La canción Psychotic Girl, de los Black Keys, suena mientras comienzo a escribir estas líneas pensando en que le debo la inspiración a un intercambio en Twitter con @fastfoodandrock, @edgarzo y @Moralestezaguic, con quienes creamos (casi) los argumentos para un blues.
Blue & Lonesome, el nuevo disco de los Rolling Stones, fue lanzado el pasado diciembre de 2016. Y tal vez pasó de largo para muchos entre las fiestas del fin de año (ya podemos culpar de algo más al burrito sabanero), pero se trata del primer álbum de estudio de la banda desde 1964 que incluye covers (el primero dedicado íntegramente al blues), el cual David Fricke describe en Rolling Stone (la revista) como «un monumento a la memoria muscular».
Para los Rolling Stones, el disco es volver a sus más profundas raíces, que ellos describen como una pasión por el blues. Un giro en la extrema madurez de una banda que cierra y abre un ciclo rindiendo homenaje a sus influencias para producir algo que nos recuerda cómo empezaron las cosas sin que sea un simple mirar atrás, sin otra sustancia que nostalgia en cápsulas.
Ride ‘Em on Down y Hate to See You Go, que están sonando desde hace pocas semanas, tienen ese aire que recuerda la primera visita de los Rolling Stones a los Estados Unidos, cuando la banda literalmente le presentó a una sociedad blanca y conservadora los bluesmen negros del Misisipi: Muddy Waters, Robert Johnson y Little Walker, entre otros.
Son los años de Fancy Man Blues, de Love in Vain (que, por cierto, @Moralestezaguic, empieza en el andén de una estación) y de las imágenes de Muddy Waters y los Rolling Stones tocando juntos Baby, Please Don’t Go en 1981.
Un reportaje de El País dice que los mejores blues de los Rolling Stones no están en el nuevo disco y recomienda, como un consejo para principiantes, que, ante la duda de si es no un blues, hay que ver si los Rolling Stones recurren o no a una armónica. La lista es encabezada por Midnight Rambler (que efectivamente comienza con una armónica), una canción que el reportaje de El País describe en estos términos: «Incendiaria, lasciva, frenética y a la vez narcótica». Me quedo perplejo: algún día voy a escribir en forma tal que pueda usar esos cuatro adjetivos juntos.
Sin embargo, no se debe olvidar que los Rolling Stones no fueron los únicos. The Doors recogió la influencia del blues a largo de toda su obra, de la cual yo destaco, solo porque sí, la interpretación de Jim Morrison de Little Red Rooster en el Hollywood Bowl, sin dejar de lado el Roadhouse Blues, que suele acompañarme cada vez que por alguna razón me pongo en una carretera. Las extensas grabaciones de Led Zeppelin en estudio merecen otra maquila que se está cocinando a fuego lento. Y, por supuesto, no pueden dejar de mencionarse tres nombres propios: Syd Barret, Floyd Council y Pink Anderson. Al primero debemos la ausencia infinita de Shine on You, Crazy Diamond (a la cual yo también le debo varios insomnios y varias columnas), y a los otros dos, el Pink y el Floyd de Pink Floyd.
La influencia es enorme y persiste: no estaría aquí, sin esa comunión entre el blues y los Rolling Stones, la energía interminable e incendiaria de Black Pistol Fire en Run, Rabbit, Run, de John the Conqueror con esa frenética Lucille, de la lasciva Better Off Dead de los Blackwater Fever o de la narcótica y gris When my Train Pulls In de Gary Clark Jr.
Seguimos en deuda con el blues el día que los periódicos se llenaron de imágenes de un señor que acaba de firmar una orden ejecutiva para construir un muro, que en gran medida ya existe, en la frontera sur de su país.
Pero por ahora elijo no hablar de lo obvio y me quedó con la voz de Jagger en Rock me, Baby, a sugerencia también de El País, en una colaboración con los hermanos Young de AC/DC.
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