El recuerdo de un alba en Chichicastenango con su café humeante y el frío del altiplano, los ponchos apilados sobre la cama, apenas suficientes para el hielo de la madrugada, los vendedores que arman sus tiendas desde temprano, una imagen fotográfica y el regateo son el estímulo para una impertinente divagación sobre la venta y la compra de libros en Filgua, la Feria del Libro de Guatemala, que logra, milagrosamente, atraer decenas de miles de lectores al Parque de la Industria.
El neblinoso amanecer de Chichicastenango urge una taza de café caliente, de ese café aguado del altiplano tan necesario como un trago de aguardiente. La noche ha sido fría, no obstante la montaña de ponchos de lana y la peligrosa chimenea del magro hotel de a tres menos cuartillo donde hemos maldormido. El café lo venden en un corredor que se asoma a la plaza del mercado, asombrosamente vacía (uno está acostumbrado a las fotografías a colores que justifican el feo adjetivo abigarrado). A estas horas de la madrugada van y vienen los marchantes, arman su puesto con paciencia y silencio. De pronto, una aparición: uno de los tantos vendedores se encamina hacia el lugar en donde va a montar su tienda y carga un madero cuya exacta forma recuerda todas las procesiones en las que va Cristo con la cruz a cuestas. La cámara. El enfoque. El cálculo de la apertura del diafragma con la velocidad justa. Blanco y negro. Tengo todavía esa foto estupenda: un campesino entre nieblas y oscuridades que carga una alegoría sobre sus espaldas.
Un mercado tiene dos exactos puntos de vista: el del comprador y el del vendedor. Me robé, para no sé qué ficción, una descripción maravillosa que un comerciante dice al padre Falla (creo, en Quiché rebelde): «Está el que no sabe comprar, pero compra: torpe y sin gusto; está el que sabe comprar, pero no compra: fastidioso y perdedor de tiempo; está el que sabe comprar y compra: gran satisfacción y regocijo; y está el peor, el que no sabe comprar y no compra: ese te pone de malas pulgas. Mejor se quedara en su casa».
Una feria del libro puede verse desde el punto de vista de quien va a ver qué hay y desde el punto de vista del escritor, que es el marchante con su cruz madrugadora. Como en Chichi, en la feria del libro uno quisiera comprar todo, siguiendo aquella malvada observación de Schopenhauer: «Uno compra muchos libros por la ilusión de que, habiéndolos comprado, imagina que los ha leído todos». (En el mes de agosto, en Antigua, hay una apetitosa y mínima feria del libro en el parque. Allí hay libros que no se encuentran en ninguna parte, por viejos y guatemaltecos. Quien me vendió una Historia del arte guatemalteco, de Ernesto Chinchilla Aguilar, no sabe el favor que me hizo. Y eran pocos quetzales).
El escritor, en cambio, vaga con disimulo entre los stands para ver cómo les va a sus libros. También participa en presentaciones, variantes muy elaboradas de los gritos de los vendedores de la Terminal: «Venga, mi reina, venga, que aquí están las verdaderas naranjas de Rabinal, jugosas, dulces, las mejores del mundo. Vengan, señorones, vengan». Veces me ha ido bien. Veces, mal. Otras, regular tanteado. No estaría mal despojarse de máscaras y, en lugar de sosegadas mesas redondas de arte y sabiduría, se organizara a escritores en los stands para proclamar al público la bondad de su mercadería. «Lean este magnífico libro, que me ha costado la vida escribirlo. Vengan y diviértanse, que para eso lo escribí, y sufran y lloren, o ríanse despanzurrados (con perdón) de las andanzas de sus protagonistas. Son pocas páginas. Les prometo que no se gastan su dinero en balde. Y además es puro producto nacional, huele a la tierra mojada del altiplano, tiene el aroma del mar cuando la brisa moja la cara, apesta al basurero de la zona 3, perfuma de camioneta atorada de gente…». Y, en cambio, no. En un stand, tres o cuatro intelectuales (los presentadores) discurren ante tres o cuatro intelectuales (el público) mientras en el stand de al lado un payaso entretiene a gritos a los niños. Y siempre gana el payaso.
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