Son las siete de la tarde de un jueves de noviembre, de esos días que regalan una luz especial, y una noche adelantada. Frente a un bar nuevo, en una de las bancas que el establecimiento ha dejado para sus clientes, hay un niño llorando, gimiendo, sin soltarse la mano del estómago, junto a él un recipiente con una venta a medias de papalinas y un conejo de plástico, un carrito de plástico, un superhéroe de plástico.
Me quedo parada frente a él, sorprendida de ver a un niño ahí solo fre...
Son las siete de la tarde de un jueves de noviembre, de esos días que regalan una luz especial, y una noche adelantada. Frente a un bar nuevo, en una de las bancas que el establecimiento ha dejado para sus clientes, hay un niño llorando, gimiendo, sin soltarse la mano del estómago, junto a él un recipiente con una venta a medias de papalinas y un conejo de plástico, un carrito de plástico, un superhéroe de plástico.
Me quedo parada frente a él, sorprendida de ver a un niño ahí solo frente a la gente que pasa, no sé muy bien cómo reaccionar. Quien va conmigo se adelanta, se agacha y le pregunta qué le pasa. A duras penas entendemos, entre los sollozos de niño, que le han quitado parte de su venta adentro del bar, que alguien lo golpeó en el estómago para decirle que se fuera, que alguien no le pagó lo que era. Se llama Ronaldo, tiene ocho años, vino de Jalapa con su papá. Es un niño humillado, humillado por ser niño, por trabajar, por vender, humillado por el maltrato al que se expone un niño a las siete de la noche en un lugar famoso por, a decir de los que ahí trabajan, muchos se creen superiores por tener un carro de lujo de plástico, por vestir bien y usar un buen reloj de plástico, por estar siempre pulcro, por verse de plástico.
Estuvimos un momento con él, tratamos de levantar el ánimo. Me habló de sus muñecos. Mientras me pasaba uno tras otro y me decía si era bueno o malo, vi llagas en sus manos, “como si alguien le apagara cigarros en su piel”, pensé. Me mostró dónde le dolía su estómago, y ahí también vi marcas. Sus zapatos rotos, su suéter descosido, su pelo sucio, un niño como muchos en Guatemala. No hay quien camine en esta ciudad y no se encuentre con esta realidad, con niños de carne y hueso, con niñas de carne y hueso que sufren en carne y hueso.
La pobreza es responsabilidad de un Estado que no le ha interesado achicarla. Es responsabilidad de una lógica empresarial que no le ha interesado elevar el nivel de vida de todos, y ha encontrado en la alquimia de bajos salarios, de informalidad, de flexibilidad y de todo un sistema de explotación con nombres diferentes, la manera de vivir mucho mejor que bien. Nosotros también somos culpables como sociedad, mientras sea un tema que no nos saque de nuestra comodidad. La pobreza en Guatemala es consecuencia de muchas problemáticas sociales, políticas y culturales, pero es causa de una dimensión económica, y eso se llama riqueza de algunos.
¿Cómo se hace para que un niño deje de llorar? En mi experiencia se le hace reír, tal vez así piense que su día, en un detalle, no fue tan malo. Ojalá existan pronto políticos que se preocupen por hacer de esta risa una risa constante, una risa en la escuela, en los campos de juego, en las calles de Guatemala.
Más de este autor