El hecho de que al último día me diera ataque de diarrea del viajero no hace sino confirmar que cada día me aparto más del país. Hasta el momento no sé si mi malestar es producto de haberme tragado comida en mal estado, cerveza de un vaso mal lavado o un insulto, pero me destrozó las entrañas y hoy, dos días después, sigo con dolores de cabeza y mareos. Es el precio que uno paga por volver, supongo.
Guatemala está igual, es de esos lugares que permanece impetérrito ante un mundo que nunca deja de cambiar. El paso a desnivel de Xela permanece inconcluso y la ruta de tierra fría aún espera que la inauguren y la carretera de la costa sigue siendo un infierno en ambos sentidos.
Guatemala está igual. Yo sigo encontrando cosas que me entristecen o disgustan del país y algunos de mis amigos siguen creyendo que soy un negativo. Uno en particular me recomendó, “así, al costo”, que me ponga más contento, que a nadie le interesa leer cosas terribles.
Y creo que tiene razón. Después de todo, es un bajón leer que en el aeropuerto más grande y moderno de Centroamérica por algún motivo quitaron el aire acondicionado y todos, absolutamente todos, están sudando la gota gorda mientras tratan en vano de refrescarse con ventiladores gigantescos que les despeinan.
La noche que llegué no hacía calor (aparentemente, el país de la eterna primavera está transitando aceleradamente de época fría-seca a época menos fría-lluviosa) y quizá por eso no fue tan agobiante la espera en la cola de migración.
Saco el pasaporte, lo presento y la funcionaria ni me mira. Está abstraída viendo la pantalla de su computadora. Me pongo nervioso, la mujer no despega la vista del monitor y no responde mi saludo. Comienzo a pensar que por algún motivo se cumplieron las profecías paranoicas de I. y que ahora sí, alguien se quejó en migración para que no me dejen regresar al país por culpa de las pendejadas que hablo en mi blog.
La señorita está como en esos estados de éxtasis religioso, como disfrutando algo trascendental. Desliza la banda magnética de mi pasaporte y sigue atenta a la pantalla. Supongo que no quiere perder detalle de mis movimientos migratorios.
Por algún motivo que irrita profundamente a los empleados migratorios estadounidenses, siempre he tenido la necesidad de ver qué muestran las pantallas de las computadoras cuando salen mis datos personales en el sistema informático de algún gobierno.
En Austria es imposible, porque el empleado te mira de frente, en Belice no tienen computadora, en Turquía les importa más que compres una “visa” de 20 euros y en Estados Unidos, las pantallas tienen un recubrimiento especial que hace imposible ver lo que proyectan a menos que uno esté sentado directamente enfrente de ellas. Y por eso los empleados migratorios gringos se enfurecen cuando pescueceo para ver mi información en la pantalla.
Pero en Guatemala la pantalla está casi frente al viajero y no fue necesario más que dar un paso a la derecha para darme cuenta de que mis movimientos migratorios no son lo que absorbe a esta mujer. Mientras su computadora le informa que yo puedo ser, o no, un peligroso terrorista internacional con un extenso prontuario, ella está viendo una novela.
Supongo que es el cartel de los sapos. Al menos la pantalla dice algo así como DVD_Cartel y hay mujeres con pechos enormes gesticulando en la pantalla.
Me deja pasar y salgo del aeropuerto más grande y modeno de Centroamérica para descubrir que hay miles de niñas esperando a los Jonas Brothers. De paso me entero de que van a tocar en Cayalá y que también el cantautor tiene previsto dar un concierto allí.
De ahí en más, los días transcurren con singular calma y sosiego, como en la densa bruma del calor que debería hacer en estas vacaciones tropicales.
Eso hasta que reparo en que quizá fue mejor no interrumpirla mientras mira un episodio de una novela sobre narcotraficantes. Durante una cena con amigos me cuentan que por algún motivo, esas novelas ejercen una fascinación sobre sus audiencias que trasciende los límites normales.
Como límite de lo normal menciono a una hermana mía que se pone como chucho al que asustaron mientras cagaba cada vez que uno interrumpe un episodio de Los Expedientes Equis o Viaje a las Estrellas (de las nuevas, odia a Shatner).
Pero, por ejemplo, estos amigos me cuentan que un hombre y su pareja, unos autodenominados “narcos pacíficos”, armaron un terrible escándalo en un hotel porque alguien osó interrumpirles mientras observaban lo que aparentaba ser un episodio del Cartel de los sapos, uno se pone a pensar que algo está pasando.
Si algo han hecho los narcos, aun los “pacíficos”, es democratizar el terror y ya no solo la gente pobre tiene que vivir con ese sentimiento de que por una nada te pueden meter un tiro.
Por razones narrativas, aquí sería lo más práctico insinuar que de plano esas producciones de TV son lo mejor que se ha hecho desde que decidieron vender el pan en rodajas, que atrapan la atención de sus espectadores a niveles que rozan en la violencia y desviarme a explicar que tuve suerte en no molestar a la empleada de migración porque podría haberme amenazado de muerte como amenazó a sus interlocutroes y a casi todos los comensales este “narco pacífico”.
Pero sería deshonesto, lo peor que podría haber hecho la funcionaria hubiera sido negarme el ingreso, que de alguna forma es lo opuesto a una amenaza de muerte.
Por lo demás, todo en Guate sigue igual. Voy cuatro de cuatro en mi conteo de “ver muertos cuando llego a Guatemala”, mis hijos siguen creciendo como si les hubieran dado Royal y cada vez más quienes van a ver las procesiones son más que católicos devotos, embelequeros que no tenían nada que hacer un Viernes Santo por la noche.
Vuelvo y encuentro un correo que me informa de un cambio inminente en mi situación migratoria, veo que mis tulipanes no paran de crecer y que mi vecino además de regarlos y guardarme el correo, salió alarmado a la una de la madrugada al escuchar ruidos en mi casa.
Es bueno estar de vuelta.
Más de este autor