Nunca lo celebré mientras viví en Guatemala o, más bien, mientras viví fuera de Estados Unidos. No es algo inmanente a mi cultura, mis tradiciones o mi forma de ser.
Siempre, antes de vivir acá, celebrarlo con toda su parafernalia se me hizo un poco como hacer Kabuki. Como una puesta en escena en la que se recrea una tradición de la que se conocen los símbolos externos pero que en el fondo carece de total significado para quienes la interpretan. Casi como cantar ópera en alemán o, habrá que decirlo, celebrar la navidad en el significado y contexto actual.
Y no critico a quienes la celebran fuera de acá, por los motivos que sea. Si es porque de alguna forma se han apropiado de la costumbre del dominio cultural y la reinterpretan a su manera o si es porque realizar una puesta en escena de lo que Martha Stewart nos ha presentado como la forma correcta de hacer el Thanksgiving, da igual. La celebran y si eso les hace felices, perfecto.
Acá es casi imposible abstraerse del tema. Está en todas partes y ese día es feriado y no hay otra cosa que hacer que reunirse en casa y comer, comer y comer. Era feriado para todos hasta hace poco tiempo. Ahora que el Black Friday, el día de las grandes ofertas y el comienzo de la temporada navideña, comienza en la tarde del mismo Día de Acción de Gracias, me quedo sin el argumento de que es el único festivo que no está dedicado al hedonismo consumista.
Pero igual, con sus defectos, me gusta. Es una fiesta familiar, en la que la gente vuelve a casa para reencontrarse con sus seres queridos. En un país marcado por la constante diáspora, lleno de hombres y mujeres que son como judíos errantes, donde la gente cambia de ciudad como si cambiara de calzoncillo, el concepto de “volver a casa” pasa más por nexos familiares que por coordenadas geográficas.
Los veo las estaciones de tren de las grandes ciudades y en las paradas de bus de las universidades, todos con maletitas para un viaje que no durará más de cuatro o cinco días. Los veo con niños y con ancianos deslizándose por las bandas transportadoras de los aeropuertos. Y me gusta imaginarlos volviendo a un lugar menos duro, menos hostil, a casa. Como yo.
Y aunque ir a casa a veces resulta en hostilidades, siempre es mejor que llegar a una casa helada y vacía de este desierto tan avaro que ni siquiera en invierno nieva.
Bueno, sí nieva. Pero casi nunca cuando estoy yo. Es la tercera vez que me pasa que voy a Indiana con la esperanza de ver nevar (es una de mis vetas tropicales esa fascinación con la nieve) y el cielo de ese lugar amenaza y amenaza pero nada de nada. Mientras, en El Paso cae la única tormenta de nieve del año.
Mientras en El Paso cae la nieve y la temperatura está a unos agradables cero grados, en Indiana hace cuatro días que no sale el sol y amanece a menos catorce.
Y no nieva, pero hiela cuando se nos destripa una rueda y nos toca cambiarla. Es una rueda de un carro grandote y las herramientas y los manuales del usuario no cooperan. El triquet es demasiado grande, por unos milímetros, para meterlo debajo de donde el manual indica que hay que hacerlo para levantar el carro y la única idea que se nos ocurre es mover el armatoste unos milímetros hacia arriba con la fuerza bruta.
Siempre, todos los consejos contra las hernias nos recomiendan levantar usando las piernas, nunca la espalda. Pero cuando toca cargar a pulso una camionetona, uno usa las piernas, la espalda, los músculos de las cejas, el esternón y el duodeno. Uno tira fuerzas de músculos que no sabía uno que existieran.
Y, lógico, la respuesta era bajar a todo el mundo del carro y, naturalmente éste subió los milímetros que hacían falta para meter el bendito triquet.
Agachado para apretar las tuercas de la rueda, mi espalda queda descubierta por un momento al aire helado y puedo sentir las primeras punzadas de lo que será un horrible dolor durante los siguientes días.
Merecido lo tengo. Después de todo no fueron pocas las personas que en esa mañana se ofrecieron a ayudarnos. Salvo uno, todos los conductores que pasaron por esa intersección en un camino rural pararon para ver qué podían hacer por nosotros. Incluso un anciano que vivía en una casa muy modesta al otro lado del camino nos ofreció café y que quienes no estaban directamente involucrados en las tareas de cambio de la llanta esperaran bajo techo, donde no hacía tanto frío.
Quizá sea que en un lugar tan aburrido, una familia con una rueda pinchada sea una distracción a la que uno no se puede resistir. Quizá sea que no sospechan que detrás de una familia con aparente necesidad de cambiar una rueda haya una banda de sicarios dispuestos a desvalijarlos. Quizá sea por eso que dan gracias.
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