Les enfatizaba que relacionar la tríada pobreza-exclusión-desigualdad con el riesgo a desastres no obedecía a ningún interés ideológico ni propagandista, sino a una visión integral y a la vez pragmática del problema que cualquier tomador de decisiones debería considerar: pobreza, exclusión y desigualdad generan patrones de desplazamiento de población caóticos, que no pueden interpretarse bajo la dicotomía riesgo-seguridad que prefigura esa relación entre el medio humano y el medio ambiente. Este patrón se hacía mucho más inteligible cuando se entendía cómo las dinámicas poblacionales estaban vinculadas a nuestro modelo de desarrollo. Esta manera de relacionarnos con el entorno es desigual y está mediada por la pobreza y la exclusión. Hablar de políticas de gestión de riesgo y de ordenamiento territorial forma parte del lenguaje de lo absurdo si se ignora la naturaleza de estas relaciones, que sí configuran lo que las personas están posibilitadas y dispuestas a hacer o no.
Me quedé perplejo al observar cómo personas con tanta experiencia en el tema finalmente se encogían de hombros y adoptaban el discurso de que la gente en zonas de riesgo es «necia» e «ignorante», de que «no entiende por más que uno le diga»: discurso que terminaba responsabilizando una vez más a los pobres de su propia tragedia. Siempre defendí, por el contrario, que hay una racionalidad en las decisiones que toman las personas en zonas de riesgo. El 3 de junio quedaron expuestas estas condiciones y, de paso, la miseria de nuestro modelo de desarrollo social y económico.
Dicha racionalidad tiene que ver con los grados de libertad que tenemos para construir nuestras condiciones de existencia. Una persona pobre tiene menos posibilidades de elección sobre las condiciones de habitar y buscará lo que haya. Una persona excluida de la educación y de oportunidades de vida probablemente tendrá limitadas opciones de subsistencia. Deberá aceptar no solo las condiciones que se le imponen, sino también los espacios de habitación a su alcance. Las personas pobres se mantienen buscando chance donde haya, de lo que sea, y tienen un poder social desigual para condicionar el precio de su trabajo. Sin mayor poder de elección de dónde habitar, de dónde construir su propio proyecto de vida, van desplazándose tras las migajas que el modelo de acumulación les va dejando tras de sí.
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No es nada difícil entender por qué, en general, las zonas de mayor riesgo suelen coincidir con las de exclusión y pobreza. El riesgo acecha fundamentalmente a quien posee menos libertad social y material para gestionar sus propias condiciones de existencia. Entre la muerte y el riesgo de muerte por arriesgarse por el pan, siempre será más racional para el ser humano decantarse por lo segundo, imposibilitado de construir un entorno seguro libre del hambre y de la ignorancia. Donde no hay posibilidades de desarrollo solo queda el consuelo cínico de volverse resilientes.
El desastre es el epítome de las violaciones a los derechos y a las libertades más elementales del ser humano, como está quedando demostrado en la tragedia de las comunidades asentadas en las faldas del volcán de Fuego, a las que incluso se les viola el derecho básico a la información oportuna que salve su derecho más valioso: la vida, esa vida pobremente asegurada. El desastre de varios de los fallecidos comenzó mucho antes de siquiera manifestarse el volcán.
La evacuación exitosa del resort situado volcán arriba muestra que el problema no fue de producción de conocimiento, sino ante todo político: las personas en las comunidades solo cuentan con un sistema de protección civil desfinanciado, centralizado, viciado por el clientelismo, incapaz de propiciar una toma de decisiones oportunas y de trasladar la información de manera competente hacia las comunidades, con una inversión tan pobre como el interés que en general muestra el Estado por estas poblaciones. Sin embargo, quizá tener sistemas más sofisticados de alerta temprana no vendría a ser sino una cruel ironía: los pobres importan no por su vida cotidiana, sino por la vergüenza nacional que acarrea el macabro espectáculo de su muerte, en el cual florece el necrocaritativismo, preocupado por mostrar la bondad de algunos a costa siempre de la tragedia ajena.
Vistos desde esta óptica, los desastres inevitablemente obligan a voltear la vista a lo que hemos legitimado como nuestro modelo de desarrollo económico y social, como nuestra manera de producir sociedad. El volcán, la tormenta y el río siempre estarán allí. Los modos de relacionarnos entre nosotros… esos sí que pueden cambiar.
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