Probablemente ha sido, hasta ahora, el lapso más prolongado de ejercicio del voto ininterrumpido y de vigencia de una carta magna, lo cual no significa que se ha tratado de una etapa de plena vigencia de libertades y garantías, mucho menos que la disciplinada realización de los comicios conlleva la elección entre opciones con trayectoria y consistencia política profesional.
Por el contrario, cada encuentro con las urnas ha representado desde estancamientos hasta retrocesos en la ruta hacia la construcción de un proyecto democrático funcional y acorde a la realidad guatemalteca. La compra de voluntades en el Congreso, iniciada durante el gobierno del golpista Jorge Serrano Elías, es hoy por hoy la marca de identidad del Legislativo. La gran mayoría de las bancadas que lo conforman se distinguen por ser empresas políticas con vínculos criminales, hoy denominadas redes político-económicas ilícitas (RPEI). Esta estructura funcional del Congreso ha convertido a este organismo en un mercado de voluntades que lo mismo comercian el voto para obtener ganancias ilícitas del erario público que para aprobar normas que garanticen impunidad a criminales de diverso calibre.
Junto al Congreso, el Ejecutivo no tiene nada que envidiar. Por el contrario, si algo está claro es que, hasta ahora, el de Jimmy Morales Cabrera es el peor gobierno de la historia iniciada con la actual Constitución. Tanto el actuar del presidente de la república como el de su gabinete son una suerte de competencia de quién es la peor figura al frente de un ministerio o secretaría. Con una política exterior conducida con garrotes y una política interior en Gobernación manejada como cuerpo paraestatal, Guatemala dista mucho de poder definirse como un país democrático y respetuoso de las normas.
A esto contribuye un sistema de justicia en el cual las honrosas excepciones muestran lo doloroso de la confirmación de la regla: se trata de un sistema estructurado para garantizar impunidad a los criminales en el Legislativo, el Ejecutivo y el mismo Judicial, puestos al servicio de las redes económicas que por más de seis décadas han manipulado los hilos del poder.
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Por ello es que arribamos a este nuevo evento electoral en condiciones de casi absoluta incertidumbre, a una especie de ceremonia realizada en las peores condiciones, sin garantía de un resultado satisfactorio. La guinda en el pastel es la retirada abrupta del titular de la Fiscalía de Delitos Electorales, Óscar Schaad, quien al parecer recibió serias amenazas que lo obligaron a salir del país: una situación que la titular del Ministerio Público (MP), Consuelo Porras, atiende en su estilo de tolerancia de la impunidad y la corrupción.
La firma de los acuerdos de paz en 1996 supuso el fin del enfrentamiento armado interno. Supuso la elección de la vía pacífica para la búsqueda de alternativas de desarrollo con justicia social. El conjunto de compromisos asumidos por el Estado y las partes involucradas suponía la puesta en marcha de una agenda de construcción democrática. Pero el proyecto terminó en utopía ante la permanente escamoteada que se hizo de los pasos necesarios para disminuir —que no eliminar— los altos índices de inequidad que definen las relaciones en este país.
Esa decisión ha llevado a la sociedad a mantener la esperanza de un cambio en cada proceso eleccionario. Sin embargo, salvo una candidatura a la presidencia y una nómina en las listas nacional y distritales que retan claramente al sistema, el resto de los contendientes en esta ocasión son más de lo mismo o peores. De tal suerte, la única manera de impulsar un cambio por la vía del sufragio es hacer que cada papeleta represente un voto rebelde, un voto por el desafío al sistema, un voto por un cambio real (y no cosmético), un voto por el futuro. Por favor, este domingo 16 no se quede en casa. Salga a votar y a retar al sistema con el ejercicio pleno de su derecho para cambiarlo y no dé un solo voto ni a la corrupción ni a la impunidad.
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