Todavía me estaba condenando a mí mismo por los panqueques «quemados, quemaditos y negros» que, de acuerdo con mis hijas —críticas culinarias sabatinas—, fueron la oferta para el desayuno, cuando, al ritmo de Tighten Up, la frontera de las zonas 1 y 2 se transformó en una esquina del Tribunal Supremo Electoral y la calle húmeda por la lluvia se convirtió en el interior del bar en el cual estoy empezando a sentirme peligrosamente bienvenido. ¡Gracias, Checha, Taz y Lydian!
El cartel de la noche prometía y cumplió. Caballo Loco fue fiel a su reputación. ¡Grande, Raúl Maquín! Sin embargo, la sorpresa de la noche fue escuchar a Cuerpo y Alma.
«Son rock», dijo Maco Luna al presentar a su banda. Y lo que vino a continuación fue blues, psicodelia, metal y, por supuesto, son desde una guitarra eléctrica.
Menuda sorpresa para tres extranjeros de larga data en Guatemala —permanencia voluntaria, dicho sea de paso— ante una banda de abuelos roqueros, con una trayectoria de 40 años, capaces de hacer suites en sus canciones y con una sólida identidad en la que se reconocen varias influencias —Led Zeppelin y Black Sabbath, entre otras—. Pero conservan el encanto de una banda de garaje, que lidia satisfactoriamente con La frontera de la pálida.
«El rock se trae en la sangre y la sangre es el rock», afirmó en 2015 Maco Luna en una entrevista en La Hora, cortesía de una búsqueda en Google, cuyo autor los califica como la prehistoria del rock guatemalteco, que debe ser rastreada en la zona 5 de la capital, seguramente el escenario de Cambio de casa.
Todo un testimonio del quehacer del rock en los 70 en Guatemala en medio de la represión. Un ejemplo de contracultura. De esas historias que se cuentan hoy y se describen como la criminalización de la juventud. Perseguidos por sospechas de guerrilleros y marihuaneros. Checha rememora la presencia de los «pájaros azules» (vehículos de la Policía Judicial) y cómo había que ingeniárselas para encontrar una salida del concierto.
Por esa manía de comparar lo nuevo con lo conocido, los relatos y las letras de Cuerpo y Alma me hacen pensar de alguna manera en la Ciudad de putas derrotas, de Tanguito, prisionero en un hospital mental. Me hacen pensar en mi referente más cercano, los Sal y Mileto cantando sobre El principito en el barrio de San Juan, en Quito. Pero sin duda a Cuerpo y Alma le sobra identidad, tanta que dio abasto para un documental y un disco. Las comparaciones están de más cuando se es Incombustible.
Al terminar el concierto —parafraseo a Charly para describir la jornada— había sido un feliz sábado azul. Y ojalá la promesa de un domingo sin tristeza. O al menos sin resaca gracias al privilegio de escuchar a una banda que ha sabido acumular su experiencia al haber escuchado mucho e interpretado más. Palabras más o menos, un patrimonio intangible del rock en Guatemala.
Casi al terminar estas líneas, mi hija mayor me llama desde el segundo nivel: «Papi, no puedo dormir porque mi hermana no me deja cantar mi canción para dormir». Y me parece escuchar un estribillo de algo que conozco, tal vez Iron Man. ¿Actitud rock and roll? No lo sé, pero seguramente habrá un par de conflictos que atender antes de que la calma vuelva a casa.
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