Me recupero de las agresiones diarias de las sinrazones. Descorazonado, respiro y me evado sacudiendo los rincones difusos de la oscuridad, violada por la luz pálida de la televisión.
Huimos física y mentalmente de esta región de caciques y acumuladores del capital sabiendo el final de la historia, de nuestra historia. La máquina de aniquilación ha sido activada con balas, con muerte y destrucción en el pasado, con el peso de la desinformación, con el cinismo y el abuso ahora, pero el final es el mismo: la desesperanza colectiva.
Acariciamos nuestras fantasiosas trashumancias mirando con pena y envidia a los que se atreven. Exploramos los mapas virtuales de ciudades y pequeños pueblos donde asentarnos para vivir en comunidad. La mayoría no necesitamos mucho. El poder, el reconocimiento y la mezquindad no nos atraen. Todos conocemos a quienes, juntando sus fotos viejas y amarillas, han resuelto irse sacudiendo el polvo de esta tierra impía, preguntándose por qué se van a pesar de que conocen las razones de su exilio, de su salida, de su huida.
Estos profundos barrancos, hoy convertidos en pozos de mierda y plástico, son su nación, su territorio, su propiedad. Regidores de vidas y haciendas, nos permiten la existencia, nos toleran, mientras callemos o bajemos la cabeza para hablar en voz baja. Nunca podremos verlos a los ojos porque no bajan a la calle. Huele mal. De sus casas al aeropuerto, reunidos con sus operadores, hacen cuentas comprando y vendiendo voluntades. Trabajando en perfecta maquinaria de aniquilación de sueños, usan al Jimmy de turno, a quien dejan probar con el dedo la crema batida del pastel que ellos comen y que ni siquiera imaginamos.
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La fiesta terminó, dicen. Hay que recoger los restos. Los que cometieron excesos serán despedidos o relegados al ostracismo. Esto se salió un poco de control. Estábamos muy distraídos en viajes, en conferencias, en el yoga y en nuestra espiritualidad trascendental impartida por el gurú mundial afincado en las montañas de Colorado. Estos patojos alocados de nuestro país, de mi Guate, creyeron que podían cambiar el orden divino de las cosas. No, los chapines no somos así. Creemos en la familia, en Dios y en la libertad vigilada por el inmutable clan de apellidos nobles y de ojos azules.
Sentados durante horas en el transporte que nos llevará de nuestra casa al trabajo en una ciudad sucia y sin futuro, a suburbios con centros comerciales y tiendas de barrio, de tortillas los tres tiempos. Camionetas repletas de asalariados con mirada vacía y graduandos con su currículo bajo el brazo, con los fólderes arrugados en su eterna búsqueda de trabajo, mientras ven pasar la caravana multicolor, pero no de ciclistas, sino de refugiados que se parecen a nosotros, que podemos ser nosotros, y sentimos una rara mezcla de envidia y coraje. El reguetón suena, el motor tiembla y avanzamos otros 15 metros, pero nos siguen pasando los que caminan en fila a la orilla de la banqueta. Y creemos reconocernos. Llevan a sus niños dormidos, sus pequeñas mochilas y su vista al frente, esa mirada de huida que es la misma que nosotros tenemos.
Somos éxodo aunque todavía no nos hayamos ido.
Nota: después de leer mi columna, recomiendo oír esta canción tan acorde con los tiempos.
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