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“No eran calladitas y eso no les gustó. Defendieron sus derechos y el Estado las quemó”

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“No eran calladitas y eso no les gustó. Defendieron sus derechos y el Estado las quemó”

Palabras clave
—El 8 de marzo murieron 42 niñas en protesta. Al teléfono, con mi mejor amiga, la frase me revuelve las tripas.

La indignación revive con la muerte. El morbo de los cuerpos calcinados es un aliciente poderoso. Estamos concebidos para atender emergencias. Las alertas no son más que archivos. Están ahí. Se pasean en el inconsciente de nuestra cotidianidad ofreciendo temas de conversación seria. #FueElEstado, decimos. Y es cierto: el Estado de hoy, el de ayer, el que viene también. Y nosotros lo permitimos. En masa pedimos la renuncia de OPM y Baldetti. Nos indignamos por su desfachatez. Nos enojamos porque robaron nuestro dinero. ¿Y ahora? La pregunta ronda por varios espacios. ¿Qué significa institucionalizar la protección de la niñez? Hay demasiadas pruebas para hacernos los sordos. Hay demasiadas muertes para hacernos los ciegos. Hay demasiados crímenes para hacernos los pendejos.

No funciona así.
No hace falta tener muchos estudios en ciencias humanas para captar que esos “hogares seguros” no responden a la necesidad de la población más vulnerable. Hace falta humanidad. La protección de los niños o los jóvenes no pasa por arrebatarles, como medida automática, la posibilidad de un entorno familiar. Ni por el encierro en centros que concentran y multiplican las violaciones de las que huyen.

La tragedia del 8 de marzo revela muchas cosas, y desde las perversiones más inhumanas hasta la valentía más escalofriante.
Esto debe movernos.
Estas muertes deben trascender.
Murieron gritando.
Gritaban un mensaje.
Murieron en protesta el 8 de marzo. 

***

Sábado, 11 de marzo. Paso acelerado.
Camino, camino, "voy tarde".
El ambiente huele a sábado cualquiera. Comienzo a pensar que mi lado negativo no se equivocaba. Pero sobre la 7ª avenida llegando a la esquina de la 10ª calle comienzo a ver gente. Me emociono un poco. Sí, hay gente. Sonrío. La procesión dura muy poco. Me cruzo con una amiga y me dice lo que es obvio:

Esto se vuelve de nuevo una lucha de izquierda.

Solo está constatando algo. Algo desesperanzada. Con resignación.

Con rabia, indignados, y los pulmones comprometidos, #USACesPueblo dicta la tonada: “No eran calladitas y eso no les gustó. Defendieron sus derechos y el Estado las quemó”. Frente al Congreso nos detenemos. Algunas chicas representan la escena de terror, sus cuerpos desparramados por el suelo. Otra chica, desde el megáfono, pone nombre, apellido, edad, a cada una de las víctimas. Al pronunciarse, esa lista tan básica, tan de ficha policial, arranca las lágrimas del público que observaba en silencio.

La esperanza. La esperanza de encontrarnos. Esa esperanza crecía. La gana de que se volviera cierta me hizo casi correr hacia el parque. Con ayuda, me elevé sobre una estructura poco estable e intenté ver el paisaje humano sobre la Plaza.

Lejos de 2015. Sí, muy lejos.
“La convocatoria fue poco visible”, pienso.
Pienso: “¿Necesitamos una convocatoria para un drama como este?”
"¿Qué tiene que pasar para que mostremos nuestra solidaridad?"
"¿Qué tiene que pasar para que mostremos nuestra humanidad?"
"¿Qué tiene que pasar en este país?"
"¿Es esto un país?"

Somos pocos; pero somos muchos.
Nos atraviesan ahí mismo miradas desconocidas y nos reconocemos. Los abrazos abundan, nunca sobran. 

“Hola. ¿Cómo estás?”: la pregunta muletilla que nadie sabe responder en la plaza.
La respuesta es desagradable. 

Entre las 3000 mil personas (o quizá 5000, o tal vez mi alucín no me dejó ver que son sólo 2500) se forman micro espacios que daban vida a distintas formas de representar y manifestar el dolor. Performances, altares, rojo, candelas, fuego, rojo, humo, banderas, raps, rojo, mensajes, pancartas, disfraces, personajes, rojo.
ROJO
ROJO
ROJO.

La fuente roja.

Marta Méndez

El sol ilumina rostros enfurecidos y calienta a las voces protestantes y va cayendo y resalta el rojo de la fuente que en medio de la Plaza lanza un mensaje líquido moldeado con paz y rudeza por el viento.

Es sábado, no es un sábado cualquiera, el pueblo clama justicia. Pide al unísono que se esclarezca lo que sucedió en ese hogar que era una fosa. La tonalidad de las voces que vuelan y envuelven la Plaza. Se repite en el discurso que se arma en los círculos íntimos.

¿Qué sigue? ¿Investigaciones? ¿Denuncias? ¿Arrestos?

¿Y el mensaje?

¿Cuál fue el mensaje de las niñas que murieron y siguen muriendo?

Varias hipótesis rondan las mentes, los medios, las redes. 

“Igual eran criminales”. 

“Ellas prendieron el fuego para que quitaran llave y pudieran escapar”. 

“Ellas sabían demasiado y había que callarlas”. 

No hay versión aún que nos explique lo que pasó aquel miércoles. No hay respuesta para las familias desconsoladas. ¿Y los sobrevivientes? ¿El resto de víctimas de ese sistema de protección, ya saben, de la niñez?

Los abusos que ahí suceden no se limitan a la cotidianidad infernal. Superan cualquier imaginario perverso. Hay testimonios. Hay víctimas reales. Hay historias. Se habla de trata. Las niñas estaban, y las que siguen están, a punto de ser las víctimas de la venta de cuerpos. Estos centros deben ser objeto de investigación seria, no se puede seguir perdiendo tiempo. Cada minuto es razón de una muerte. Cada minuto que pasa confirma nuestra falta de respuesta. Cada minuto sufre el futuro de un país que vive dolor.

***

Domingo, 12 de marzo. ¿Será que hoy si llueve? Domingo normal para muchos. Y lo es. Lo es, si lo pensamos individuo a individuo. Pero no lo es tampoco. Es de luto, pese a lo que digan los representantes de un sistema fallido. Luto, pese a que no haya muerto un familiar nuestro. Luto por un país (de nuevo, ¿un país?) que no acaba nunca de desmoronarse. Luto por este tétrico, reiterativo, GIF que nunca termina o nunca termina bien.

“Ojalá esto sí sea razón de un cambio real en Guatemala”, me dice Julia Esquivel con lágrimas en sus ojos frente al palacio nacional de la zona 1.

 

*La fotografía principal se reproduce con la autorización de su autora, Cristina Chiquín.

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