitármelas y de ver la carne nueva, lisa y rosada creándose, células unidas dejando cicatrices. Aquí están. Míralas. Soy muchas cicatrices, unas sobre otras, piel queloide, corazón queloide, mirada queloide. Se me notan a la distancia. Cicatrices como tatuajes. Marcando tiempos, estrofas, pentagramas, semanas y cumpleaños sin pastel.
Una familia Robinson abandonada en mitad del mercado global, naufragando sin garantías de salvamento. Llamadas desesperadas a ninguna parte. Las calles que hoy arden serán recorridas mañana por consumidores con bolsas de Zara, prendas en descuento, cambio de temporada, Netflix silenciador de gritos y desconsuelos.
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Feligresas vestidas con güipiles con el escudo del Real Madrid a la salida de los templos de sillas plásticas de alabanzas al ritmo de corrido sinaloense y mucho pollo frito mientras otro Santiago arde, otro san Francisco de Quito, otra santa María del Buen Ayre y los soldados tiran a matar en todas partes otra vez, como hace tiempo, como ayer, protegiendo la mano invisible del mercado. Y pienso en el opio y en el pueblo y en los mercaderes y en sus vasallos. Tal vez ya estamos en el proceso de destrucción y el buen dios ya envió a sus hijos predilectos a cumplir con sus designios escritos desde el principio de los tiempos. Allí esta Donald (no confundir con el pato) poniendo esa trompita como Mussolini en los años 30, de pie, con sus brazos en jarra o cruzados, mentón arriba, desafiante, admirado por los liberales clásicos guatemaltecos. Mirá como tiene la economía gringa, dicen. Esa es su respuesta, «la economía», y se quedan tan tranquilos, satisfechos de sus conocimientos de la escuela de Chicago y del milagro chileno aunque arda. Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado. Otra vez.
Como otra vez, aparece Árbenz, siempre, con su foto en calzoncillos y aviones y exilios. Duelo no resuelto de una nación huérfana de padres y madres, de contrarrevoluciones, de codependencias y miedo a las represalias del Norte o a los que mandan aquí, de sistemas fallidos, de cobardes como somos, para que venga un doctor honoris causa de la Marroquín y haga que volvamos a hablar de cómo se crean los traidores, los Castillo Armas, los Ríos Montt, los Jimmy Morales.
Guatemala: vías del tren abandonadas.
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