En la última parte del 2014 tuve algunas experiencias bastante cercanas y poco comunes (según yo, pero la verdad es que muchos viven cosas así cotidianamente). Experiencias que me marcaron de alguna forma, así como las que todas las personas enfrentan alguna vez en la vida. Sin embargo, esas lecciones y esos aprendizajes que nos regalan tales situaciones no son obvios para todos. Y cuando los vemos, pocas veces logramos que perduren en el tiempo —una vez que nos volvemos a acomodar en nuestra normalidad y comodidad—.
Mencionaré, por poner un ejemplo, las primeras tres situaciones que vinieron a mi mente en esta reflexión: una, el infarto de un familiar muy cercano; dos, el diagnóstico de leucemia de una gran amiga de la infancia; y tres, un encuentro con personas (hasta ese entonces) desconocidas en un viaje lleno de ilusiones —migrantes, las llaman—.
En el primer caso, el hecho de que esta persona hoy siga con vida en mi familia fue cuestión de minutos. Una reacción en el momento justo fue decisiva. A cada uno, de distinta forma, nos hizo valorar de nuevo eso que a veces dejamos a un lado, subestimamos y pensamos que es prescindible: la familia.
En el segundo caso, mi amiga desde pequeña, Vera, está luchando por vencer la leucemia. Y aunque el cáncer es una enfermedad muy dura (¡además de cara!), también viene acompañada de muchas bendiciones. He visto cómo esta experiencia ha acrecentado nuestra fe (en lo que sea que uno crea, religiosa o no), ha unido a muchas personas (que ni siquiera nos conocemos) en una misma sintonía y ha contagiado el ambiente rutinario con los sentimientos más bonitos. Cuando Vera se enteró de su enfermedad, dijo: «Positivo atrae positivo». Y es una frase que he procurado llevar todos los días conmigo.
En el tercer caso tuve la oportunidad de compartir un espacio y un tiempo con personas que están dispuestas a poner su vida en riesgo y al límite por ir a un lugar en el que creen que pueden vivir mejor. Algo muy difícil de entender para quienes nacemos con nuestros derechos humanos asegurados, mínimamente el de la alimentación, la salud, la educación, la recreación y un trabajo digno. Privilegios, llamémosles, en una sociedad llena de injusticias y desigualdades.
Y estas reflexiones en torno a la levedad y al peso de la vida me recuerdan el texto que el padre Ricardo Falla cita en su última colección de libros, inspirado en un verso de san Juan de la Cruz: «Al atardecer de la vida te examinarán del amor. No te examinarán de cuántos libros hayas escrito, diría el místico, ni de cuántos edificios hayas levantado ni de cuántos cargos has desempeñado ni, incluso, de cuántos enfermos has podido salvar de la muerte, sino de cuánto has amado. Cuánto amor has puesto en todo lo que has hecho».
Y así, por cursi que pueda sonar, este mundo estaría mucho mejor si hubiera más amor y si tomáramos conciencia del valor y del potencial de cada minuto de nuestra existencia, en este mundo donde faltan muchas cosas por hacer para hacerlo más digno y habitable. Ojalá que este año nos siga regalando lecciones y aprendizajes que nos vayan contagiando de más amor. Que en este 2015 podamos darle sentido a cada uno de los 365 días y vayamos avanzando hacia la trascendencia.
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